“Cuando te dicen que saques las cosas de tu casa es difícil. Agarrás los documentos, los remedios, alguna ropa y te vas en el auto. Pero ahí dejás tu vida”, dice Javier Crova, poblador de Alto Río Percy, un barrio rural a 13 kilómetros de Esquel, donde el fuego estuvo muy cerca. El incendio en el Parque Nacional Los Alerces, en Chubut, lleva más de 15 días y alrededor de 7.000 hectáreas afectadas. Javier Crova es docente y talla pipas artesanales con maderas nativas. El lunes tuvo que dejar su casa ante la inminencia de las llamas, que también eran subterráneas. En la Patagonia el fuego también se esparce por las raíces. Ese día, todos los habitantes de la zona del Arroyo del Toro dejaron sus casas ante el pedido de los brigadistas porque el fuego estaba a 2 kilómetros.
“Estaba bravísimo, bravísimo, bravísimo. Nunca vivimos una situación así: en el día ves las llamas y cuando cae la noche perdés referencia de la distancia”, explica. Javier Crova juntó lo urgente, cargó a los perros en el auto y se fue con Teresa, su esposa de 53 años, a la casa de sus hijos. “Es como si fuera una situación de guerra porque tenes que actuar rápidamente para salvar tu vida”, agrega. El incendio que comenzó en el arroyo Centinela consumió parte del bosque nativo, arrasó con lengas, coihues y cipreses y afectó a pumas, zorros, vacas, codornices y decenas de especies. “Son plantas que tienen más de 200 años, esto no lo van a ver regenerado ni mis nietos”, se lamenta. Por momentos, del otro lado del teléfono se hace silencio y Javier Crova llora.
Recuerda ese momento en el que decidió qué salvar y se angustia. Ya volvió a su casa, pero llora por los bosques, por la fauna, por la flora, por los brigadistas. “Para los muchachos es un agradecimiento enorme”, repite. Alrededor de 450 personas trabajan en apagar el incendio. Hay brigadistas y bomberos de la provincia de Chubut, del Parque Nacional Los Alerces, del Servicio Nacional de Manejo del Fuego, municipios cercanos y fuerzas de seguridad nacionales.
Son brigadistas y bomberos que están 10 horas o más con temperaturas altas, suelos humeantes y cenizas oscuras y densas. En la ciudad de Esquel, un grupo de voluntarios y voluntarias organizó un campamento para asistirlos. Médicos y médicas generalistas, especialistas en kinesiología, nutrición y salud mental los esperan en una carpa del Ejército cuando bajan a la ciudad. Los sientan en un banco, remojan sus pies con agua y sal, les hacen lavaje nasal y ocular para sacarles los restos de hollín y les revisan lesiones o picaduras de insectos. Les vendan las piernas con vendas compresivas frías para que descansen. Las nutricionistas los guían con la alimentación y hay contención psicológica. Además, otro grupo de voluntarios recolecta donaciones de medias, cordones y gasas.
Francisco Buruba, tiene 28 años, es diseñador de imagen y sonido y el día dos del incendio dejó su casa en Esquel y se fue a vivir a la hostería que la familia de su amigo tiene dentro del Parque Nacional Los Alerces. Abajo, donde están las cabañas para los turistas, todo sigue igual. Arriba, en el bosque, el fuego no cesa.
Estas semanas, Francisco y un grupo de diez personas asistieron a bomberos voluntarios que llegaron con sus autos desde Villa Soldati, Ciudad de Buenos Aires. Ellos dirigieron a la brigada en zonas en las que es fácil perderse, les abrieron caminos con motosierras y asistieron con agua. “Fueron días agotadores, arrancábamos a las 6 de la mañana y nos íbamos a la parte alta, donde está el fuego. Es estresante, mucho desgaste físico porque había que cortar árboles con motosierra, machete, caminar un montón, llevar agua, son mochilas de 20 litros para apagar focos. Hicimos guardia de ceniza, que es cuando todavía se mantiene el fuego. Si la llama estaba muy cerca y veíamos que no podíamos ayudar, bajábamos. Era despertarse cada día y ver cómo podíamos ayudar”, cuenta Francisco sobre el trabajo de las primeras semanas.
“El poder destructivo del fuego es muy fuerte, puede pasar por un lugar y que al día siguiente sea todo ceniza. Si tenés un árbol de 60 metros, la llamarada lo puede duplicar, hay llamas de 90 metros de altura que hacen explosiones”, cuenta. La lluvia del martes aplacó un poco el fuego, generó una ventana de trabajo para los brigadistas y ayudó a que baje la temperatura del material combustible. “La lluvia es un alivio, sabés que no va a alcanzar, pero es un alivio”, dice. Ahora recorren los caminos apagando focos de incendio.
“La lluvia fue paz, el viento es incertidumbre”, dice Nahir Hernández, de 33 años, desde su casa en la entrada de la ciudad de Esquel. El fuego de Los Alerces no llegó hasta allí, pero sí el humo y las cenizas. Hay personas que tienen problemas respiratorios y muchas otras con dolores de cabeza. En Esquel, varios volvieron a usar barbijos. “La calidad del aire no es buena, el cielo está todo el tiempo gris, no es el color celeste y del bosque hermoso que tenemos en esta fecha. Cuando hay cenizas nos aconsejan cerrar las ventanas y no barrer ni usar la aspiradora, solo un trapo mojado. Acá barrés y sacas cenizas”, detalla. Nahir Hernández es corredora y aunque se tiene que preparar para un maratón, suspendió los entrenamientos por el humo.
“No se tiraban a la banquina para darle paso a los bomberos, pero sí para filmar el fuego”
Si bien la actividad turística no está suspendida, las reservas bajaron a un 50%. Las autoridades intentan mantener la actividad, pero la coexistencia con el fuego es compleja. “El domingo fuimos al Lago Futalaufquen porque estaba permitido y nos fuimos en lancha al Golfo del Lago Krüger. Cuando volvíamos era como una escena de una película de terror, no entendíamos nada, pensábamos que había explotado algo. Nos habíamos ido dos horas, volvimos y la imagen era otra. Eran las 7 de la tarde y por la ruta de regreso a Esquel veíamos kilómetros y kilómetros de llama, toda la ciudad con humo total, en la ruta no se veía nada. Estábamos lejos de la montaña pero igual se veía el fuego”, cuenta Nahir.
“Me dio mucha indignación la gente, en la ruta había mucho turista y gente en general. Y nos habían dicho que se podía llegar al lago pero que si se veía alguna dotación de bomberos o gendarmería teníamos que darle paso. Cuando los camiones aparecían con la bocina, la gente no se bajaba a la banquina para dar paso. Yo me tiré a la banquina tres veces y nadie se tiró atrás mío. No se tiraban al costado para darle paso a los bomberos, pero sí para filmar el fuego. La ruta estaba llena, íbamos a 30 o 40 kilómetros por hora”, agrega Nahir.
El viento puede cambiarlo todo. El domingo fue uno de esos momentos. A la medianoche, una transmisión especial de Radio Nacional Esquel informaba sobre las últimas novedades. En el barrio Villa Ayelén, rodeado de bosque, escuchaban atentos para saber si tenían que evacuar. “Era una escena del fin del mundo: el cielo estaba naranja, eran las 22.30 de la noche y había tanto humo que todo era naranja y el sol se veía rojo. En las casas, la gente se pegó a la radio porque era el medio más inmediato de información. Estábamos todos sentados en el sillón con la tele apagada y una vela por si se cortaba la luz”, relata Nahir. La odisea duró hasta la cuatro de la mañana. “Te da la sensación de que se puede descontrolar todo, es angustia e incertidumbre. Era levantarse y prender la radio para saber qué había pasado, era lo primero”, cuenta.
Mauro Mateos es periodista de Radio Nacional Esquel y cuenta la importancia de la radio pública en estos casos. “Son días difíciles, hemos vivido otros momentos complejos como cuando pasó lo de las cenizas del volcán en Chile. El humo no solo influye en el organismo, sino también que para quienes vivimos aquí nuestro ADN es el lugar, somos la tierra, como dicen los mapuches. Nuestros vecinos son los brigadistas, que están todo el día combatiendo el fuego y nosotros tenemos que trabajar igual en este contexto, tenemos que informar”, explica.
“El día a día es difícil porque mientras más se va quemando el bosque uno siente que se va quemando también una parte de uno”. La frase es de Mauro Mateos, pero podría ser la de cualquiera de los entrevistados de esta nota.
CDB/DTC