El Flaco era tan grande que hasta quienes solo lo vieron correr por TV y nunca en un autódromo lo colmaron de elogios post-mortem. Tenía eso: te hacía creer que éramos amigos de toda la vida. Una vez en que lo llevamos a La Nación para una entrevista, no hace tanto, le dijo a mi superior, abrazándome: “Cuidame a este viejo hijo de puta”. Me llevaba más de una década y media, nunca le gustó que lo hubiera criticado en el papel, pero esa era su manera de hacerme saber que me respetaba.
Si no te tenía respeto, si no te apreciaba, podía hacerte blanco de las más crueles de las bromas: bolacearte a grados increíbles. Es famosa una entrevista televisiva con un animador multitasking. Le tiró el primer bolazo y el conductor se lo festejó; a partir de ahí, lanzó una tras otro, uno más grande que otro, para ver si en algún momento lo detenían, o lo increpaban diciéndole “eso no puede ser cierto”. Jamás.
En otra ocasión le publicaron una declaración según la cual había conducido un Porsche 917, uno de los mejores coches de carrera de todos los tiempos. Impresionante. Solo que el 917 salió de servicio a fines de 1971, cuando él estaba debutando en automovilismo…
Hasta el final siguió contando eso del contrato con Bernie Ecclestone para correr en F-1. Jamás hubo una sola prueba de eso; sus resultados en la F-2 de ese año habían sido discretos, Bernie odiaba hablar con alguien que no supiera conversar en inglés, y era otro el piloto argentino con quien el manager inglés tenía relación y llevó momentáneamente a la F-1
Pero era tan persuasivo, tan convincente su manera de contar las cosas, que hasta el día de hoy se repite esa falacia.
¿Y yo? ¿Me salvé de pasar semejantes papelones? Supongo que al principio, no. Era un principiante, como tantos, dispuestos a creer con ingenuidad. Cuando comencé a seguirlo carrera a carrera en los años 1990, cubriendo el automovilismo argentino para la legendaria revista El Gráfico trabamos una relación profesional de mucho respeto y no fui objeto de burla. En otra ocasión, volando después de una carrera, me vio con un libro –en inglés– de Louis Stanley, que había sido team-manager de una mítica escuadra de F-1, la BRM. “¿Qué es eso?”, me preguntó. Lo conté. Hizo silencio y aprobó moviendo esa cara ovalada e inconfundible, de larga pera, de arriba abajo una sola vez, muy respetuosamente. Una anécdota absolutamente menor, pero de enorme valor para mí entonces.
Coincidimos aquellos años ‘90s, los más exitosos de su campaña deportiva, el pico de su rendimiento. La época en que sus autos tenían cenicero y un recipiente para guardar el atado. El Flaco fumaba en cada pausa en los boxes cuando ensayaba en la semana, nunca en un finde de carreras. En esa época fumaba Parliament, pero tenía a Derby como sponsor. Tenía que mostrar esos atados en las conferencias. Así que lo que hacía era rellenar el paquete de Derby con sus adorados Parliament y entonces, delante de toda la prensa y para las cámaras, sacaba un cigarrillo, lo encendía y lo fumaba. Todos contentos: el sponsor y él mismo.
Al haber seguido su campaña de cerca tanto tiempo, pude pintar un retrato bastante exacto de sus virtudes y debilidades. Unas superaban abrumadoramente a las otras, sin duda. Era un piloto generoso que se sentía muy cómodo con coches sobrevirantes (hacía un culto de doblar con el acelerador antes que con el volante), ponía muy bien a punto sus coches, y aunque no tuviera el mejor lenguaje técnico –pero describía al detalle lo que el auto hacía–, poseía una fantástica sensibilidad (“el coche lo siento con el culo”) y tenía un dominio absoluto de lo que ocurría a bordo: respiraba, analizaba, ejecutaba. La carrera de general Roca 1988 es admirada por los fanáticos como su máximo ejemplo de heroísmo; el Flaco le bajaba el tono y estaba seguro de que tenía en su historia 10 carreras mejore que esa; una semana después de Roca fue a correr el Desafío de los Valientes a Carlos Paz, sobre un circuito de tierra, y le ganó allí, en su terreno, a los especialistas del rally. Ese triunfo lo valoraba tanto o más que haber ganado con la Fuego prendida fuego.
Cuando se estudia la historia del automovilismo argentino –casi 120 años de actividad desde 1906 a la fecha–, millares de carreras y de proezas, queda claro que la mesa divina de sus conductores la integran solo siete comensales, entre asado y cilindradas. El Chueco, Froilán, Lole, Juan, Oscar, Luis y el Flaco. El fanático no necesita más referencias. Son esos. El Flaco era el último que nos quedaba vivo. Alfredo Parga, el maestro de todos nosotros, tuvo la ocasión de tratarlos a todos ellos. Salvo Juan y Oscar, me ocurrió algo parecido. A quien más traté fue, lógicamente, al Flaco.
Fue el último ídolo de masas del automovilismo en la Argentina. En estas horas de pesar, cualquiera que haya visto alguna vez cuatro ruedas juntas le dedicó un tuit, un post en Instagram o un texto en Facebook. Tendencia número 1 en las redes sociales. Y se incluyeron algunas fotos de las cuales puedo contar particulares historias.
Algunas de esas fotografías estaban enterradas en el archivo de El Gráfico, y fui quien las rescató para el libro que hicimos en setiembre de 2005, (“Una biografía auto-rizada”, como la tituló el recordado Carlitos Poggi, a la sazón el director), un mes después de que el Flaco anunciara su retiro. Algunas ni siquiera estaban allí, como esta:
Esa foto se la hizo Oscar Mosteirín en una carrera en Salta. Había salido medio cimbrada, movida, no daba para publicarla, así que no la archivé y me la guardé. Aquel libro de memorias era la ocasión idear para reflotarla, diez años después de haber sido tomada. Se nota que está movida. Pero el documento valía la pena: era el Flaco en pinta.
También esta del colectivo:
La produjimos en octubre de 1991. Vino a la revista con buzo y casco, se cambió en el baño, salimos a la calle y caminamos una cuadra por Azopardo desde México hasta Venezuela. Una línea de colectivos –ya no recuerdo cual– salía de allí, y dos o tres unidades estaban detenidas en la esquina. Elegí el que me parecía más pintoresco –en esa época los transportes se decoraban de manera muy personal– pedimos permiso e hicimos el material. La foto salió publicada dos semanas más tarde, cuando se consagró campeón de TC2000.
En 1995 consumó la hazaña: se consagró en las dos categorías más importantes del automovilismo argentino de ese momento, el Turismo Carretera y el TC2000. Para rendir tributo a semejante acontecimiento, produjimos esta foto:
Se hizo en el taller de Alberto Canapino, en Arrecifes, dónde se guardaban los dos coches. La fotografía se hizo famosa, entre otros detalles, porque el fotógrafo que la tomó le vendió copias a la revista Corsa, que no era competencia directa de El Gráfico. Simboliza el mejor momento de Traverso, convertido en su propio jefe, ya no más piloto oficial de nadie. Eso encerró una virtud y un defecto, como señalé antes y sinteticé el día en que se retiró del automovilismo profesional: “Exprimió a los que trabajaron con él hasta quitarles la última gota de rendimiento; su historial muestra picos de rendimiento seguidos por caídas abruptas: eso sucedía cuando los equipos se hartaban de su manera de ser”.
Él lo admitía de una manera singular: “tolero todo menos a los boludos, porque son los que me hacen perder carreras, en mi equipo nadie puede ser más boludo que yo”, solía decirme. Ese ciclo de altibajos se hizo repetido, pero en el nuevo siglo ya había superado la barrera de los 50 y con una campaña profesional completamente hecha no tenía necesidad de acudir a nadie más. Además, el automovilismo había cambiado hasta volverse irreconocible. Esa década de 1990 fue la última en la que el deporte de los fierros fue verdaderamente popular en la Argentina.
Por supuesto que tuvimos problemas, algún tiempo sin hablarnos mucho. Se molestó una vez que escribí que una maniobra que había hecho para ganar una carrera había sido legal pero no legítima; sabía mejor que nadie cómo moverse ene se terreno cuando su extraordinario repertorio conductivo no hallaba respuestas ante la limitación mecánica. En otra ocasión, cuando ya tenía su propio equipo en Béccar y se hablaba tanto de él como de su amigo Alfredo Yabrán, no le gustó una nota sobre las relaciones peligrosas fuera de las pistas y la elegibilidad de las máquinas. Reacciones normales de una estrella. Sabía que si quería decir algo que pudiera serle útil a sus intereses, podía darme una nota y yo le respetaba hasta las comas; yo era consciente de eso, pero entonces no le daba entrevistas a casi nadie y podía sacar ventajas de ello.
Era el único tipo del automovilismo que podía trascender las barreras de la actividad. Iba a almorzar con Mirtha Legrand o lo entrevistaban en programas políticos. Era improbable que el resto de sus colegas movieran el amperímetro en un diario de circulación masiva o en una revista de interés general. Por eso eran tan atractivo conversar con él.
En su taller de Béccar me regaló un título maravilloso a fines de 1998: “Este año hice las cosas como el culo”. Había perdido los títulos de TC2 y TC2000 en la última carrera de cada torneo. Así salió publicado. En la entrevista que le hice para aquel libro de El Gráfico afirmó: “No fui soberbio, solo dije lo que pensaba”. Por supuesto, fue el título.
Cuando publiqué mi primer libro, “Fierro Líquido” (Ediciones al Arco, 2005), le pedí unas palabritas para la contratapa. Fue generoso (el dibujito me lo obsequió Miguelito Rep):
Esta foto del Flaco con Oscar Gálvez del TC de los años 1970 también habría dormido en el archivo de no haber sido por esa “Biografía Auto-rizada”:
Ese día en que anunció su retiro, en un taller de don Torcuato, mantuvimos el siguiente diálogo:
—¿Qué vas a hacer en la próxima carrera, en Paraná? ¿Vas a ir a verla o te quedás en tu casa mirándola por TV?
—Voy a ir, porque a esta edad tengo un poquito de derecho a disfrutar las carreras como fanático, pero a un auto de carrera no me subo nunca más ni siquiera para manejar despacio.
—Pero ¿estás seguro de que estando en las carreras no vas a caer en la tentación de volver a correr?
—No. Estoy seguro.
—¿Qué te da tanta seguridad?
—Es que me gasté hasta el último gramo de la pasión con que hice automovilismo. No me bajé una carrera antes, me bajé justo. Le puse ganas hasta el final, pero ayer (por el domingo) me dije ‘no lo puedo hacer más’. ¿La verdad? Después de 35 años de miles y miles de kilómetros a fondo, no me puedo quejar.
Ya tenía 55 y el físico le pasaba factura: corría contra pibes 30 años menores que él y a fines de julio había sufrido un cólico renal antes de una carrera. Se dio cuenta que era el momento de dejar. Y cumplió, como Fangio: nunca más corrió.
Como seguro se dio cuenta de que la bandera a cuadros se acercaba mucho antes de que le pusieran el cartel de última vuelta. También muchos de nosotros sabíamos que era inexorable. Quedan atrás millones de anécdotas: el sábado a la noche, a poco de enterarme de la inevitable noticia, mientras escuchaba cantar a la formidable Barbie Martínez en el Virasoro Bar, también oía la inconfundible voz del Flaco en la medida en que mi memoria me disparaba de manera recurrente, sin poder evitarlo, momentos acumulados allí durante más de tres décadas, entre la primera entrevista en Doney, un boliche de avenida Libertador y, dónde paraba, y esta última fotografía en la Autoclásica de 2022 (foto). Durante la pandemia trabajé en la ampliación de aquellas notas biográficas del Flaco, con la idea de volverlas un libro hecho y derecho. Ahí está todo. Veremos.
Una semana atrás se había muerto el Flaco César Luis Menotti, siempre presente a lo largo de mi vida, no solo la profesional; ahora, este otro Flaco –Juan María de Ramallo– tan decisivo en la carrera de cuantos cubrimos automovilismo en todos estos años: si tantas hazañas suyas, ¿nos habrían leído tanto? Lo dudo.
Se van los Flacos y nos quedan los jamoncitos. Desapacibles tiempos estos.
P.V.