En las últimas semanas volvió al debate público el acoso sexual en espacios de trabajo y en el ámbito educativo. A partir de una publicación del periodista de Clarín Alejandro Alfie en la red social X se difundieron los casos de cinco mujeres que denunciaron comportamientos inapropiados por parte del docente y periodista internacional Pedro Brieger. Días después, 19 mujeres sumaron sus testimonios en el Senado de la Nación durante la presentación del informe “La cultura del acoso: punto y aparte”, realizado por el colectivo Periodistas Argentinas.
Durante esa presentación periodistas, estudiantes, vecinas y colegas compartieron testimonios sobre diversas situaciones de acoso sexual, abuso de poder, exhibicionismo e incomodidad protagonizadas por Brieger. Comportamientos que se extendieron durante más de 30 años, con la recurrencia y persistencia garantizada por la impunidad del poder que, invariablemente, tenía respecto de esas mujeres. Un denominador común en los relatos fue que Brieger abusaba de la relación asimétrica de poder utilizando su jerarquía laboral, académica y profesional para acosar sexualmente a las mujeres con comentarios inapropiados, preguntas sugestivas, exhibicionismo, gestos obscenos y contactos físicos no deseados ni consentidos.
Algunas de las conversaciones públicas alrededor de la conmoción inicial se centraron en cuestionar por qué las mujeres no levantaron sus voces antes y por qué no denunciaron judicialmente. Además de reconocer que cada afectada tiene sus propios tiempos y momentos para hablar públicamente, también es cierto que las mujeres tienen el derecho de denunciar judicialmente pero no la obligación de hacerlo. A esto se suma que puede haber otras causas que impiden o limitan su decisión de expresarse públicamente ante un comportamiento de acoso sexual.
Compartir la experiencia de acoso sexual no es fácil. La Organización Internacional del trabajo junto a Lloyd's Register Foundation - Gallup realizó la Primera Encuesta Mundial sobre experiencias de acoso y violencia en el trabajo que muestra que la mitad de las personas afirmaron que si bien experimentaron acoso, nunca hablaron con nadie de este suceso y quienes lo hicieron eligieron a amistades o personas de la familia para compartirlo.
Desde ELA, nuestra experiencia acompañando a diversas organizaciones del sector privado, nos permitió corroborar que las mujeres son efectivamente las más afectadas por el acoso sexual en el empleo, y además son quienes enfrentan diversos obstáculos para denunciar cuando lo han vivido. Una de ellas es el temor a que sus palabras, relatos y hechos sean puestos en duda y que, al igual que otras mujeres, sean desacreditadas y catalogadas como “mentirosas” u “oportunistas”, como si buscaran algún beneficio personal en lugar de protección para no verse sometidas reiteradamente a esa conducta. Otra causa habitual es la vergüenza de haber pasado por una experiencia incómoda y traumática no elegida que las afecta emocional y personalmente.
Es muy común que quienes sufren acoso no hablen por temor a que nada cambie: después de todo, para qué exponerse si tal vez han visto otras experiencias en la que las denuncias no tienen consecuencias y en las que los silencios y complicidades operan para proteger a los acosadores. La posición de poder y jerarquía del acosador puede actuar (para ellos) como una protección, garantizando la impunidad de sus actos y dejando a las afectadas con menos poder, sin suficiente respaldo y seguridad al exponer su caso, tal como señala Tamara Tenembaum en su columna A veces es triste la verdad, publicada en este diario.
Si es problemático garantizar su funcionamiento efectivo, más difícil todavía es cuando no existe en el espacio de trabajo o académico un ámbito institucional en el que se pueda confiar para contar la experiencia del acoso o el maltrato. Esos ámbitos son fundamentales para que eventualmente se pueda recorrer un camino acompañado sin tener que enfrentar estas vivencias en soledad, con medidas individuales.
Muchos de los recorridos que eligen las mujeres que sufren acoso sexual es el del autocuidado y la autopreservación. ¿Qué quiere decir? Tomaron distancia, cambiaron de lugar de trabajo, de área, de sector periodístico, se movieron a otros sectores, abandonaron sus espacios de trabajo, renunciaron a sus empleos y oportunidades. Trataron de preservarse, con los recursos individuales que tuvieron a mano. Como pudieron.
Claro, estos recorridos tienen un costo alto para ellas. En nuestro trabajo con empresas mostramos el costo que implica y el impacto que genera la falta de políticas para buscar respuestas institucionales a un problema que no es individual. Además del impacto emocional y subjetivo de sufrir agresiones y acoso, las afectadas asumen los costos negativos en su empleo. Cambiar de trabajo, moverse, abandonar o renunciar suele tener consecuencias negativas en sus trayectorias profesionales, carreras y situación económica. Estos impactos no son los mismos para los acosadores, quienes generalmente continúan sus trayectorias laborales sin interrupciones.
Mientras ellas buscaban caminos de autocuidado, ¿qué pasa en los lugares de trabajo? En el caso Brieger se puede ver a través de algunos testimonios que colegas y compañeros sabían de las situaciones; otras de las mujeres informaron a sus superiores. Por el devenir de los hechos, se puede intuir que no hubo respuestas institucionales u organizacionales acordes a las necesidades y, si las hubo, fueron insuficientes.
¿Qué deberían haber hecho? Cuando la prevención ya ha fallado, deben escuchar a las mujeres (trabajadoras, estudiantes, colegas), protegerlas, evitar nuevos riesgos de acoso para ellas y para otras, y reparar el daño causado.
Desde 2009 está vigente la Ley 26.485 de Protección Integral contra las Violencias hacia las Mujeres, que especifica el ámbito laboral como uno donde ocurren las violencias por razón de género, incluyendo el acoso y el hostigamiento sexual como expresiones. Más recientemente, a partir de 2021, Argentina ratificó con la Ley Nro. 27.580 el Convenio 190 de la OIT sobre la violencia y el acoso en el mundo del trabajo, un instrumento internacional pionero que coloca el problema de la violencia en el mundo del trabajo como una violación de derechos humanos. Con la aprobación y vigencia de estas leyes, está clara la obligación de las organizaciones empleadoras (empresas, universidades, instituciones, Estados en todos su niveles) que desarrollen protocolos y realicen acciones en materia de prevención, protección y asistencia frente al acoso y la violencia en el trabajo.
Los Protocolos son herramientas importantes porque ordenan responsabilidades, principios (como la confidencialidad y la no represalia) y procedimientos de atención, pero no son suficientes. Los lugares de trabajo deben ofrecer pautas claras sobre las prácticas que constituyen acoso y violencia basada en género, incluido el acoso sexual. Es necesario mostrar con ejemplos y descripciones claras cuáles son las conductas inaceptables e intolerables en el lugar de trabajo.
La campaña que lideramos desde ELA “El derecho de Yamila” ilustra las diferentes expresiones de discriminación y acoso laboral basado en el género, que puede iniciarse con formas sutiles o naturalizadas que sustentan la cultura organizacional.
Los lugares de trabajo tienen que ofrecer mecanismos de protección a quienes sufren acoso y evitar mayores riesgos para ellas y otras personas. Cuando los hechos ya sucedieron, deben garantizar asistencia y reparación. Aún cuando los Protocolos no ofrecen una solución mágica, sí proporcionan canales para quienes necesiten denunciar, establecen definiciones claras sobre comportamientos inaceptables y brindan caminos de asistencia. Además, establecen de manera clara que todas las personas, sin importar su jerarquía, deben asumir responsabilidad por cualquier acto de acoso que cometan. Las responsabilidades frente al acoso y las respuestas correspondientes son institucionales y organizacionales.
En el actual contexto de reducción de políticas públicas destinadas a prevenir y abordar las violencias de género, y ante un fuerte movimiento reaccionario contra los derechos de las mujeres y diversidades, es crucial mantener en el debate público la agenda de género y la protección de los derechos alcanzados en democracia. La desarticulación de dependencias públicas y los masivos despidos de trabajadoras de la Subsecretaría de Protección frente a la Violencia de Género ponen en riesgo la calidad y eficacia de las respuestas estatales ante estas situaciones.
El encuentro de voces afectadas, organizado por Periodistas Argentinas, revela un patrón persistente de agresiones por parte de Brieger y subraya que la denuncia judicial no es la única vía de reparación. Las afectadas piden una disculpa pública del periodista, capacitaciones en los lugares de trabajo y la promoción de legislación contra el acoso, destacando la importancia de respuestas no punitivas para transformar la cultura del acoso.
Se trata de transformar una cultura del trabajo que sostiene y tolera el acoso, mirando con especial preocupación a las empresas de medios de comunicación que además de brindar espacios laborales seguros, con trato digno y sin violencias, deben garantizar la formación de opiniones y voces plurales. Si los medios de comunicación se vuelven un lugar hostil para las mujeres porque se ven agredidas por colegas, audiencias o jefes, se resiente la libertad de expresión y el debate democrático.
GD/DTC
La autora es investigadora de ELA