Para Martín, el lector que hay en mí.
I. Hay una pregunta que me interesa especialmente y a la que vuelvo siempre, en distintos momentos, por distintas circunstancias. La pregunta es ¿qué es leer? Me doy cuenta de que es una pregunta suscitada desde el momento en el que me empecé a interesar por el psicoanálisis. En realidad, no podría decir cuándo empecé a formularla, pero me gusta construir esa ficción de origen: que nacieron juntos mi interés por el psicoanálisis y mi interés por la pregunta acerca de qué es leer. Es que el psicoanálisis nace a partir de un nuevo modo de leer. El descubrimiento freudiano trae el cuerpo de la histeria a la escena como un cuerpo nuevo, un cuerpo que no estaba; el descubrimiento freudiano funda un cuerpo porque funda, a la vez, una lectura; funda una lectura de un cuerpo. Leer el cuerpo de la histeria requirió perderse, olvidarse de lo que se sabía para encontrar aquello que no se buscaba. Freud ingresa a La Sâlpetrière habiendo elegido la anatomía del sistema nervioso y sale de ahí orientado hacia la psicopatología, “dando la espalda a la neurología”. ¿Qué había sucedido para que Freud abandonara para siempre la medicina? Se había encontrado, no sólo con la histeria, sino con una manera de leerla: ese es el verdadero acontecimiento. Si el encuentro de Freud con el cuerpo de la histeria resulta en un cuerpo inédito, ello se debe a que el creador del psicoanálisis puso en acto una lectura nueva, una lectura que hizo caer el saber de la medicina, ese saber dado. Un saber que se mostraba imposibilitado a la hora de escrutar ese cuerpo. Se puede decir que el psicoanálisis comienza por y con el desvío, por y con la desorientación, por y con la posibilidad de perderse de un saber dado; haciendo de la lectura, equivocidad; haciendo vacilar los sentidos establecidos. El cuerpo se precipita en la lectura. No hay cuerpo sin lectura.
II. Alberto Giordano cita a Maurice Blanchot: “leer, ver y oír la obra de arte exige más ignorancia que saber, exige un saber que invite una inmensa ignorancia y un don que no está dado por anticipado, que cada vez hay que recibir, adquirir, perder en el olvido de sí mismo”. No hay lectura desde el saber y a la vez no hay saber sobre la lectura. Giordano dice: “cada vez que la lectura ocurre, llegamos a saber, a posteriori, como efecto de un golpe de azar, qué es leer, pero ese saber no habrá de servirnos ya para cuando otra lectura ocurra. Y lo mejor será olvidarnos de lo que sabemos, olvidarnos de nosotros mismos. Porque quien sabe demasiado, quien está demasiado cierto de lo que sabe, no lee”. George Steiner dice que leer “significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos”. Y entonces ambos podrían estar hablando también de lo que transcurre en un análisis: suspender las certidumbres, hacer vacilar lo que se cree saber, ello no puede sino contar con una lectura hecha en la imposibilidad de anticipación. La sorpresa -sorpresa también para el analista- suspende la linealidad del tiempo, suspende lo cronológico e ilumina esa “parte” del discurso que rompe con cualquier pretensión de lo esperado. La escansión hace de lo que pasa, algo inesperado, contingente. Arriesgar el sí mismo para encontrar esa otra cosa como tal que lleva el nombre de deseo. Como dice Juan Ritvo, “la contingencia es esa categoría sin la cual no se puede avanzar en el terreno del deseo”.
III. Ni la crítica literaria ni el psicoanálisis podrían obviar la pregunta ¿qué es leer?, dado que esa pregunta se encuentra en los fundamentos mismos de su práctica. Pero no hay una técnica y ahí se cifra la cosa misma: no se puede aprender a leer casi del mismo modo en que no se puede aprender a analizar. Una doctrina de la lectura no haría sino anular lo que le es constitutivo a la lectura tal y como Barthes la concibe: “un campo plural de prácticas dispersas, de efectos irreductibles [...] un destello de ideas, de temores, de deseos, de goces, de opresiones”. Hacer de la lectura una Teoría o una Ciencia, sería, sin dudas, volverla institución, privada de deseo, privada de ocurrencia, exigida de una moral de la repetición y de la reproducción estéril que sólo podría conducir al tedio. Recordemos, con Lacan, que el tedio comienza cuando se institucionaliza una práctica, cuando se la profesionaliza, cuando un sujeto “ya no es apto para la sorpresa”. Tanto Barthes como Lacan ponen en acto una lectura con consecuencias, una lectura que acontece, cada vez, en las antípodas de la fascinación de los saberes establecidos e inauguran, cada uno en su campo, una nueva manera de leer a la vez que un nuevo lector. Con el filo del lenguaje, con sus respectivos estilos, ambos hicieron caer la ilusoria consistencia del dogma -el dogma es eso que impide leer, como dice Ritvo-, la fatalidad de lo sagrado; tiraron abajo lo que se erigía como un saber estable y eterno, natural y dado. Intervinieron en la violencia de una institución que se mostraba a sí misma sin hendiduras, sin discontinuidades. Escindieron aquello que se venía encima y agobiaba, aquello que pretendía eternizarse en una reproducción sin resto. Produjeron una escansión ahí donde se sucedía una repetición sin intervalos. En definitiva: produjeron un resquicio por donde el deseo pudo empezar a respirar: el deseo de lectura y la lectura del deseo.
IV. No sólo me interesa, sino que me fascina la figura de la doxa. Esa fascinación supone que estoy metida en el asunto, no estoy exenta -¿cómo se podría estar afuera de la doxa?-. Fue así que llegué al gran lector de doxas, Roland Barthes. Y fue así que alguna vez se me ocurrió que la cuestión pasa por la lectura como resistencia a la doxa, la lectura como antídoto al veneno de lo que se repite como disco rayado. Si la noción de doxa, como subraya Bárbara Cassin, es en su origen “aquello que se espera”, leer cobra la forma de lo que excede la intención, del escándalo de un sentido que fracasa, de la sorpresa de lo que acontece, de lo que ocurre más allá de cualquier voluntad. En el edificio macizo del Yo, en ese muro que se erige imperturbable, en ese almacén de sentido común, en ese supermercado de doxas, irrumpe algo, un más allá de lo esperable y de lo esperado produciendo un entre, un entretelas que deja ver los pliegues de la lengua y precipita una lectura que no puede ser de ningún modo anticipada o esperada, porque es contra toda expectativa, como la paradoja.
Si se trata de seguir la pista de la lectura, de la disolución de la doxa, no puedo dejar de lado el gesto paradigmático en Barthes: aquel que implica levantar la cabeza del texto. Ahí, leer implica interrumpir el texto, producir una escansión. Barthes lo refiere cuando destaca que es un tipo de lectura “irrespetuosa” en tanto “dispersa, disemina”. Es la interrupción que despierta el cuerpo, que lo saca del adormecimiento, de la anestesia del sentido. Porque se trata, una y otra vez, cada vez, de desplazar lejos el significado y de “hacer sonar otra cosa que el sentido”, como diría Lacan.
V. El procedimiento barthesiano, aquel que hace del objeto una creación de la lectura, aquel que lo hace surgir en su impertinencia, irrumpe en Roland Barthes por Roland Barthes como en ningún otro texto suyo. Porque Barthes se lee a sí mismo como otro, es que la lectura es la que hace de sí mismo, otro. Se trata de “la paradoja como motor”, dice. Y es ese procedimiento el que viene a hacer que las cosas no cuajen, que se salgan de quicio. Su lucha contra la doxa irrumpe renovada como lucha contra la censura del placer. Ya que “cuando la doxa se ofrece como una censura del placer, una censura de goce, el ataque contra ella se refuerza por una pulsión de goce; explota en ese encarnizamiento, si no violento al menos muy tenaz, contra el consenso, las opiniones de la mayoría”. A la doxa se la combate, también, por medio del cuerpo. Una vez más gana la lucha disolviendo la doxa por medio de la paradoja, evacúa el tedio gracias al placer, se descoloca, se hace incierto, se diluye como sujeto consistente, como individuo estereotipado, sólidamente amarrado, para dar paso a la extenuación, al estremecimiento del sentido. Denuncia como en ninguna otra parte la cara opresiva de la doxa, lo que de caricaturesco posee. Una entrada del texto condensa de modo vertiginoso en qué consiste el procedimiento a lo largo de la obra de Barthes; esa entrada es, justamente, Doxa/paradoxa. Concluye así: “¿A dónde ir? En eso estoy”. Es ahí donde está, en la pregunta “¿a dónde ir?”. La pregunta, en las antípodas del tono concluyente, subraya lo incierto y resiste a la institución de sentido. Estar en una pregunta es soportar la aventura del sujeto; es “desprenderse de todo querer- asir”. Estar en una pregunta diluye la pretensión de ser, suscita intersticios, provoca un entre, hace jugar una tensión entre lo que se fuga y lo que ocurre, lo que se fuga en lo que acontece. Entre placer y goce, entre lo que se intenta asir y lo que se fuga, entre el deseo y el cuerpo, entre la doxa y la paradoja, entre el poder y el fuera del poder, entre la solidez y lo que se diluye, entre la institución y lo instituyente, entre la tranquilidad del sentido y la inquietud de la lectura, entre lo mismo y lo otro, entre el adormecimiento del estereotipo y el despertar del cuerpo, entre la repetición y la ocurrencia, entre el trabajo y el juego, Barthes no ha cesado de pasar entre los pliegues de un cuerpo para, en ese paso, escribir una y otra vez, cada vez, sus lecturas.
VI. “Desplazar la palabra es hacer una revolución”, acaso esta frase de Barthes pueda cifrar eso que pasa en un análisis. Me acuerdo de esa frase muy seguido. Se me ocurrió cuando terminé de leer El libro de los divanes, pero también y sobre todo cuando terminé de leer El libro de Tamar. Y ahora se me ocurre que lo que Tamara Kamenszain escribió en El libro de los divanes lo hizo en El libro de Tamar: “siempre hay otra línea de lectura, siempre hay otra” repite en el primero y lo hace en el segundo. Lee de otra manera el poema que le había escrito Héctor Libertella. Y esa otra manera, esa otra lectura, hace algo. “El psicoanálisis, eso hace algo.[...] La poesía también, eso hace algo”, dice Lacan.
VII. No hay lectura sino en el hallazgo. Y ese hallazgo sólo puede ocurrir desde el olvido. “Leemos en y por el olvido”, dice Juan Ritvo; “precisamente leo porque olvido”, dice Roland Barthes. Esos olvidos acaso sean el fundamento de las posibles lecturas. Porque hay olvido es que se puede empezar a leer. No hay lectura sin olvido. Cuando tuve que definir el tema de la tesis de maestría en 2015, elegí la lectura en Barthes y en Lacan. Osvaldo Umerez fue el titular de la cátedra a la que entré en 1999 -lo fue hasta su muerte, en 2008- y en la que hoy sigo. Hace muy poco fui a revisar un teórico desgrabado de él. Fue una sorpresa encontrar que el 22 de agosto de 2002 presentó la materia con la siguiente pregunta: “¿qué es leer?”. Me había olvidado, pero sin dudas mi interés por esa pregunta lleva las marcas de su transmisión. Todavía sonrío por el hallazgo.
AK