Atención flotante es el correo mensual de nuestra columnista Alexandra Kohan que se propone formular preguntas donde solo había respuestas.
“Son lecturas posibles a partir de cosas, nimiedades que están dando vueltas en el aire y que en apariencia no tienen ninguna importancia. Detenerse y subrayar algo que no había advertido antes. Formular preguntas donde sólo hay respuestas. No tengo todo pensado”, advierte la autora.
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Llegó el newsletter mensual de Alexandra Kohan sobre lecturas posibles a partir de cosas, nimiedades que están dando vueltas en el aire y que en apariencia no tienen ninguna importancia.
Ante el lenguaje cualquier sujeto es incierto
I. Quizás el título tendría que ser “notas sobre la pretensión”. Pero creo que pretender es siempre pretender ser. O en todo caso, no hay ser que no sea un poco pretencioso. Cada vez que apelamos al ser que creemos que somos, se puede advertir un desfasaje entre eso que decimos y eso que sentimos. Son pocas las veces en las que estamos a gusto con las definiciones acerca de lo que “somos”. Ese ser, al no tratarse de una esencia, al no estar dado, se hace. Y resulta una especie de conglomerado de imágenes con el que no siempre estamos cómodos, con el que casi siempre estamos incómodos. El ser es un pastiche, un artificio, un pequeño Frankenstein que lleva el nombre de su hacedor: un Otro que nos nombra y que nos pone a andar torpemente, con las suturas a la vista, aunque pretendamos disimularlas. Y es que la autoestima viene del Otro, de ese Otro que habrá que hacer caer alguna vez. Quizás de eso se trate pasar al otro lado del espejo, como Alicia.
II. Me gusta cuando Freud llama al Yo el payaso del circo. Lacan, en cambio, lo llama la enfermedad mental del hombre, el síntoma por excelencia. En el Yo se juegan las pretensiones de ser. El Yo está seguro de sí mismo siempre, incluso cuando se cree lo peor. La baja autoestima no existe. Siempre es alta. El problema es la autoestima, autoestimarse. Porque la autoestima está en el reflejo del espejo. No importa lo que refleja. Si refleja una mierda, también es autoestima. El Yo se constituye, como dice Masotta, alimentándose de la imagen del otro para constituir la propia unidad. Y pienso que a veces, algunos, para sostenerse en un ser, pasan de la identificación con ese otro, a deglutirlos, a tragarlos. Quizás haya una diferencia entre querer algo del otro y querer ser ese otro. La condición para eso es que ese otro no exista más: fantasías de aniquilación por doquier.
III. El “asuntito” de la agresividad es igualmente ineluctable. La relación con la propia imagen, que nunca es propia, y con esa imagen del otro que suponemos, conlleva siempre agresividad. El asunto es si estamos dispuestos a advertir -no siempre se puede- que esa agresividad está desplegada a partir de suponerle un ser al otro, un ser que pondría en peligro el nuestro. Un ser que es el que a nosotros “nos falta”. El otro tiene lo que nos falta. Tiene, sobre todo, un ser. Y es que el ser, como dice Lacan, está perdido en el basurero del otro. Hay demasiadas personas comiendo de esa basura.
IV. Nunca me dejo de sorprender por la cantidad de personas que quieren ser escritores. ¿Que quieren escribir?, ¿que escriben?, no: que quieren ser escritores. La fascinación que hubo siempre -porque no es nueva, ahora se ve más por las redes sociales- con ese Ser escritor. Roland Barthes se ocupó de esa impostura en varios lugares. Primero en Mitologías, al hablar de “El escritor en vacaciones''. Más tarde en Roland Barthes por Roland Barthes, donde dice: ”sin duda no queda ya un solo adolescente que tenga esta fantasía: ¡ser escritor! ¿De qué contemporáneo querer copiar no la obra sino las prácticas, las posturas, esa manera de pasearse por el mundo con una libreta en el bolsillo y una frase en la cabeza (...). Pues lo que la fantasía impone es el escritor tal como se lo puede ver en su diario íntimo, es el escritor menos su obra: forma suprema de lo sagrado: la marca y el vacío“. Por su parte, Juan José Saer dice: ”Cuando se cree ser alguien, algo, se corre el riesgo, luchando por acomodar lo indistinto del propio ser a una abstracción, de transformarse en un arquetipo, en caricatura (...). Si denominamos a alguien irónicamente por medio de un estereotipo - el Escritor, el Editor, la Belleza Local-, ya estamos dando a entender que su titular, a causa de un comportamiento demasiado definido, es víctima de cierta ilusión sobre sí mismo. De tanto ser esencias -Don Giovanni, Fausto, Tristán e Isolda- los personajes de ópera terminan por naufragar en la opereta-“. Y luego dice: ”En cierto sentido, toda veleidad de identidad personal es una tentativa de hacerse pasar por conde“. Hay personas que escriben, hay personas que quieren ser escritores. Es la diferencia que estableció Hebe Uhart cuando dijo ”no hay escritor. Hay personas que escriben“ y que Liliana Villanueva eligió de epígrafe para comenzar el libro Las clases de Hebe Uhart. En esa misma primera clase, Uhart dice: ”Es mejor que el que escribe no se sienta escritor (...). Inflar el rol del escritor conspira contra el producto porque la vanidad aparta al que escribe de la atención necesaria para seguir a su personaje o situación. Weil dice: ‘el virtuosismo en todo arte consiste en la capacidad de salirse de sí mismo’ (...). No se nace escritor, se nace bebé“.
V. Pasa lo mismo con el ejercicio del psicoanálisis: si la vanidad no se suspende, si no se suspende el ser psicoanalista, se corre el riesgo de no seguir el texto del analizante. Quizás pasa lo mismo por las mismas razones, porque no se puede ser psicoanalista. Jean Allouch lo dice así: “Pensado como un acto, el análisis excluye que alguien pueda nunca declarar: «Yo soy psicoanalista», ya que no se lo es por fuera del acto, mientras que en el acto, Lacan lo señaló, «el sujeto no está allí»”. Psicoanálisis y literatura: entre todas las zonas en común posibles, la que más me gusta es que ninguna de esas dos prácticas resultan de identidades, son un ejercicio que nunca está garantizado por el ser, que nunca está garantizado. Sí, debe pasar en muchísimas disciplinas, pero hablo de estas dos porque son las que más cerca tengo, las que creo conocer un poco. Y porque son prácticas, escribir, analizar, que no están respaldadas por ninguna institución.
VI. En la Facultad de Psicología hay muchos psicoanalistas y pocos trabajadores. Porque los psicoanalistas no se auto perciben trabajadores. Practican una y otra vez su ser psicoanalista. Y entonces algunos titulares de cátedra abusan de su poder -al que hacen pasar por transferencia- dirimiendo quiénes pueden o no acceder a un puesto de trabajo, según supervisen, se analicen o estudien con ellos. Hay mucha infatuación en los psicoanalistas que se creen psicoanalistas.
VII. Me gustan mucho las ficciones que ironizan acerca de la pretensión de ser escritor. Hay muchísimas. Ahora pienso en algunas novelas de Juan José Becerra: Felicidades, La interpretación de un libro. Ahora cito El artista más grande del mundo: “Tengo la esperanza de que la escritura literaria morirá pronto. Estamos en las vísperas de su exterminio, un momento en el que cualquiera «escribe» un libro (...). Cada habitante de la Tierra escribirá su libro, si es que ya no lo escribió, y la escritura, que exigía algún tipo de talento aunque más no fuese el de la voluntad o la paciencia, no conservará ninguno y, por fin, desaparecerá”. Acerca de la pretensión se ser psicoanalista recomiendo una novela a la que vuelvo seguido, esa parodia corrosiva, esa caricatura perfecta, que de tan verosímil produce un poco de angustia: La escuela neo lacaniana de Buenos Aires, de Ricardo Strafacce.
VIII. De estos mismos asuntos se ocupó Martín Kohan en su novela Cuentas pendientes. Y también en “Fotos de escritor: la verdad de la pose”. Y también, y sobre todo, en la inauguración del FILBA en 2015. El día que conocí a Martín Kohan, en unas jornadas a las que lo invité en la Facultad de Psicología, le pregunté cómo quería que lo presentara. No quiso que dijera “escritor” y prefirió “crítico literario, docente”.
IX. El lastre de la imagen de sí. Me gusta cómo lo dice Guy Le Gaufey: “La imagen de sí: ¡qué deliciosa esclavitud, qué preocupante felicidad y, sobre todo, qué carga! Pero también ¡qué angustia si imaginamos sólo por un instante que puede dejarnos! Le declaramos la más intestina de las guerras, amorosamente reafirmada a partir de cualquier tregua duradera”. La imagen: esa servidumbre ¿voluntaria? Lacan dice: “sólo el psicoanálisis reconoce ese nudo de servidumbre imaginaria que el amor debe siempre volver a deshacer o cortar de tajo”.
X. Un fragmento del poema Tomboy, de Claudia Masin:
¿Cómo pueden entonces
andar tan cómodos y felices en un cuerpo, cómo hacen
para tener la certeza, la seguridad de que son eso: esa sangre,
esos órganos, ese sexo, esa especie? ¿Nunca quisiste
ser un lagarto prendido cada día del calor del sol
hasta quemarse el cuero, un hombre viejo, una enredadera
apretándose contra el tronco de un árbol para tener de dónde
sostenerse, un chico corriendo hasta que el corazón
se le sale del pecho de pura energía brutal,
de puro deseo? Nos esforzamos tanto
por ser aquello a lo que nos parecemos. ¿Nunca
se te ocurrió cómo sería si en lugar de manos tuvieras garras
o raíces o aletas, cómo sería
si la única manera de vivir fuera en silencio o aullando
de placer o de dolor o de miedo, si no hubiera palabras
y el alma de cada cosa viva se midiera
por la intensidad de la que es capaz una vez
que queda suelta?
AK
Ante el lenguaje cualquier sujeto es incierto
I. Quizás el título tendría que ser “notas sobre la pretensión”. Pero creo que pretender es siempre pretender ser. O en todo caso, no hay ser que no sea un poco pretencioso. Cada vez que apelamos al ser que creemos que somos, se puede advertir un desfasaje entre eso que decimos y eso que sentimos. Son pocas las veces en las que estamos a gusto con las definiciones acerca de lo que “somos”. Ese ser, al no tratarse de una esencia, al no estar dado, se hace. Y resulta una especie de conglomerado de imágenes con el que no siempre estamos cómodos, con el que casi siempre estamos incómodos. El ser es un pastiche, un artificio, un pequeño Frankenstein que lleva el nombre de su hacedor: un Otro que nos nombra y que nos pone a andar torpemente, con las suturas a la vista, aunque pretendamos disimularlas. Y es que la autoestima viene del Otro, de ese Otro que habrá que hacer caer alguna vez. Quizás de eso se trate pasar al otro lado del espejo, como Alicia.