Las notas, suele pasar, están en los contrastes. Aquí una serie de ejemplos cercanos: un gurú espiritual denunciado por estafa; un pueblo bendecido y castigado por el gas y el petróleo de Vaca Muerta; un hombre que sabe lo que nadie, el año en que morirá (e igual se hizo los dientes); el hijo reconocido públicamente a los 26 años cuando su padre hacía campaña para volver a la presidencia por tercera vez. “Contraste” no siempre es “contradicción”. Marcar el contraste es un poco más difícil.
El que sigue es un tramo de la reseña de Zachary Woolfe, publicada en el Times, sobre el recital que ofreció la pianista china Yuja Wang en 2013 en el Carnegie Hall: “Lo más crucial de todo es que esos vestidos minúsculos y esos tacones altísimos nos hacen ver cuán menuda es Yuja Wang, y cuán crudo y marcado es el contraste entre su cuerpo y la contundencia que alcanza con su instrumento. Ese contraste genera drama”.
Tres años después, la periodista Janet Malcolm levantaría esa cita (acaso porque ese exquisito ejercicio de observación le era propio) para escribir un perfil sobre Wang. Bajo el título “Una artista de la performance”, el texto fue publicado en The New Yorker y está compilado en Nadie te está mirando, una reunión de perfiles y ensayos de la periodista.
El tema de Wang y la ropa que usa no era -no es- una novedad. Ni siquiera una pianista contemporánea y reconocida por su excelencia puede zafar de ese tipo de señalamientos. El crítico musical de Los Angeles Times, Mark Swed, reparó en un vestido color naranja súper corto y súper ajustado que la pianista usó al tocar el Concierto N°3 para piano de Rajmánimov en el Hollywood Bowl. Y antes que Swed fue otro crítico el que miró a Wang: escribió que usaba “ropa de stripper”.
Para escribir su perfil, Malcolm entrevistó varias veces a Wang. También entrevistó a personas de su círculo íntimo. Los vestidos, el cuerpo mismo del personaje de su nota y la forma de usarlo (el cuerpo, los vestidos) siempre están ahí. La astucia de Malcolm fue no haber rechazado el ojo de macho con el que solían peritar a la artista, sino usarlo a su favor. Solo así pudo ver a Wang.
Y gracias a esa estrategia los lectores también podemos verla. Cuando uno, una, lee a Malcolm no hace falta googlear nada, salvo para ponerle cara y cuerpo al personaje en cuestión. Eso hice yo cuando llegué al punto final del perfil. Quería chequear si la foto mental que me había armado de esa mujercita al piano coincidía con lo que describe el texto. Sí: Wang era la insolencia, la nuca al ras y la pierna desnuda rematada en un taco aguja plateado que presiona el piso para que el pie pise el pedal.
Frente a ella el piano parece una bestia mansa, entregada. El tul trasluce la espalda de la pianista, que cede ante los espasmos de la música que produce. Esto es de Malcolm: “En la escisión entre el concierto y los bises podemos leer la escisión que existe en la propia Yuja: su persona pública segura de sí misma en tanto genio musical, y la joven insegura que se abre paso en el laberinto de un mercado traicionero”.
Esa es la tesis de la autora sobre la pianista. Malcolm escribirá como quien atraviesa un pasillo angosto. Quiere saber quién es Wang, de qué está hecha una mujer nacida en Beijing que a los seis años tocó en público por primera vez y a los 14 fue enviada por sus padres a un conservatorio canadiense. Wang fue sin chistar y sin saber el idioma. El texto nunca corre del plano que merece el asunto de la ropa.
La pianista usa esos vestiditos porque no necesitan plancha. Ese detalle los convierte en prendas ideales para quienes, como la pianista, solo tienen tres días libres al año y el resto lo pasan en un avión y en un hotel y en una sala de conciertos. En el departamento que Wang ocupa en Manhattan, los bondage dresses están enmarañados en una valija abierta sobre el piso.
Los textos sobre un personaje determinado piden acción, movimiento. En un pasaje del texto, Malcolm y Wang tienen entradas para un concierto de música contemporánea y la pianista, que lleva puesto un mini short y una musculosa no sabe si cambiarse o no. Malcolm la observa revolviendo su valija repleta de vestidos-pañuelo. Y escribirá esto: “¿Debía ponerse uno de los vestidos o ir en shorts? Le pregunté por el quid del asunto: ¿le interesaba verse hermosa o estar cómoda? Se me quedó mirando como si estuviera loca. ¿En qué clase de mundo delirante vivía yo, donde se pensaba en la comodidad? Se enfundó en uno de los vestidos, se calzó los tacos altos y caminamos las tres cuadras que nos separaban del Lincoln Center con paso rápido y ligero”.
La ropa no resta talento. Un buen par de muslos tensos y a la vista no achican a quien se sienta al piano. Si al final, ella es la que ocupa el centro del escenario. Escuchar y mirar; mirar y escuchar. Una cosa no anula a la otra. Una es por la otra. Una y la otra. Y ahí está el contraste que, decía, da más trabajo que profundizar en el punto donde coinciden los sentidos opuestos.
El contraste obliga a ir por la misma ruta con dos condiciones: cambiar una y otra vez de carril en un auto sin luces y banquinear apenas. El contraste obliga a mirar al personaje, pero sobre todo a ver el personaje. El contraste plantea un desafío. Es posible contar al personaje en actos (hizo esto, aquello y sin embargo…) y es más complejo describirlo (es así y así y así…). Esto último demanda tiempo, tiempo para dar con esa palabra que se ajuste (o al menos se aproxime) a eso que quiero decir.
En la descripción debo ser justa, pero no ordinaria. No debo ser ordinaria pero tampoco lastimar y, sobre todo, tratar de no ofender. Y ser sutil o elegante. O sutil y elegante. En la escritura el orden de los factores sí altera el producto: ¿es lo mismo “Platero es pequeño, peludo y suave” que “Platero es suave, peludo y pequeño? No, no es lo mismo. Una cosa más a tener en cuenta. Cuidado con el exceso de poema porque edulcora, distrae, no se entiende. Porque además se tiene que entender. Y además de entenderse tiene que generar un efecto: una conmoción, una carcajada, una súbita incomodidad. O una mujer vestida apenas frente al piano genera ”drama“.
Tomamos esa cantidad de decisiones, a veces, en un párrafo. Leerlo acá y así me da fiaca, pero hacerlo me divierte muchísimo. En un mercado informativo que no soporta la duda, que jamás se equivoca porque siempre afirma (en su decrepitud es la única forma de alargarse la vida), vacilar frente a unas oraciones me encanta. Además del dato, la perplejidad puede ser un sitio donde estar. O un sitio desde donde el cronista puede decir: acá estoy, esta es la información que conseguí, me generó este alud de sensaciones; esto es para vos, ojalá lo disfrutes ¿Yo? Yo hice lo que pude.
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PD. Nadie te está mirando es una compilación de textos de Janet Malcolm. Editó Monte Hermoso y salió el año pasado. Se consigue nuevo a 6.500 pesos.
VDM