A veces es más interesante lo que sucede en la previa de una entrevista que la entrevista que se publica. A veces, también, las bambalinas de un reportaje merecen “una nota aparte”. ¿Cómo se preparó Esmeralda Mitre para recibir a elDiarioAR? ¿Qué era eso que tenía sobre su escritorio el empresario Claudio Belocopitt? ¿Y el momento exacto en el que Alberto Samid se enfureció delante del grabador encendido? Hay datos de archivo, referencias, climas, declaraciones o rodeos del personaje que no llegan a un texto. Y no hay entrevistado sin entrevistador así que este boletín también indaga en los fracasos y los aciertos a la hora de entrevistar, de la escucha y lo imprevisible. Gracias por venir será una ventana para que corra aire y también para conocernos.
Guillermo Coppola me recibió en el departamento del jarrón, el de avenida Del Libertador, donde todavía vive: ese departamento con historia propia. Mediodía de febrero, el primer encuentro de muchos que se dieron durante unos cuantos meses de 2021, hace ya tres años. Coppola me esperaba con tres botellas de agua mineral, una al lado de la otra, transpiradas, sobre la mesa de un pequeño living con vista a los bosques de Palermo. “Tres aguas de tres marcas distintas para que elijas la que quieras”, me dijo. Maradona había muerto hacía poco. La sonrisa de Guillermo era un tropel.
Yo estaba ahí para cumplir con el trabajo que me habían encargado: hacer la investigación periodística para una serie que retrataría la vida de Guillermo Coppola. Mis entregas serían el primer eslabón de una gran cadena que resultaría en Coppola, el representante. La serie se estrenó hace poquito y con un éxito que me alegra al tiempo que me resulta extraño, como lejano.
Quisiera compartir en este Gracias por venir el detalle y el back del encargo, pero he firmado una buena cantidad de contratos de confidencialidad. No tengo idea de cuál es el alcance de esos acuerdos ni si siguen vigentes. Supongo que no tendré problemas (legales) si digo que fue una experiencia profesional extraordinaria y cuando digo “extraordinaria” quiero decir: corrida del orden natural de las cosas.
La última vez que Guillermo y yo nos vimos -siempre los martes, siempre a la misma hora- Coppola estaba en pijamas y en pantuflas, el cabello de plata brillando como la luna. Ya habíamos abandonado aquel living con vista a los bosques. Ahora nos sentábamos a charlar en la mesa de la cocina, un ambiente resguardado del resto de su casa al que solo se llega con indicaciones precisas. Ahí no más estaba el lavadero y la puerta de servicio, la puerta por la que se saca la basura. La empleada doméstica, uniformada, pasaba con la escoba, con el balde, con el trapo, con la franela. Del agua mineral embotellada en tres versiones distintas -todas internacionales- pasamos al café para llevar que le mandaban de la confitería de la esquina. Guillermo deja buenas propinas.
Evité siempre mencionar el contenido de nuestra conversaciones en sobremesas con amigos, calculo que inconscientemente apremiada por el tema éste de los contratos. Pero si me vencía el atrevimiento hablaba de estas dos escenas, de las tres marcas de agua al café para llevar y del living a la cocina. Alguno devolvió un comentario en forma de pregunta: “¿Un acto de confianza total o estaba hinchado las pelotas de tanta nota?”. Una opción descarta a la otra y juntas anulan cualquier explicación. “No lo sé, la verdad”, respondía yo, un poco a tientas.
Sé lo que a mí me pasó con esos intercambios.
Llegué a pensar con la voz de Guillermo Coppola. Con su ritmo, con su énfasis. Si alguien, cualquiera, movía las manos mientras hablaba yo sabía exactamente qué gesto haría Coppola con las suyas. Una imagen: Coppola irguiéndose en la silla, tomando aire, mucho aire, para contar algo que ya había contado mil veces. La imagen que seguía: Coppola desilusionado frente a mi desinterés o mi necesidad de detalles que, a su entender, no hacían a la historia.
En los intervalos entre un encuentro y otro, en mi casa, la presencia de Guillermo me asaltaba. Podía imaginar qué ropa llevaría si me topaba con alguna historia anclada en los noventa. Podía, también, recordar qué noticia daban la tapa de los diarios en ese momento de la vida de Coppola. Sabía la música de una época, los nombres de un momento, las marcas (¡Charro!), los colores, la noche de una Buenos Aires que no viví. Pasé una temporada mental entre 1987 y 1999. Tuve que desintoxicarme.
Siempre guardo todo sobre los temas o personajes en los que trabajo. Esta mañana busqué los apuntes de mis encuentros con Guillermo. Entre los apuntes está mi gloriosa “línea de tiempo”. Una ocurrencia genial e inútil. Para ordenar la información que iba consiguiendo corté hojas de un cuaderno en tres, como si fuesen tiras y pegué los extremos con plasticola. Una obra de arte, diría Guillermo. La idea era “horizontalizar”, seleccionar y jerarquizar los hitos de la vida de Coppola. Miro la tira, una serpentina larga sobre el escritorio. Una raya naranja la parte en dos. Los años en azul corta la raya. Los hechos “contables” en lápiz por debajo. Las locaciones en negro y en violeta, los detalles.
Abandoné a la altura del año 1985, cuando Coppola dejó el banco. Abandoné porque la tira llevaba cinco metros y era incómoda hasta para transportar. La vida “de serie” de Coppola recién arrancaba y ya era inabordable. Acá tengo el croquis del pabellón de Devoto dibujado a mano alzada por Guillermo. Lo miro y pienso que la memoria es un agujero negro. Que es imposible volver al mismo lugar en donde estuvimos. Que somos reconstrucciones de un pasado conveniente, incluso cuando parece que no. Somos una autoficción, podemos ser ficcionados por otros.
Aprendí. Tengo en mi haber un par de lecciones y un par de confirmaciones.
Cuando una, periodista, encara el perfil de una persona o de un personaje es saludable tachar la primera enmienda: “Voy a saber todo de él, de ella, de esto”. Es una misión imposible. En principio porque personajes tan potentes como Coppola terminan siendo inalcanzables aunque te reciban en pijamas. Otra: las anécdotas se construyen a fuerza de repetición y pueden variar de acuerdo a los interlocutores; ¿cuál es “la verdad”? No hay verdad, hay efectos. Las personas que merecen una serie (como Coppola) producen efectos en la vida de las personas. Modifican su humor, constituyen su identidad, son referencias, alivios cómicos e, incluso, inspiraciones.
Una más: decidir cuándo y con qué escarbar en la hendija de nuestros sujetos de estudio (con excepciones, claro). Una piensa que descubrir al otro implica quitarle capas a una cebolla para dar con el centro del asunto. Bueno, a veces es mejor no llegar. Puede que en el centro no haya nada. Y nosotros trabajamos con algo, algo que es discurso, algo que es imagen, algo que es sonido.
Ésta: apagar el grabador es un recurso válido para acomodar tramos de la vida ajena. Una más: cuando nos toca ser “el primer eslabón de una larga cadena” también somos el último eslabón de esa cadena. Es saludable tener sentido de la ubicación. Porque nada es nuestro y sólo mamá sabrá que aparecemos en los créditos cuando la letra se pone chiquita (y eso es más que suficiente). No quiero dejar afuera ésta: sacarse el disfraz de perito forense, ponerse la ropa de la época, escuchar con atención y no juzgar.
De Coppola, el representante vi sólo un capítulo, el último. Me costaba sentarme a mirar. La resistencia tiene motivos que prefiero dejar en reserva. Insistieron: “Vi, dale, el final aunque sea. Miralo”. Entonces le dieron play y yo me quedé en silencio, acurrucada, la pantalla pegada a la cara. Vi el episodio lejos de mis apuntes, lejos de la computadora donde guardo buena parte del “archivo Coppola”, lejos del teléfono en el que podía chequear que sí y que no. Pude verlo porque estaba en un lugar que no era el mío, porque estaba desplazada de mí y de este asunto. ¿Y? ¿Qué me pareció? Me pareció fantástico.
VDM
Guillermo Coppola me recibió en el departamento del jarrón, el de avenida Del Libertador, donde todavía vive: ese departamento con historia propia. Mediodía de febrero, el primer encuentro de muchos que se dieron durante unos cuantos meses de 2021, hace ya tres años. Coppola me esperaba con tres botellas de agua mineral, una al lado de la otra, transpiradas, sobre la mesa de un pequeño living con vista a los bosques de Palermo. “Tres aguas de tres marcas distintas para que elijas la que quieras”, me dijo. Maradona había muerto hacía poco. La sonrisa de Guillermo era un tropel.
Yo estaba ahí para cumplir con el trabajo que me habían encargado: hacer la investigación periodística para una serie que retrataría la vida de Guillermo Coppola. Mis entregas serían el primer eslabón de una gran cadena que resultaría en Coppola, el representante. La serie se estrenó hace poquito y con un éxito que me alegra al tiempo que me resulta extraño, como lejano.