Acabo de ponerme a salvo de mi propio arrebato. A las 11.10 de este miércoles decidí no enviar la entrega que había escrito para hoy. Parece que pierdo, pero en realidad estoy ganando mucho: desaconsejo escribir en estado de enojo.
Ando sobreinformada, habitando el exceso. Y yo sé dónde termina el exceso. El exceso me quema la brújula: yo tengo un foco, decido a donde voy, controlo mi escritura, tengo claro qué quiero decir en una nota. Mi batalla más reciente es por el tiempo. No contra, sino por: por el tiempo.
En un momento de la tarde de ayer, mientras escribía el texto que no enviaré, advertí cómo estaba trabajando: con la radio encendida y el televisor en un canal de noticias, y yendo y viniendo de la pantalla de la computadora a la pantalla del teléfono. Y no. No. No quiero. No quiero esto. Puedo hacerlo, soy capaz de desarrollar esas habilidades. Pero no quiero. Quiero ser esto que soy, un soldado que huye. Un soldado que sirve para otras guerras.
Como el Gracias por venir es un ritual que me gusta sostener, les comparto un poema en el que me detuve esta mañana. Dice algo que necesito. Es de Héctor Viel Temperley. Se llama “El regalo”.
Es cierto que a los quince años
quise ser marinero,
pero recién a los treinta y seis
fui empujado hacia el mar,
y cumplí los treinta y siete
no en el mar sino entre cerros,
y Dios me regaló de cumpleaños
una mañana de mirar el agua
en el medio de un río,
y nunca vi un regalo igual de cumpleaños,
tanta luz, tanta piedra y agua, tanto ruido…
Acabo de ponerme a salvo de mi propio arrebato. A las 11.10 de este miércoles decidí no enviar la entrega que había escrito para hoy. Parece que pierdo, pero en realidad estoy ganando mucho: desaconsejo escribir en estado de enojo.
Ando sobreinformada, habitando el exceso. Y yo sé dónde termina el exceso. El exceso me quema la brújula: yo tengo un foco, decido a donde voy, controlo mi escritura, tengo claro qué quiero decir en una nota. Mi batalla más reciente es por el tiempo. No contra, sino por: por el tiempo.