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Víctor Hugo, el Bombero (y yo, obvio)

12 de diciembre de 2022 16:31 h

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Cuando estoy triste, cuando estoy muy enojada o confundida hago algo sencillo: escribo. Tengo una libreta en un estante del comedor, con una birome entre las hojas. Hay un cuaderno en la mesita de luz. Si estoy cerca de la compu, abro un documento (siempre el mismo, tiene un nombre pero aquí el nombre no importa) y tecleo. En la libreta, el cuaderno o el .doc pongo en palabras eso que me está pasando. 

El ejercicio no es nuevo. Pienso en el diario íntimo, ¿se acuerdan? Casi todas tuvimos uno rosa, perfumado y con un candado de plástico, incapaz de guardar un secreto. Yo escribo para mí solo cuando estoy triste (viene conmigo, aprendí a enmascararlo), furiosa (hoy, miércoles, día de la entrega de este news) o confundida (un estado). A veces releo lo que escribí hace un tiempo y no recuerdo el tema, pero noto la bravura, las palabras que llegan con la potencia del tsunami. Acaricio el papel, noto el relieve que deja el paso de la birome. En la hendidura está el enojo. A veces hay texto de calidad. En el documento que está en el drive también hay texto bueno. Pero acá viene “el pero”: ese material es mío, es personal, no se comparte. No es “publicable”.

Como considero que el periodismo del yo no es periodismo, pero la literatura del yo suele convocarme, alguna vez pensé en hacer una traslación y cambiar nombres y fechas, cambiar lugares y colores de pelo, y escribir una autoficción. Descarto la idea cuando aparece la “f” de ficción: me cuesta escribir sobre mí, pero sobre todo me cuesta la ficción. No sé escribir ficción. Y además me pasa que a veces leo columnas de opinión o relatos en primera persona y observo (porque leo “bien”) que se han vuelto espacios para pasar facturas, practicar tiro por elevación, construirse cierta fama o revelar intimidades de personas que, doy por hecho, no quieren saber nada con aparecer en un texto. 

A mi entender, la mejor autoficción es la que te hace googlear. Ahora estoy leyendo La luz y la montaña, una novela de Soledad Urquia, editada por Tenemos las máquinas. No conozco a Soledad pero nos hermana la práctica del yoga y la meditación, y algo de la locación: ella, su marido y su hija Aurora dejaron Buenos Aires y se instalaron en Traslasierra, Córdoba. La persona que más quiero vive del otro lado de la sierra y en su biblioteca di con Biografía del silencio, de Pablo d’Ors. Soledad cita a d’Ors en su libro pero además menciona otra cantidad de bibliografía sobre budismo e hinduismo que me interesa. Entonces cierro el libro, googleo, leo y aprendo. 

Reformulo: la mejor autoficción es la que te ofrece aprendizaje. Contra-reformulo: me aburre la proliferación de historias en primera persona de chicas de casi cuarenta cuyo mayor drama es que se les desprendió la venecita del baño y no consiguen reposición. Me aburre de igual manera el yo-marginal, el yo-víctima-inmaculada, el yo pobrista, el yo baja línea, el yo que pide que lo reconozcan, lo distingan. Han talado árboles para confeccionar libros que solo dicen: “yo soy diferente a vos por esta diferencia, mirá, es chiquita”. Perdón, pido perdón.  

Me pido perdón, también, porque como estoy enojada y tengo que escribir esta entrega, estoy a punto de traicionarme. Es decir, ponerle demasiado nombre a eso que hoy me azuzó la furia. Así que voy a compartirles otra estrategia de escritura para sacudirse el malestar de ciertos días. Si la anterior consistía en escribir sobre “el asunto”, ésta consiste en lo contrario: NO escribir sobre “el asunto”. Tengo una memoria televisiva residual. Residual de “residuos”: recuerdo momentos de la tele-basura sobre todo de los noventa. Entonces busco en Youtube algo que se me haya cruzado y escribo sobre eso. Gracias Archivo DiFilm, te quiero mucho. Este sí puedo compartirlo, es ATP. También funciona como consigna de escritura para quienes ofrecen talleres. Aquí el video y debajo, el texto. 

Víctor Hugo y el Bombero

“¿Le parece que podemos generar un incendio? Lo tenemos allí, preparado…”. Víctor Hugo Morales engola la voz una mañana soleada de un día impreciso en un barrio de Buenos Aires. A su lado está Luis Enrique, bombero. “Lo que nos importa es constatar cuánto demoran los bomberos”, explica Víctor Hugo a los televidentes de Desayuno. Llega la orden: “Mientras vos vas yo ya voy a estar llamando a ver cuánto demoran en venir. Andá por favor Luis Enrique”. Y ahí va el bombero directo a la pila de ramas hecha para el simulacro. Victor Hugo llama justo cuando Luis Enrique echa un poco de nafta. Lo que sigue es un rafagazo: Luis Enrique tira un fósforo; Víctor Hugo apura el auxilio, Luis Enrique envuelto en la misma llama que envuelve las ramas; Víctor Hugo diciendo “tenemos el incendio ya promovido”; Luis Enrique que zafa como puede, camina en trance, el pelo crispado, la cara es una estampa de hollín; Víctor Hugo, engoladísimo, que dice: “¿Qué es lo que ha pasado? ¿Se quemó el bombero, chicos?”. Y yo me río, me río, me río. Me tapo la cara y le doy repeat y me río. Cuando hablan del periodista, de cualquiera, del riesgo que implica el oficio, yo me acuerdo de Luis Enrique vuelto antorcha, una lengua viva de fuego. 

VDM

Cuando estoy triste, cuando estoy muy enojada o confundida hago algo sencillo: escribo. Tengo una libreta en un estante del comedor, con una birome entre las hojas. Hay un cuaderno en la mesita de luz. Si estoy cerca de la compu, abro un documento (siempre el mismo, tiene un nombre pero aquí el nombre no importa) y tecleo. En la libreta, el cuaderno o el .doc pongo en palabras eso que me está pasando. 

El ejercicio no es nuevo. Pienso en el diario íntimo, ¿se acuerdan? Casi todas tuvimos uno rosa, perfumado y con un candado de plástico, incapaz de guardar un secreto. Yo escribo para mí solo cuando estoy triste (viene conmigo, aprendí a enmascararlo), furiosa (hoy, miércoles, día de la entrega de este news) o confundida (un estado). A veces releo lo que escribí hace un tiempo y no recuerdo el tema, pero noto la bravura, las palabras que llegan con la potencia del tsunami. Acaricio el papel, noto el relieve que deja el paso de la birome. En la hendidura está el enojo. A veces hay texto de calidad. En el documento que está en el drive también hay texto bueno. Pero acá viene “el pero”: ese material es mío, es personal, no se comparte. No es “publicable”.