El Papa, entre la Revolución y Lord Byron

¿Hay un renacer de la fe católica? ¿Puede la muerte de Francisco abrir un nuevo período de religiosidad cristiana?
Si uno deambulaba entre los posteos de X en Argentina y España en los últimos días, no había persona, más cercana o más lejana a la Iglesia, que no emitiera algún mensaje de apoyo o reconocimiento al fallecido papa. De pronto, daba la impresión de que el mundo correría en masa a las misas dominicales, a casarse por Iglesia, incluso a los confesionarios para revelar el más secreto de sus pecados.
En nuestro país, la discusión también giró en torno a la procedencia ideológica de Francisco. La intendenta de Quilmes y miembro de La Cámpora, Mayra Mendoza, publicó un post de un encuentro imaginario en el “cielo”, donde cenaban alegremente Néstor Kirchner, Maradona, Eva y Juan Domingo Perón, junto al propio Francisco. Los radicales y otras fuerzas políticas también se refirieron al papa, con afecto o recuerdos sobre sus enseñanzas. En el entorno del presidente Javier Milei, por su parte, hubo indiferencia o alguna, digamos, muestra de respeto hacia la muerte del “maligno”.
En España, el fallecimiento del papa también tuvo gran eco. No podía ser de otra manera: el país ibérico sigue siendo uno de los países europeos con mayor presencia de la Iglesia. Los reyes, junto a miembros destacados del gobierno, viajaron este sábado para el sepelio oficial. La vicepresidenta escribió un artículo en El País sobre la “inspiración” que representa Francisco para los “cristianos progresistas”. Toda Europa, en general, tomó nota de la muerte del papa. Incluso el influyente diario Financial Times, férreo defensor del liberalismo capitalista, se jugó con un artículo titulado: ¿Es Francisco el primer papa peronista?
Habrá que dejar que pase el tiempo y esperar el resultado del próximo cónclave para saber cómo será leído y estudiado el papado de Francisco. El nuevo pontífice podrá continuar su tarea o darle un giro opuesto. ¿Será por fin el turno del “papa negro”? ¿Elegirán a algún norteamericano ultraortodoxo, adscripto a alguna secta? El suceso —dicho con el respeto que obliga— tiene más suspenso e intriga que una novela de Samanta Schweblin (que Edgar Allan Poe me perdone).
Mientras tanto, puede ser interesante mirar hacia atrás y observar otros papados de relevancia histórica. Uno de ellos es el de Pío VI, a fines del siglo XVIII, cuando el papa debió enfrentar la Revolución Francesa y, sobre todo, al mismísimo emperador Napoleón.
Según cuenta el historiador Juan María Laboa Gallego en su libro Historia de los papas, las guillotinas de París tomaron por sorpresa a la Santa Sede. Desde entonces, Pío VI sólo pudo atinar a morigerar el impulso reformista de la Revolución y, más tarde, el espíritu arrollador de Napoleón.
Lo primero que planteó el nuevo poder político francés fue reducir la Iglesia a la esfera del derecho común, poner fin a siglos de privilegios, como la exención de impuestos y la administración social, política y comercial de enormes territorios europeos. Un programa que habría bastado como declaración de guerra; pero si a eso sumamos el impulso al voto popular y a la autodeterminación, el revés para la Iglesia resultaba demoledor.
La situación explotó pronto. Las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y Francia se rompieron. El poder del papa sobre los Estados Pontificios cayó de manera progresiva hasta reducirse a unos pocos territorios, a cambio de enormes sumas de dinero que la Iglesia debió pagar.
En ese contexto se produjeron dos hechos clave. Primero, la aprobación de la Constitución Civil del Clero, que modificó radicalmente la relación entre Iglesia y Estado: los curas y obispos serían pagados por el Estado francés, elegidos por voto popular y sin intervención papal. Además, se redujo el número de diócesis y se obligó a jurar lealtad al Estado.
El segundo hecho fue la ejecución de Luis XVI, que aceleró el proceso de descristianización conocido como “el Terror”, apurando el enfrentamiento entre Napoleón y Pío VI, hasta el exilio y posterior muerte del último.
Pío VI tuvo un margen de maniobra muy limitado ante semejante terremoto político-social. Su sucesor, Pío VII, sería más pragmático y, mediante negociaciones inteligentes, evitaría la desaparición total de la Iglesia, que, según el historiador español, “vivía momentos de desintegración y desconcierto, parecía una ruina de imposible recomposición”.
Aquí conviene mencionar un hecho político que nos conecta con el presente y con ciertos debates sobre el papel que puede o debe ocupar la religión católica en la administración de las sociedades en el siglo XXI. Cuando Napoleón se convirtió en emperador tras el golpe del 18 de Brumario en 1799, entendió con rapidez que la Revolución no podía erradicar de un día para otro la fe cristiana.
Las grandes mayorías sociales eran creyentes, practicaban los ritos, y en muchos casos seguían al pie de la letra los mandatos de la Iglesia. Por eso, aceptó la dimensión ética del cristianismo, aunque rechazó su dimensión doctrinal carismática. Como señala Laboa Gallego, Napoleón protegió la religión católica en sus nuevas repúblicas italianas, aunque despreciaba el poder del papado.
De vuelta al presente, la religión cristiana vuelve a estar en debate por su peso en el mantenimiento de un cierto orden social. Del peronismo que profesa Guillermo Moreno al conservadurismo con base cristiana que impulsa la nueva derecha de Estados Unidos o el gobierno ruso de Vladímir Putin, la fe católica (y ortodoxa) representa lo opuesto a la agenda liberal, con sus ramificaciones más radicales, que sus oponentes denominan como “agenda Woke”. En ese contexto, el rol que asuma la Iglesia Católica puede ser de gran relevancia.
Ese debate político también se reflejó en las redes sociales y en algunos grupos de conversación. En el de mis colegas y amigos, la discusión cubrió desde los valores humanistas de la religión con los que comulga el peronismo, hasta el problema de la religión para aquellos que pretenden un estilo de vida byroniano. Sobre esto último, parece una casualidad, pero el poeta inglés Lord Byron fue, justamente, uno de los grandes protagonistas de aquel periodo de guerra entre la Revolución Francesa y la Iglesia Católica. ¿Qué entonces puede decirnos Byron sobre la religión?
La respuesta puede ser más controvertida que la vida del poeta…
Byron decidió autoexiliarse del Reino Unido tras un trágico primer año de matrimonio, que incluyó acusaciones de maltratos y rumores de incesto por la polémica relación amorosa que mantuvo con su hermanastra Augusta. En el contexto de una sociedad británica tan puritana como “hipócrita”, el poeta decide emprender un viaje en dirección a Italia junto a su amante, cuya primera parada se produce en Ginebra, donde se encuentra con otro poeta inglés, Percy Shelley, y su mujer, la escritora Mary Shelley.
Según la biografía escrita por Gilbert Martineau, ambos escritores compartían “el escepticismo religioso, su desprecio por la política y las convenciones”. No obstante, Shelley se consideraba mucho más convencido en su oposición a la Iglesia. En una de las tantas conversaciones que mantuvieron, Shelley responde a ciertas preguntas de Byron: “Cuando Childe Harold (uno de los grandes poemas byronianos) habla de pecado, reminiscencia del calvinismo que tiñe su escepticismo, el autor de La Reina Mab estalla en carcajadas y replica que el único pecado es la fealdad… más bien, el único defecto, pues el pecado no existe, dado que Dios y el Diablo son fábulas, proyecciones del espíritu”.
En la teoría, Shelley —expulsado de Oxford por haber redactado un panfleto llamado La necesidad del ateísmo— parece mucho más anticlerical que Byron. Sin embargo, en la práctica, el autor de Childe Harold no deja dudas.
Después de compartir un viaje en barco hacia el sur con su colega inglés y ya sin su amante, Byron desembarca en el norte de Italia con destino a Venecia. En Milán, durante varias asistencias a la magnífica ópera de La Scala, se reúne con exministros italianos del régimen de Napoleón, e incluso con Stendhal, con quien compartía su admiración por el gran emperador. Allí, por cierto, comentan la historia de Lucrecia Borgia (hija de quien sería el Papa Alejandro VI), que mantuvo una historia de amor —¿solo platónica?— con un futuro cardenal. Byron comenta con ironía: “¿Sabés cómo firmaba las cartas de amor que le enviaba? Con una cruz ☩. ¿No es divertido?”.
En Venecia se siente cómodo, extremadamente feliz. Dice Martineau: “Lo que encantaba a Byron era el contraste entre el pequeño mundo veneciano, tan abierto y buenazo, tan libre de prejuicios, y la Society londinense de la Regencia, la más hipócrita del mundo con sus represiones, su gusto inmoderado por un lujo insolente, su esnobismo, su vanidad pueril, su desprecio por el infortunio y la pobreza, y su horror, en general, hacia todo lo que es franco y sincero”.
Durante ese largo viaje, el poeta inglés escribió uno de sus grandes textos, Manfred, inspirado en su propia experiencia amorosa; y aunque surgió de conversaciones que mantuvo, entre otros, con el Padre Aucher, un monje armenio, representó un desafío, una provocación a los mandatos de la Iglesia.
“Anciano, ni el poder de un sacerdote,
ni el encanto de la oración, ni la penitencia
purificadora, ni el ayuno, ni la agonía,
ni —lo peor de todo— las torturas de la desesperación,
harán del infierno un paraíso, ni me exorcizarán.
No he sido tu juguete. No seré tu presa.
He sido mi propio destructor y seré
mi propio Más Allá“.
El periplo de Byron en Venecia estuvo también cargado de historias románticas. Ya en la casa donde se hospedó, mantuvo relaciones con la dueña, de veintidós años y casada. En efecto, el autor de Childe Harold se sorprendió con las costumbres venecianas, que permitían a las mujeres casadas contar con un amante, un cavaliere servente. “La libertad conyugal veneciana lo había dejado atónito —una mujer que tenía un solo amante pasaba por ser respetable—. No conocía límites en esas semanas ruidosas: los disfraces autorizaban las escapadas, todos los apartes, todas las aventuras”.
La vida de Byron es compleja y monumental, aun habiendo muerto a los 36 años. La biografía que escribió Gilbert Martineau es tan solo una de muchas; y lo que el poeta inglés vivió en Venecia es apenas un capítulo que refleja cómo vivió, qué escribió y qué dejó a su paso. No obstante, esa pequeña muestra revela sus claras diferencias con la Iglesia, su incomodidad y su tormento ante las convenciones sociales y los mandatos religiosos. Contradicciones que, incluso mantuvo respecto a Napoleón, puesto que lo admiró por desafiar el orden impuesto en Europa, pero lo criticó por la forma en que claudicó y por haber traicionado los ideales de la Revolución Francesa.
Casi doscientos años después, otro capítulo se escribe sobre el orden social occidental, sobre qué debe y puede hacer la política, y cuál es el rol de la religión en una sociedad. Es probable que el Papa Francisco haya leído con atención los poemas de Byron, y conocido su vida y sus contradicciones. ¿Qué habrá pensado? ¿Qué lugar —cielo, infierno, o un limbo especial— le correspondería al gran poeta del Romanticismo? ¿Y a Napoleón? Preguntas parecidas se harán, tarde o temprano, respecto de Francisco y de los protagonistas de nuestro tiempo. Solo el ChatGPT, tal vez, tenga alguna pista estos días.
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