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Perfecto gris

Malena Iglesias Araóz

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Marina no para de hablar mientras flotamos en la pileta, pero yo solo capto palabras sueltas.

Es difícil prestar atención cuando Emmanuel está tan cerca.

Tan brillante, tan magnético… Intento ignorarlo, pero mi vista se ladea a pesar de mis esfuerzos por enderezarla, como si fuese un carrito de supermercado roto.

Su cuerpo tendido en la reposera, iluminado por el sol, atlético, oleoso. Incluso a su edad, es tan perfecto que parece un espejismo; el pelo hacia atrás, la rectitud de su nariz y el carnoso relieve de sus labios rosados, ligeramente hinchados por el calor.

—Eu ¿Me estás escuchando? —pregunta Marina, agitando la mano en el aire para llamar mi atención—. Ni bola me das.

Emmanuel se ríe desde la reposera y el sonido me embelesa. Trazo las líneas de su pecho… Quiero agarrarlo… ¿Eso se puede no? Agarrarle las tetas a un hombre y apretar ¿O es algo que solo se le hace a la mujer?

—Es lógico que se pierda, hija. No paras de hablar nunca —la jode, subiéndose los lentes de sol para echarme una mirada de complicidad.

—Bueno listo, ya entendí, no hablo nunca más entonces. Los odio.

Emmanuel vuelve a reírse y se levanta de su silla soltando una queja; hace meses que denuncia dolores en la espalda.

—Chicas, me voy adentro. Pórtense bien, ¿sí? Dana, si Mari no para de hablar te autorizo a ahogarla —dice guiñandome un ojo.

Cuando Emmanuel te mira lo hace con la cabeza ligeramente inclinada, los ojos grises, intensos, profundos, atentos… Su mirada me derrite, me desorienta, me apuñala la garganta. Me desvivo buscándola, pero le rehuyo porque al final no puedo manejarla.

Antes de irse, Emmanuel le revuelve el pelo empapado a su hija, quien le responde con una sacada de lengua. A mí me arde la cabeza, ahí donde su caricia fantasma debería estar.

Vi a Emmanuel por primera vez hace 6 años, recibiendo a Marina en la puerta de la escuela con un tierno beso en la frente para después agacharse en la vereda a atarle los cordones. Cientos de veces se había repetido esa escena frente a mí, pero esa vez fue diferente.

Sus manos eran diferentes, sus movimientos eran diferentes y la manera en la que conversaba con su hija como si fuese la única persona en la tierra, también.

Aquella escena fue suficiente para despertar en mí un imaginario obsceno, imposible; la fantasía de que un hombre alguna vez pudiera verme de ese modo.

Todo lo que hacía con ella lo quería para mí; que me tomara de la mano para cruzar la calle, me acariciara el pelo cuando me sintiera mal y me contara cuentos hasta que las palabras se difuminaran.

Desesperada, entendí que la única manera de acceder a él era a través de Marina, así que al día siguiente me acerqué.

No era mi idea tomarle cariño. Intenté odiarla, detestarla con lo más profundo de mi ser, pero desgraciadamente el único defecto que le hallé fue una bondad insoportable.

Se suponía que era el enemigo, un escalón; que ella me quisiera era importante para inmiscuirme en su vida, pero que yo la quisiera lo complicaba todo.  

Marina decide ducharse mientras yo ordeno un poco el caos que dejamos afuera.

Entre las toallas mojadas está la camiseta de Emmanuel. Huele a su colonia: menta, madera y miel. Miro hacia ambos lados antes de hundir mi rostro en la tela. Tengo el deseo de morderla, apretarla, de frotármela por el cuerpo hasta que su olor sea mío también.

No sé qué estoy haciendo, me mueve una fuerza mayor a la del pánico que me electrifica el cuerpo.

Camino hacia su habitación con sigilo. Encuentro la puerta apenas entreabierta, solo lo suficiente para que mi ojo perciba una delgadísima porción de su habitación.

Emmanuel está de espaldas, la toalla en el piso y su cuerpo desnudo ligeramente inclinado mientras busca algo en un cajón. Se me entrecorta la respiración y una dosis de adrenalina sacude mi cuerpo cunado se agacha para ponerse un bóxer y sin más, mi percepción del mundo se reduce a la distancia entre sus hombros y la curva de su culo.

Se sienta en el borde de la cama, quedando de perfil. Inclina la cabeza y se lleva una mano al cuello mientras que con movimientos firmes lo masajea. Los músculos de sus brazos se tensan debajo de la piel en lo que emite un suave gemido de dolor. El sonido me atraviesa como un latigazo de electricidad caliente, un temblor volcánico directo en mi vagina. 

Imagino que sus músculos hacen el mismo movimiento para levantarme en el aire y estamparme contra la pared. Como se tensarían al agarrarme por la cintura, y como se marcarían las venas y tendones de sus manos para acariciarme la cadera, agarrarme el culo, apretar, separar y levantármelo.

Mi mano se desliza por debajo del elástico de mi malla, tengo la piel caliente como un radiador y puedo oler la humedad entre mis piernas antes de que mis dedos comiencen a explorarla.

Años de imágenes autogeneradas se intercalan y se deforman tan rápido que apenas puedo procesarlas.

Yo subida a sus hombros en el zoológico; yo con las piernas subidas a sus hombros y él adentro de mí; él abrazándome después de una pesadilla, él abrazándome después de hacerme temblar; nosotros comiendo juntos en la mesa, yo subida a la mesa y él comiendo de mí. Los besos, las mordidas, las caricias y arañazos, la sonrisa, los ojos blancos, la ternura y la brutalidad con la que ahora no paro de tocarme en su lugar.

Mirame. No me veas.

Emmanuel se recuesta boca arriba y vuelve a quejarse. Quisiera poder succionarle el cuello hasta drenarlo todo malestar.

Me quedo quieta, esperando unos minutos hasta que su respiración se vuelve regular y, en el más absoluto silencio, me deslizo adentro de la habitación.

Mientras me acerco me tiemblan las manos, pegajosas y calientes, mojadas de él.

Me inclino sobre su rostro… tiene los labios entreabiertos y de ellos se desprende un vaho pesado y apetecible que me humedece la punta de la nariz.

Así que por un momento… llevo mis dedos mojados a su boca y los sumerjo en ese calor.

Sentime. No me sientas.

Marina no para de hablar mientras flotamos en la pileta, pero yo solo capto palabras sueltas.

Es difícil prestar atención cuando Emmanuel está tan cerca.