Un trabajo extraordinario: historias e ideas sobre maternidad y paternidad en Argentina es una exploración de lo que nos une y de lo que nos separa a los padres y madres que hoy, en un territorio tan vasto y desigual como el nuestro, contribuimos a la tarea titánica de criar a una persona. Un mapa de temas y problemas, un retrato de un estado de situación, un testimonio de las muchas formas en las que las personas atraviesan y se organizan para atender al desarrollo humano de los niños y las niñas.
Invitamos a los lectores y las lectoras a suscribirse a este newsletter y sumarse a esta exploración de los dilemas, las alegrías y las dificultades que convergen en el trabajo extraordinario que supone cuidar y criar hoy en Argentina.
En promedio, el primer año de vida de un bebé, sus madres y padres googlean cuestiones relativas a su salud seis veces por día. Pero lo que jerarquiza el algoritmo del buscador no necesariamente es la mejor respuesta en términos de calidad y muchas veces busca ponerle palabras concretas a cuestiones variables. Mientras, en una época proclive a la ansiedad de la información permanente, madres y padres tercerizamos el criterio propio tanto en sitios web como en la comunicación continua vía WhatsApp con el pediatra de nuestros hijos.
Cuando nació mi hijo mayor no sabía nada de bebés. Nunca me había puesto a pensar en cómo es que mientras siguen siendo bebés van haciendo cosas nuevas. Supongo que pensaba que un bebé bolita se iba desenredando progresivamente hasta hacerse más persona y ahí nomás adquirir todas sus gracias. Bastó convivir 24/7 con uno para ir aprendiendo. Cuando nació mi segundo hijo, ya tenía claro cuándo debía hacer las cosas, basada en el conocimiento experto que me había dado el primero. Por eso a las cinco semanas de vida me pregunté: ¿qué pasa que a esta altura mi bebé no sonríe como sí lo hacía su hermano? Y tuve una buena idea. Fui a Google a hacer la pregunta: ¿Cuándo sonríen los bebés?
Google destacó una respuesta que decía que los bebés sonreían por lo general hacia el final de su segundo mes, y desplegó una serie de preguntas por si me interesaba profundizar en el tema. Primero aparecen cuatro preguntas, y si uno despliega una, aparecen más. Así:
La acumulación obsesiva de preguntas me resultó una trama inquietante y no pude evitar navegar por sus respuestas concretas y cuantificadas. Mi hijo todavía estaba en fecha y eventualmente sonrió. Pero si ese enigma se había develado, mi relación con Google recién empezaba: el buscador se convirtió en un aliado espinoso en la observación de mi hijo, la definición misma de frenemy. No me enorgullece y por momentos me abruma: la búsqueda compulsiva y temerosa es una actividad algo vergonzante, inconducente y –para algunos– inevitable. Internet nos devuelve eso que ya sabemos: que una fiebre combinada con vómitos puede ser una enfermedad gravísima o un virus cualunque.
Tampoco soy muy original. El uso y abuso que padres y madres hacemos de las búsquedas de síntomas en internet es tema de congresos de pediatría. Es más, hice este ejercicio divertido en Google Trends para ver las tendencias de búsquedas de determinadas enfermedades infantiles. La malquerida bronquilitis, el terror de los inviernos, tiene en Google la misma estacionalidad que en los cuerpos de los bebitos:
Y otra pruebita. Un fantasma recorrió consultorios, WhatsApp pediátricos y medios de manera espasmódica durante este año: la hepatitis de origen desconocido. Para quienes no tuvieron el gusto de enterarse o preocuparse, les cuento brevemente: una enfermedad gravísima y potencialmente letal en niños menores de cinco años de la que no se sabía ni cómo se contagiaba ni por qué era tan letal y ni siquiera si realmente había aumentado su impacto este año o si simplemente los sistemas médicos estaban enfocándose más en ella. Salieron notas muy salteadas a lo largo del año debido a casos puntuales en Argentina o a las investigaciones que trataban de echar algo de luz. Los padres, parece, nos olvidamos y nos acordamos de esta rara hepatitis con esa misma frecuencia. Google Trends muestra el tosco patrón con el que buscamos esta enfermedad:
Voy a esto: es evidente que Google es un bastón que está ahí para sostener, acrecentar o atenuar nuestros miedos. Una encuesta de OnePoll encargada por una marca dermatológica para bebés, mostró que los padres y madres primerizos hacían 2000 búsquedas de Google en el primer año de vida de sus hijos e hijas. Seis en promedio por día. Las marcas quieren ser encontradas por estos buscadores y aplican técnicas de optimización de su información para que cuando una mamá busque por qué se paspa tanto la cola de su hijo mágicamente llegue al sitio de la crema que te vende el producto y también te da su respuesta. Los buscadores no arrojan tampoco cualquier resultado: sus algoritmos valoran o descartan sitios de acuerdo a múltiples variables, algunas que conocemos y otras que no, y no necesariamente aquello que levanta la mano primero para contestar una pregunta que mantiene insomne a algún padre es la información más fidedigna. Silenciosamente, logran intervenir en decisiones que tomamos o en preocupaciones y alivios que adquirimos. Esas son algunas de las aristas de este problema, que me apasiona y me enloquece en partes iguales, que combina varias de mis ramas de estudio, trabajo y vida: maternidad e información.
Googlear solo
El pediatra Guillermo Goldfarb sabe mucho de estos temas: es director médico del Grupo Pediátrico Belgrano R y médico de planta del Hospital de Niños, donde trabaja hace treinta años. Tiene, además, estudios de posgrado e investiga temas, justamente, de nuevas tecnologías en la práctica médica. Cuando Internet ya estaba expandida en la población general, en 2007, publicó un artículo junto con un equipo de pediatras que presentó en un congreso internacional de pediatría sobre el uso de internet entre padres y pediatras:
“Encontramos que la mayoría de la gente consultaba en internet pero eran muy pocos los que lo compartían con su pediatra. Entonces había ”un otro“ doctor, Dr. Google, que intervenía pero no formaba parte de la relación médico paciente. También consultamos a los médicos y vimos que la mayoría de los médicos sabían que esto pasaba pero no se hablaba del tema en la consulta. Era un secreto a voces. Ahí el médico también tiene un rol importante: asesorar sobre cuáles son las mejores fuentes de información, ayudar a los pacientes a evaluar críticamente lo que encuentran.” Según su análisis, la masificación y democratización de la información hizo que, entre otras cosas, fuentes que antes eran reservadas a médicos ahora estén disponibles para todos. Eso cambió la posición del profesional de la salud: “Ya no es quien detenta una información que los otros no tienen. Pero el ejercicio de la medicina no se restringe a la información pura o conocimiento puro: se conjuga esa información con un montón de otras cualidades que sí son exclusivo patrimonio del médico: la experiencia, el juicio en el uso de la información, la intuición clínica. Es decir: yo tengo una información que vos podrías tener, pero yo soy el que la sabe administrar o te puede ayudar a entender cómo esta información se aplica en tu caso particular y puedo aplicarla juiciosamente”. También, destaca otro rol médico de esta era: “Creo que algo importante es que la búsqueda en Google no sea una experiencia solitaria, que la compartan con sus médicos, que ellos puedan asesorarlos”.
Marcela es arquitecta, tiene 42 años y vive en Mar del Plata con su pareja y su hijo de 4 años. Se define como una persona ansiosa que siempre googleó sus propios síntomas: “Pero con Franco no me puedo contener”, me dice sin dudarlo. “Lo peor es que en general encuentro el resultado. O sea, cuando vamos al médico medio que la pegué con mis búsquedas: es lo peor que le puede pasar a un ansioso, saber que la ansiedad es funcional”, dice con humor culposo. En acuerdo con esa imagen de el adulto insomne carburando tragedias solo frente a la computadora o el celular, Marcela no solía compartir lo que buscaba con el pediatra de su hijo, ni le comentaba que pasaba horas en internet evaluando si determinados síntomas se correspondían con determinadas enfermedades. Pero este invierno cree que se pasó: su hijo tuvo cinco días de fiebre alta, más de 39. Cuando la fiebre se fue, Franco le repetía que estaba cansado, que sentía que no tenía fuerzas. En un chico tan activo como su hijo, eso la preocupó. Diez días sin fiebre pero el chico seguía hecho un trapo. Marcela empezó a googlear: “cansancio y debilidad en niños”, “agotamiento crónico en niños”.
–Tenía 10 millones de posibilidades, pero analizando bien todo lo que leía llegué a un diagnóstico: tenía una insuficiencia cardíaca.
Compartió sus miedos con el pediatra esta vez. Él le dijo que le llevara al chico. Lo revisó, lo vio bien, pero le indicó un análisis de sangre muy completo que Marcela cree que, en parte, fue una intervención para dejarla tranquila. “Entre que le hicimos el análisis y llegaron los resultados, que tardaron unos días, se fue recuperando y volvió a la normalidad: para cuando llegaron los resultados, Franco ya estaba bien”. Dice que la preocupación por la posible insuficiencia cardíaca era constante, ahí depositada en su cabeza cuando hacía cualquier otra cosa y fingía interés por algún otro tema.
Supongo que muchas y muchos se sentirán identificados con la anécdota, que excede el campo de la pediatría: la ansiedad no es propiedad exclusiva de madres y padres y los efectos que el acceso ilimitado y ubicuo a la información tienen en potenciarla tampoco es algo que sucede solo en los asuntos médicos. Pero sí me pareció interesante el tema del tiempo, el hecho de que esperar sea una posibilidad –o una prescripción médica– ante determinados cuadros que nos preocupan. Cómo atravesar la espera en un contexto de información on demand constante frente a una posible enfermedad grave de un hijo.
Goldfarb me cuenta una anécdota: hace un tiempo, la mamá de un paciente bebé empezó a mandarle una catarata de fotos de caca de su hijo por WhatsApp. Muchas, muchísimas. A la siguiente consulta, la mujer asistió al consultorio con su hijo y su mamá, que la acompañaba. El doctor le propuso un ejercicio: pensar qué habría hecho la mamá si cuando ella era bebé –y no existía este acceso a la tecnología– le hubiera preocupado la caca de su hija: habría tenido que comprar un rollo de, mínimo, doce fotos, mandarlas a revelar, esperar unos días –pagar por todo eso– y pedir cita con el médico. Como eso representaba muchísimo tiempo e inversión, probablemente la señora hubiera apelado a lo que Goldfarb llama “un sentido maternal primario”: “asumo que es normal, veo que mi bebé está bien, y listo”. Y el doctor se detiene en esto: “Es clave el sentido propio y el criterio en el proceso de hacerse madre o hacerse padre. Cuando vos tercerizás esa parte, porque el pediatra está a la mano, porque la foto está a la mano, hay toda una parte que te perdés y que el chico se pierde. Que exista la tecnología no quiere decir que sea mejor usarla”.
Porque la búsqueda de enfermedades sobre la que nos hacemos especialistas aficionados durante esos días de obsesión paradójicamente también se vincula con otro fenómeno que tiene como soporte otra plataforma: la conversación constante con los pediatras. Paradójicamente, digo, porque mientras más creemos saber la grave enfermedad que tiene nuestro hijo gracias a Google, más necesitamos consultar todo con el médico.
Vuelvo a Marcela. Así pierda su tiempo y energía en Google, así duerma menos, así lidie por momentos con un gran estrés emocional, así confronte con los comentarios algo acusatorios de su marido (“¡Le estás buscando algo!!), ella hace una defensa convencida de la posibilidad de buscar información, aunque sea en exceso: ”Siento que tengo que estar informada. No iba a rendir un examen sin estudiar, mirá si voy a querer criar sin información. Lo siento como un trabajo, como que tengo que estudiar. A mi me resuelve un montón Google, no me importa dormir un poco menos, preocuparme un poco más“.
Goldfarb también destaca la gran ventaja que implica la difusión de la información, mientras las brechas de acceso a esa información se achican:
“La información bien administrada siempre es favorable y uno puede ver cómo cambió eso en la población adolescente de distintos sectores sociales: saben más lo que es bueno para su salud, conocen más, están mejor informados.”
El médico apunta al desafío de encontrar un equilibrio.
Yo, mientras, trato de encontrar el mío propio, entre las virtudes de un uso razonable de información y los riesgos de caer en esa trampa que dice que mientras más tiempo paso mirando una pantalla más puedo saber qué le pasa a mi hijo.
NS
Cuando nació mi hijo mayor no sabía nada de bebés. Nunca me había puesto a pensar en cómo es que mientras siguen siendo bebés van haciendo cosas nuevas. Supongo que pensaba que un bebé bolita se iba desenredando progresivamente hasta hacerse más persona y ahí nomás adquirir todas sus gracias. Bastó convivir 24/7 con uno para ir aprendiendo. Cuando nació mi segundo hijo, ya tenía claro cuándo debía hacer las cosas, basada en el conocimiento experto que me había dado el primero. Por eso a las cinco semanas de vida me pregunté: ¿qué pasa que a esta altura mi bebé no sonríe como sí lo hacía su hermano? Y tuve una buena idea. Fui a Google a hacer la pregunta: ¿Cuándo sonríen los bebés?
Google destacó una respuesta que decía que los bebés sonreían por lo general hacia el final de su segundo mes, y desplegó una serie de preguntas por si me interesaba profundizar en el tema. Primero aparecen cuatro preguntas, y si uno despliega una, aparecen más. Así: