A Viviana Canosa
El mercado de la intolerancia está en pleno crecimiento y, si todo va bien, tendremos muy pronto la consecuencia deseada por sus líderes: una intolerancia en estado de cultura dominante, de yacimiento inagotable tipo Vaca Muerta, caliente como una pipa, como una moto, donde los individuos de la Argentina libre comenzarán por preguntarse: “¿A quién censuramos hoy?”, para terminar en: “¿A quién era que teníamos que matar mañana?”.
Que contactemos cada día con un star system público de intolerancia emergente no impide intuir que su influjo se extiende mucho más allá. Si no es que ese más allá es su sostén. Es muy fácil jugar la carta del recorte y decir Javier Milei, Patricia Bullrich, José Espert, Miguel Pichetto, Waldo Wolf, Fernando Iglesias. Cada cual encarna un matiz de racismo para que el mercado de la intolerancia se diversifique en nichos.
Veamos en acción a estos superhéroes de algún extermino deseado. Milei choca de frente su peinado-yelmo y su mirada de bolas de vidrio (y su estado interior, donde se agitan mareas negras) contra la existencia de la política. Bullrich sacude su cuna de oro contra el derecho laboral y el derecho penal. Espert anuncia su genocidio de empleados estatales. Pichetto caza bolivianos, peruanos, paraguayos. Wolf les hace la guerra a estas razas inferiores: la lógica formal, la lógica filosófica, la lógica propositiva, la lógica silogística, etc.
Pero este dream team es nada al lado del vértigo con que se multiplican sus simpatizantes. Por lo que no está claro que la inocencia valga para el que contempla el fenómeno de la intolerancia como desde un satélite. Se trata de una demanda que encontró su oferta. Una vez más. Porque no se trata de ninguna novedad sino de un recrudecimiento de fuerzas humanas que acechan en el fondo de la naturaleza. La intolerancia es, posiblemente (no quisiera ser intolerante con quien me lleve la contraria), un narcisismo terminal, el narcisismo del todo o nada: si no te parecés a mí en todo, entonces no existís. O sea que no sos nada, si en el espejo en el que estás mirándote no me ves a mí.
Tanto parece extenderse este tipo de narcisismo que actúa como bloqueo (del narcisismo de los otros, jamás reconocido por uno) que hasta da para pensar que es la intolerancia la fuerza humana más genuina; mientras que la tolerancia, que a veces se pone de moda con menos éxito, es un acto fingido que requiere mucho esfuerzo para ser cometido. Como si los gestos de civilización fuesen trabajos de autocontención. ¿Será así? En ese caso, ¿la galería de capos que mencioné más arriba, podría catalogarse como la de Los Medio Bestias, los civilizados que no pueden contenerse?
Esto viene de tan lejos que a lo único que puede aspirar la intolerancia es al rótulo de restauración. En 1916, D.W. Griffith estrenó su pirámide de Egipto, Intolerance. En realidad, son cinco pirámides si se cuentan las cinco historias que se mueven en su interior, o qué más bien se mecen como la cuna que Griffith mandó a mecer a una madre en representación de la marea de la humanidad, cuyas olas mueven, alternativamente, el amor y la injusticia.
Vi esa obra maestra hace muchos años, cuando me sobraba el tiempo. Recuerdo que Jesús era “el peor enemigo de la intolerancia”, y que se recreaban en sendos éxtasis de drama la Noche de San Bartolomé y la caída de Babilonia. Pero el punto exacto en el que las historias confluían a niveles cósmicos en el cross cutting de Griffith, el recurso de ubicuidad que en sí mismo justifica la existencia del cine, era la escena final en la que un huelguista se salvaba de la horca. En realidad, no se salvaba: lo salvaban por amor.
Esa escena de Griffith, gloriosa e inolvidable porque si no me falla la memoria está puesta allí para que la historia de la humanidad desemboque en un acto de patíbulo (esa es la representación extrema de la vida y el mundo), establece un concepto sobre la experiencia de la intolerancia, digamos una recomendación de viejo sabio que, tengo la impresión, es la siguiente: no se apuren a juzgar. Linchemos menos, más lento. No hay nada más justo que suspender el juicio: eso es la tolerancia. Y no estamos hablando de Poder Judicial sino de juicio individual (aviso, para que Alejandro Fargosi no se pose como una mosca sobre esta sopa, si es que se equivoca de diario y cae acá).
En Intolerence, Griffith le encuentra una salida el infierno de la intolerancia. Podríamos decir que esa salida es la ventana de la candidez. No lo digamos. Decirlo sería un error. Esa ventana, menos una ventana que un pequeño tajo en la piedra, es una cierta conexión del magma del prejuicio con aquello que pueda refrigerarlo. ¿Qué sería eso? ¿Cómo se podría enfriar el río de lava ciudadano que pide soluciones finales desentendiéndose del daño que postula? No se me ocurre otra figura que la del verdugo perdonavidas. Recuerdo los tres verdugos de Griffith prácticamente listos, como podría estarlo un aparato de metal, para cortar cada cual a su turno las tres sogas que administran la mecánica de la horca. Todo está dado para matar, hasta que interviene el afecto, que es lo que ha movido. Como si fuese un milagro, a la enorme burocracia del indulto.
No hace falta tener la inteligencia descollante de Fernando Iglesias, ni el ecumenismo de Javier Milei para saber que ellos mismos, y quienes circunstancialmente los acompañan en ese grupito de intolerantes al que los confiné unos párrafos más arriba, carecen del afecto que no sea por los suyos, por los propios, por sí mismos. ¿Qué otra cosa es la intolerancia si no un problema de reconocimiento? ¿Qué es si no la imposibilidad de conceder el derecho de existencia de los otros? Sigámosles el rastro a todos los que dan cátedra de convivencia en el escenario público, y anotemos qué es lo que quieren que viva por siempre y qué lo que les gustaría que deje de existir, y en qué grado lo que debe vivir o morir se parece a ellos.