“Che, no te asustes. Pero tomé muchos hongos, más de los que estoy acostumbrado a tomar, y bueno… tuve una experiencia hermosa pero no sé muy bien en dónde estoy y me siento un poco desarmado… ¿Podrás pasar un rato?”
Un par de horas antes de mandarle ese audio de Whatsapp a su amigo, Alejandro Pasquale se levantó temprano, limpió todo su departamento con un trapo con agua, se bañó sin usar jabón ni ningún producto, y meditó durante dos horas para ponerse a tono. Toda esa rutina era parte de la preparación del viaje de hongos que estaba por empezar. Se iba a comer nueve gramos de la cepa Psilocybe cubensis, lo que en Argentina se conoce popularmente como cucumelo. Nueve gramos es el triple de lo que se considera una dosis alta de ese tipo de hongos. Pero Alejandro, que a sus 27 años ya había consumido varias veces la cantidad estándar sin sentirse del todo atravesado por la experiencia, estaba decidido a cruzar el umbral de la psicodelia. Era domingo y el ruido de la lluvia se mezclaba con una playlist de siete horas de cuencos tibetanos que reproducía desde YouTube.
El momento que viene justo después de comer los hongos suele estar algo contaminado por la impaciencia. Uno trata de olvidarlo y distraerse, pero lo cierto es que cualquier ruido, una hoja que se cae de un árbol, la textura de una frazada, cualquier detalle puede ser el primer indicio de la sustancia en el cuerpo. Y para los que estamos acostumbrados a consumir psicodélicos, un primer indicio, por más chiquito que sea, puede darnos la pauta de lo fuerte que será el viaje.
Para Alejando, esa primera señal psicodélica llegó con su perra, Frida. En ella vio el primer indicio de que se venía una aventura de una profundidad que hasta ese momento de su vida no conocía. Porque aquella perrita marrón y rubia, con fisonomía de ovejero alemán pero mucho más chiquita, ahora tenía todo un halo verde alrededor.
“Se viene fuerte esto”, pensó y se levantó a bajar la persiana. Apagó el celular, desconectó el timbre y se acostó en su cuarto en total oscuridad. La lluvia y los cuencos seguían sonando, y de a poco ese departamento en el barrio de Saavedra dejó de tener ubicación, dejó de ser un lugar.
—Fue un viaje bisagra. Desde ese momento se volvió una medicina para mí. Te diría que no hay un día de mi vida en el que no piense en eso —me dice Alejandro mirándome a los ojos—. Algo en mí murió para siempre, fue como renacer.
Contar una experiencia con drogas psicodélicas se parece bastante a tratar de contar un sueño. Muchas veces, ni la persona que lo vivió lo recuerda con claridad. Son decenas, o cientos o miles o cientos de miles de reflexiones, de visiones, de pensamientos, y uno solo puede quedarse con tres o cuatro para relatar, no muchas más. Es como darse una ducha y pretender agarrar con las manos toda el agua que cae.
Pero Alejandro recuerda bastante. Recuerda cómo sintió que se le desfiguraba la cara y que se le expandía formando muecas imposibles de recrear. Recuerda cómo apareció la imagen de su expareja, de quien se había separado hacía un año, y lo abrazaba muy fuerte para despedirse justo antes de desaparecer. También recuerda que al mirar hacia abajo y ver un charco muy grande, se encontró con la imagen de Gerardo, a quien estaba conociendo desde hacía poco tiempo, espejada en el agua. “Tenía los mismos movimientos que yo pero era él”, relata Alejandro, que en ese momento notó que una planta pasionaria crecía y trepaba por su cuerpo, y se entrelazaba con el reflejo de Gerardo.
—Ese fue uno de los capítulos que recuerdo, con visiones muy claras.
Después de esa escena en el charco, todo se apagó. El mundo se convirtió en un vacío negro y él, que ya no tenía cuerpo, ni ojos, observaba todo desde lo que hoy define como un punto de energía, un grano de energía flotando en el vacío oscuro. En eso, un rayo de luz de un blanco tan blanco que lo aturdía salió de ese punto, o sea de él, y empezó a recorrer el vacío y a bifurcarse en muchas direcciones y perder fuerza. Después amainó y en unos segundos, todo volvió a negro. Oscuridad absoluta. Y con el sonido de la lluvia cada vez más presente, Alejandro empezó a despertar.
—Ahí es donde te digo que siento que me morí y renací al mismo tiempo.
En las experiencias psicodélicas fuertes puede suceder lo que algunos llaman rompimiento o disolución del ego, que es básicamente la sensación de dejar de ser un individuo para sentirse parte de un todo. Durante ese rato, la barrera entre el cuerpo y el mundo exterior resulta arbitraria. El yo deja de existir, o al menos, pierde importancia. Es una experiencia que puede ser extremadamente placentera y trascendental en la vida de una persona, porque sentirse parte de todo es mucho más agradable que sentir que ese todo está en contra de uno.
En un estudio hecho por la Universidad John Hopkins, en donde le dieron psilocibina a pacientes con depresión, dos tercios de los participantes ubicaron la experiencia como una de las cinco más importantes de su vida, poniéndola a la altura, por ejemplo, del nacimiento de un hijo. De hecho, un tercio de esas personas directamente la clasificó como lo más importante y significativo de su vida. Y para muchas y muchos especialistas, el éxito de estas terapias reside, justamente, en la sensación de unidad con el mundo exterior.
—En ningún momento tuve miedo, todo fue hermoso. Había leído sobre eso, pero la verdad es que nunca antes había estado en una situación así.
Cuando volvió a tener noción del espacio, sintió que su cama era tan grande como una cancha de fútbol. Se empezó a rearmar de a poco, a recuperar lentamente la corporalidad y, cuando consideró que podía pararse, se levantó a hacer pis. Ahí decidió mandarle el mensaje de Whatsapp a su amigo que vivía muy cerca, cruzando el parque Saavedra. Prender y manipular el celular le llevó varios minutos de concentración plena. Una vez que pudo abrir la conversación, puso toda su energía en transmitirle a su amigo que la situación no era de emergencia. No quería que se asustara, porque él no estaba asustado. Solo necesitaba un poco de compañía, un soporte, alguien que le confirmara que no se estaba desintegrando.
Alejandro sabía que no iba a poder bajar hasta la puerta de entrada, así que tiró la llave por el balcón. No sabe cuánto tiempo estuvo la llave tirada en la vereda bajo la lluvia. Su amigo llegó un rato después, empapado y acompañado de su novia. “Te trajimos algo, Alito”, le dijeron. Él sacó una flor hermosa y extraña, con pétalos blancos y una corona violeta y blanca. Ella le dio un fruto pequeño y naranja. Eran la flor y el fruto de la pasionaria, la planta trepadora que Alejandro había visto crecer hacía un rato entre su cuerpo y el de Gerardo. Los habían levantado del parque Saavedra. En el medio del diluvio habían hecho un parate para llevarle ese regalo a Alejandro, que ahora los miraba totalmente perplejo.
—Más allá de la belleza visual, la experiencia dejó un coletazo en mí. Y ahí, después de mucho tiempo, volví a pintar con regularidad. Y a pintar cosas relacionadas a eso —me dice Alejandro.
Pasaron diez años desde aquel viaje psicodélico. Estamos conversando en su atelier. Gerardo, que acaba de llegar, prepara café para todos.
Marcos Aramburu es periodista y Las Ceremonias es su primer libro. Conduce “Ayudame loco”, por Nacional Rock y participa en el programa “La Negra Pop”, de Elizabeth Vernaci. También stremea en “Somos Gelatina”.