Antonio Seguí vivió sus últimos 58 años en París, pero cualquier desprevenido que lo tratara por primera vez, y escuchara su tono campechano y su simpleza, podía pensar que nunca había dejado la sierra cordobesa. El pintor argentino más internacional, uno de los principales artistas de la historia latinoamericana, siempre pivoteó entre uno y otro lugar, a pesar de las distancias. Él tenía una fórmula para decirlo: “Yo trabajo en París y vivo en Córdoba”.
Como hijo de la burguesía de su provincia, Seguí accedió a ciertos beneficios para despuntar su pasión temprana: la pintura. Eso incluyó estadías tempranas en Europa para formarse en París y en Madrid, donde empezó a reconocerse como latinoamericano. Luego de eso, regresó a Córdoba y pocos años después se lanzó a recorrer el continente. Poco tiempo antes, en ese camino, había estado un vecino de su infancia, el Che Guevara. Todos lo mencionaban en distintas ciudades latinoamericanas que visitaba, aunque el recuerdo más fuerte que tenía Seguí de él era que había sido la primera persona a la que había visto usar jeans. Cuando llegó a México, el pintor se quedó durante dos años a estudiar grabado y vivió en la casa del escritor Héctor Tizón. Había ido a buscar a los muralistas, pero le pareció que el movimiento se había comercializado. De paso, David Siqueiros le dijo que su trabajo no le gustaba.
Luego de un viaje exitoso y de exposiciones en distintos lugares, Seguí regresó a Argentina, aunque después de un mes en Córdoba se dio cuenta de que no podría vivir de su trabajo ahí y enfiló hacia Buenos Aires. Llegó en 1961, estuvo dos años, y formó parte de las muestras artísticas más vanguardistas y ruidosas de ese tiempo. Sin embargo, el mundo artístico porteño le resultó hostil, lleno de celos. Fue por entonces que partió a París: su esposa de aquel momento había ganado una beca y él había sido invitado a participar de la Bienal de Jóvenes Artistas. Lo de Seguí fue rutilante: aunque su plan era pasar por Nueva York y luego regresar a Argentina, enseguida le llegaron invitaciones de dos de las galerías más importantes de París para exponer. Y nunca dejó la capital francesa. Él también tenía una frase para eso, decía que prefirió ser “un latinoamericano en París que un cordobés en Buenos Aires”. Antes de cumplir los 30 ya era un artista consagrado, algo que perduró hasta sus 88 años. No vamos a repasar sus pergaminos, pero basta decir que hizo más de 300 exposiciones individuales y que sus cuadros están en las colecciones públicas de los museos más importantes del planeta.
En un primer momento en París, se instaló en el taller de Antonio Berni, que tenía la costumbre de ayudar y darle espacio a los recién llegados. Poco tiempo después, Seguí consiguió su atelier definitivo, donde replicó a Berni innumerables veces: su taller también cobijó a los que andaban sin espacio. La primera inversión fue la construcción de una parrilla, que colocó en el centro y que animó las visitas de múltiples figuras que estaban en París en los sesenta y setenta, lo que la transformó en una especie de embajada latinoamericana. Atahualpa Yupanqui era un comensal asiduo, que iba con la guitarra y con el que se divertían contando historias de Córdoba. Astor Piazzolla, al que había conocido en la calle de casualidad, también se volvió un habitué. Por ese quincho también pasaron Marcel Duchamp, Pablo Neruda, Alejo Carpentier o su gran compinche Copi. Seguí también hospedaba en su casa a distintos amigos que viajaban a París, como Rodolfo Walsh, Paco Urondo y John William Cooke.
La vida del pintor es un claro ejemplo de que el dilema entre “quedarse en el país para pelearla” o “irse y abandonarlo” es falso. Siempre depende de cómo se viva y qué se haga en cada lugar. Décadas después de instalado, Seguí compró el petit-hotel de tres plantas y tres subsuelos que estaba delante de su taller, que en el siglo XIX había pertenecido al militante de la república François Vincent Raspail, y que se transformó en su casa. Desde entonces, reservó tres habitaciones especiales para huéspedes, sobre todo jóvenes artistas que llegaban sin mucho dinero.
Desde la distancia geográfica, Seguí siempre estuvo conectado con Argentina. En las últimas décadas, siempre viajaba alrededor de tres veces al año, con escala en Buenos Aires, a la casa familiar en Villa Allende. Pero los vínculos fueron múltiples y cotidianos. En Mayo del 68, que fue un parteaguas para su generación, no solo participó activamente de las protestas y de la confección de afiches, sino que también estuvo en la toma de la Casa Argentina en París, en tiempos de gobierno militar, cuando lo renombraron “Pabellón Che Guevara”. En aquel momento, junto con Roberto Matta, hicieron un mural que se llamaba “¡General! La patria agradecida”, donde se veía a un militar argentino cayendo, tirado por un caballo. Durante la última dictadura, Seguí no pudo volver a Argentina, pero además fue perseguido en Francia. Recibía amenazas de muerte constantemente, lo encarcelaban en el ministerio del Interior cada vez que viajaba un funcionario importante de la dictadura y, lo peor, en 1982 ametrallaron su casa. Fue herido en la cabeza, pero se salvó.
Durante décadas, Seguí no aceptó la nacionalidad francesa. Incluso después de tanto tiempo en París, decía que no sabía escribir en francés.
Seguí tuvo una generosidad inmensa, que tocó a muchos. Yo estuve entre los privilegiados. Y, perdón, acá paso a la primera persona: cuando yo tenía 26 años, y sabía tan poco de arte como ahora, aceptó que escribiera un libro biográfico sobre él, basado en entrevistas. Nos juntamos varias veces, en Buenos Aires y en París, a charlar de su historia durante horas. Desde entonces, cada vez que pasé por París, me invitó a tomar un café en su taller, donde hablábamos bastante.
A Seguí le interesaba conversar y siempre se preocupaba por su interlocutor. Se acodaba en la mesa, con un cigarrillo en la mano –a veces encendido, a veces apagado–. Cada vez que hablaba lo hacía con una musicalidad y una coreografía gestual únicas, fruto de su entusiasmo a la hora de contar. El bigote –canoso en las puntas y castaño en el centro– bailaba en sube y baja al ritmo de sus palabras; los ojos celestes se le achicaban, pero se le hacían más profundos y visibles a través de los anteojos cuadrados y grandes, y el acento cordobés resonaba en el eco de las erres bien marcadas y en la melodía de sus relatos. Seguí tenía un tono alegre y tajante y, de a ratos, hablaba en signos de admiración. Dos palabras que siempre usaba eran “fantástico” y “terrible”. Su risa inigualable, con un origen difícil de determinar entre la garganta y la tráquea, era seca, de bajo volumen, recurrente y muy contagiosa.
En ese libro le pregunté, en algún momento, cómo se llevaba con la idea de la muerte. Me respondió: “Por el momento no reflexiono demasiado, no estoy apresurado. Pero, bueno, ahora la gente ha tomado la costumbre de morirse y tendré que morir con todos, qué va a hacer. Aunque nosotros los que pintamos, por lo menos esos que creemos que las cosas buenas las vamos a hacer más adelante, siempre nos morimos con cierta esperanza, algo que no todos tienen. Eso cuando tiene que llegar, llega. Yo pensaba más en la muerte cuando era más joven, ahora me interesa menos”.
Queda su obra y queda también lo que multiplicó en la enorme cantidad de gente a la que ayudó. Y le hizo honor a su despreocupación: se interesó tan poco por la muerte que, ahora que llegó, su vida está por todos lados.
IS