Entrevista

Betina González: “La época te quiere convencer de que te estás perdiendo siempre de algo, pero la literatura tiene otros tiempos”

0

Un libro que no le teme a las tensiones, a la incomodidad, al riesgo. En Cómo convertirse en nadie (Gog & Magog, 2024), la escritora argentina Betina González ofrece siete textos potentes –algunos en tono ensayístico, otros contados como crónicas que parten de alguna experiencia personal de la autora– que buscan desarmar con agudeza algunos lugares comunes alrededor del universo de los libros. Un ámbito pensado en un sentido amplio: desde las personas que los escriben, hasta aquellos que los leen; desde quienes los publican hasta los que trabajan de comentarlos, pensarlos o enseñarlos en alguna institución educativa. 

Lectora, escritora y docente, González también se dedica a desandar malentendidos. La confusión entre mercado editorial y literatura, la supuesta proliferación de la llamada autoficción o la trastienda para nada glamorosa de los premios literarios que ella misma ganó son algunas de las escenas que la autora despliega de manera cautivante en su nueva publicación.

En diálogo con elDiarioAR, González contó algunos detalles de este libro y ofreció su mirada sobre la búsqueda de la emoción, los tiempos para la lectura y las demandas de esta época.

–Vas alternando novelas o libros de ficción con ensayos como Cómo convertirse en nadie y antes La obligación de ser genial. ¿Cómo funciona esto en vos? ¿En algún momento sentís que tenés que, además de escribir tus historias, ponerte a pensar de algún modo en la escritura?

–Yo no lo vivo muy separado. Para mí escribir ensayos no es tan diferente en cuanto a la pasión y a la tarea intelectual de todo lo demás. No es tan diferente escribir un cuento, por ejemplo, que un ensayo. Hay un punto en el que el ensayo se diferencia de lo que sería un artículo académico: el ensayo es el pensamiento en movimiento. Sos vos escribiendo para pensar y pensando para escribir. No sos alguien que ya investigó un tema y tiene conclusiones probadas o experimentadas para transmitir. Entonces el ensayo para mí es un chispazo y eso mismo también me pasa con los cuentos. Ya me había pasado con el libro anterior que muchos de los chispazos habían surgido dando clases. Creo que las tres cosas están unidas: la escritura de ficción, la enseñanza y la escritura de ensayos. Es como un triángulo que se retroalimenta. Acá hay algunos ensayos que podemos pensar como ensayos sobre la escritura o más técnicos, aunque no me gusta la palabra “técnica”. Y hay otros más cercanos, si querés, a la crónica, sobre el hecho de ser mujer y ser escritora. En esos el chispazo tiene que ver con algo en lo que yo siento que puedo hacer una intervención. Con el valor testimonial que tiene el relato personal, digamos. De todos modos todo está muy relacionado porque si sos una mujer que escribe y estás pensando sobre escritura el hecho del género no pasa nunca a un segundo plano.

–En uno de los ensayos afirmás que toda persona que escribe tiene “el deber de ser anacrónica”. Quería saber por qué pensabas esto y cómo te llevás con el presente, como decías recién, como una mujer que escribe hoy.

–Siempre pensé eso en relación con lo anacrónico. Pero lo pienso cada vez más en los últimos años, sobre todo en la última década, porque vivimos en tiempos donde la sobrecarga de información, las fake news y la posverdad, entre otras cosas, parece que quisieran de alguna manera ir en contra de la existencia de un pasado. Los hechos no importan. La historia no importa. Solo importa lo que está pasando ahora. Entonces me parece que hay que ir en contra de eso y estar siempre volviendo al pasado. Por un lado, para no sentirnos tan especiales, a pesar de que nuestra época tenga nuestras particularidades. Porque hay un montón de fenómenos que ya se vivieron, quizás no con la misma celeridad ni con las mismas ansiedades actuales. Pero, por ejemplo, hacia el fin del siglo XIX la gente que estaba más en conexión con la política y la cultura y la literatura sabía que estaba frente a un fin de época y avizoraba que venía una guerra que fue después la Primera Guerra mundial. Y si vos hoy leés lo que dejaron como testimonio vas a observar que de alguna manera pensaron cosas que nosotros también estamos pensando en torno a varios miedos colectivos. Yendo al caso de la literatura, me parece más grave todavía enfrentarme como docente y como escritora a generaciones de jóvenes que escriben o quieren escribir sin leer. Que escriben sin conocer las tradiciones y sobre todo la tradición argentina. Por supuesto que son decisiones que cada cual toma y en algunos casos ese movimiento tiene que ver con decisiones estéticas. Las vanguardias también las tuvieron, hubo escritores conocidísimos que tuvieron esta idea de ir siempre hacia adelante y siempre hacia el futuro. Algo que en realidad es falso porque siempre estás yendo hacia el pasado también. Estás siempre trayendo cosas que ya se hicieron. Por eso a veces harta un poco encontrarte con la última novedad en una librería que tal vez sin saberlo repite setenta veces lo que los escritores anteriores hicieron mejor. Creo que a veces hay una ingenuidad de parte de los autores o autoras con respecto a eso. También esto se ve mucho a veces en las clases. Pero la ingenuidad puede ser muy buena si uno la cultiva pero desde otro ángulo. No es lo mismo ingenuidad que ignorancia.

A veces harta un poco encontrarte con la última novedad en una librería que tal vez sin saberlo repite setenta veces lo que los escritores anteriores hicieron mejor

–¿Y dónde están el huevo y la gallina? Porque están esos autores, pero también muchos editores dispuestos a publicarlos.

–Es difícil. Creo que la labor del editor es cada vez más difícil. No digo que la del escritor no lo sea, pero en los casos auténticos la escritura tiene que ver con la autenticidad del deseo. Y se trata de un deseo no de publicar, sino de pensar escribiendo y tratar de salir airoso o airosa en esa tarea. Ahora, el editor está en un lugar intermedio entre alguien que puede ser que ame mucho los libros y que ame la lectura y ame el pensamiento y, al mismo tiempo, se dedique a un comercio. Ahí cada modelo editorial maneja de distintas formas esas dos variables. Sí, yo me pregunto qué pasa con los editores que publican basura, porque realmente se publica mucho libro olvidable, mucho libro que después sepulta a la verdadera literatura. Para mí es un momento de crisis y por eso en el libro hablo un poco de lo que llamo “la inflación editorial”. Hay libros muy inflados, que suenan mucho. También autores que suenan mucho, a veces son muy buenos y otras veces, la mayoría de las veces, no lo son. Entonces como público lector, donde me incluyo, no tenemos brújulas para navegar ese mar de publicaciones. Porque todas las brújulas que teníamos están en crisis: el periodismo cultural, la academia, los especialistas. Nos enfrentamos a una decadencia del especialista. A nadie le importa que seas especialista en algo. Que es un poco un mal de época y lo que explican las tendencias como la posverdad o el negacionismo. Vamos a salirnos de la literatura por un momento. Una persona que es experta en física publica en Twitter resultados de algo que investigó. Y cualquiera le puede contestar y decir que la Tierra es plana y creer que esa discusión está existiendo cuando no hay una discusión ahí. Los hechos son los hechos y el que sabe es el físico. Es grave. Entonces, si sucede eso en un área de una especificidad como la física, imaginate lo que puede ocurrir en otro ámbito como el de la cultura. Es muy terrible.

–En algunos de estos ensayos y también en La obligación de ser genial, se hace referencia a la emoción. Pareciera ser un término que te interesa bastante y que siempre está volviendo. Algo que, al mismo tiempo, en otros ámbitos o entre otros autores suena un poco como una mala palabra. ¿Por qué creés que puede estar mal vista la emoción?

–Para mí si un texto literario no conmueve no es un texto literario. Hace poco estuve en Suiza y en un museo de arte plástico vi un cartel luminoso con una frase que decía que una obra de arte sin emoción no es una obra de arte. Me parece que esto es algo muy de un sector narcisista y malentendidamente intelectual argentino que confunde emoción con sentimentalismo, que no son lo mismo. Conmover a través de la palabra escrita debería ser uno de los principales objetivos de cualquiera que escribe. ¿Por qué? Porque si no, ¿qué es lo que la ficción aporta aparte de conocimiento? Creo que aporta esa capacidad de conmover que tiene que ver con un gesto hacia el otro y con haber sido capaz de poner en palabras algo que le puede pasar a otro. Que vos puedas leer a Pessoa hoy, o a Sylvia Plath, o a cualquier escritor que te conmueva y sentir que puso en palabras algo que a vos te pasa a mí realmente me parece del orden de lo extraordinario. Es como si estuvieras siendo consolada por un muerto o por alguien que puede estar vivo pero a kilómetros de distancia o siglos, alguien que vos nunca vas a conocer en la vida. De alguna manera creo que esa es la función de todo arte. Más allá de que siempre, como artistas, reivindicamos la idea de la inutilidad del arte, la inutilidad en términos económicos. Si vos leés a Benjamin, te conmueve. Si leés a Platón, también. Entonces, ¿cómo puede ser que la filosofía siempre tuvo esa capacidad y la literatura también, y que hoy en día haya gente que la niegue? Yo creo que son los que no pueden conmover escribiendo y se conforman con el jueguito intelectual nada más. Con eso no alcanza para que hayas hecho arte. Si no, sería muy fácil dar recetas y cualquiera escribiría un cuento o una novela. Pero bueno, no cualquiera escribe La metamorfosis.

–En varios de estos ensayos marcás que suele confundirse mercado editorial con literatura. ¿Es una confusión, es un malentendido?

–Es una confusión que existió siempre, pero que ahora explota por la cantidad impresionante de publicaciones que hay. Si vos leés cualquier documento de época de los años ‘50 o de los ‘60, como puede ser, por ejemplo, el Borges de Bioy, te das cuenta de que ellos veían lo mismo que vemos ahora. Veían que por un lado iban los libros comerciales y, por el otro, de un modo más subterráneo, la literatura. Y de ese río subterráneo de libros que de boca a boca van conmoviendo a una serie de personas a veces surgía alguna ola que levanta algún libro que pasa a la masividad o a la parte más comercial de ese mercado, como una excepción. Pero siempre hubo esa línea. Ahora, tampoco es una línea purista, puede haber algún libro que de entrada venda mucho y que sea un buen libro. Estos casos en la historia de la literatura suelen ser pocos. ¿Qué libros que podemos considerar obras de arte conmovedoras vendieron mucho? El viejo y el mar de Hemingway, por ejemplo. Es un caso que se puede citar. Fue el libro que más vendió de Hemingway, el que más rédito le dio. Por otra parte, no creo que ningún escritor esté en contra de vender libros o de que se vendan libros y creo que cualquier camino, tarde o temprano nos conduce a la literatura como lectores. Yo me crié en una casa donde había muchos best-sellers, textos que se compraban en colecciones o revistas. Así leí de todo, sin ningún criterio, y eso me dio mucha libertad. Por eso no comulgo con la gente que dice “ay no, pero los jóvenes leen basura”. No, me parece que está buenísimo que lean. En todo caso, el salto de una lectura que por ahí es súper comercial a algo que no lo es lo van a hacer en algún momento más fácilmente si están leyendo que si no están leyendo. 

Yo me pregunto qué pasa con los editores que publican basura, porque realmente se publica mucho libro olvidable, mucho libro que después sepulta a la verdadera literatura

–En tu libro usás un término como “trauma porn” para decir que muchas veces hay una tendencia a que se piense más en los temas de los libros que llegan a una especie de vidriera antes que en sus formas. ¿Gana el tema? ¿Se instaló esta tendencia definitivamente? 

—En los lugares donde doy clases yo creo que no es por tema sino una estética, un modo de escribir. Pero en general esto del tema por sobre cómo está escrito un determinado libro es algo que empezó con el periodismo cultural de los últimos años. Quizás el tema en la actualidad sea la única forma de ordenar tanta publicación, es decir por dónde entro a un universo tan grande de libros. Como un recurso para ordenar ese caos. Pero no sé, esto excede al periodismo cultural: mucha de la crítica académica empezó a hacerlo también. Y para mí es de una pobreza enorme que nadie esté hablando de cómo está escrito el libro, que nadie esté hablando del lenguaje, que nadie esté hablando de si un libro conmueve o no, de si alguien realmente se tiene una experiencia al leer determinado libro.

–Y al revés, ¿desde el lado de quienes se dedican a publicar? ¿Creés que ahí se prioriza el tema por sobre la forma? 

–Seguramente los habrá. De hecho debe haber autores que entran por el tema al libro. Para mí empezar por el tema es empezar por el lugar común. Una empieza más por una situación narrativa y al final, cuando terminás de escribir el libro, te das cuenta de los temas que trataste. Si no, inevitablemente el tema termina cayendo en algo muy codificado. La historia de amor, el narcotráfico, la dictadura. ¿Pero de eso qué nos dice el libro? ¿Y cómo lo hace? Si yo te digo qu El amante de Marguerite Duras es una historia de amor eso no tiene nada que ver con ese libro. Por eso a mí me pone muy nerviosa que la crítica, o lo que queda de la crítica, haya bajado tanto su nivel de exigencia con respecto a las publicaciones. Así se arma un círculo vicioso: hay muchas publicaciones, entonces se puede leer poco, y de eso mínimo de lo que se lee se comenta sólo el argumento. Así, entonces, nunca sabemos qué libros leer y cada vez más eso que se llamaba crítica deja de existir. Terminan siendo una especie de nomencladores de temas. Que la academia esté a veces plegada a eso también me parece grave.

Conmover a través de la palabra escrita debería ser uno de los principales objetivos de cualquiera que escribe

–Le dedicás uno de los textos a la definición de “autoficción”. ¿Hay más de la llamada “autoficción” ahora? ¿Todo el mundo quiere contar su vida? ¿Se habla más de esto en la actualidad? ¿Cómo lo pensás vos como escritora y lectora? 

–El término de “autoficción” tiene muchos años. En el libro menciono al francés Serge Doubrovsky que lo usa por primera vez para referirse a un libro suyo de 1977. Después, si querés, el auge comenzó en los 90 y no se acabó. Así que esto lleva muchas décadas y pasa por distintos momentos. Por ejemplo, si vos leés entrevistas de esa época a Fernando Vallejo, el colombiano, él jamás usa el término autoficción, pero sí hablaba en contra de usar la tercera persona. Él decía que no se podían escribir más libros con narrador en tercera persona, que todo tenía que estar en primera persona. Algo muy de ese momento de la postmodernidad de los ‘90, del fin de la historia; esta idea de que ya no hay grandes relatos como la novela de aventuras, entonces solo puedo dar cuenta de mi experiencia personal. Pero una cosa era eso, que hasta podía tener su lado de falsa modestia pensando en Vallejo que siempre escribe con la misma voz y aunque sean novelas distintas parece siempre el mismo narrador. Y otra cosa es lo que trae tu pregunta sobre que cualquier persona hoy quiere publicar un libro con la historia de su vida aunque no tenga historia para contar. Aunque no tenga nada para contar ni pericia para hacerlo. Porque las dos cosas tienen que estar en un buen libro, la historia y la destreza con el lenguaje. Cuando vos te encontrás con libros que no tienen ninguna de las dos cosas, que no tienen ni una historia para contar ni tampoco una maestría en el lenguaje, te preguntás para qué está eso publicado y por qué el deseo de esa persona de hacerlo. El deseo de escribir la propia historia a mí me parece legítimo, ahora, ¿por qué en un libro? Tenés las redes, tenés otros formatos hoy en día. Todo el tiempo estamos rodeados de catarsis de personas que suben su video o su tweet o lo que sea y están contando algo. ¿Por qué esa necesidad del libro? Muchas veces te encontrás con personas que vienen a los talleres con esa ansiedad de la publicación y nada más. Como si el libro tuviera una especie de vestigio de capital simbólico que no tienen otros objetos culturales y que hace que las personas quieran eso más allá de que el contenido o la forma no les interese. Ahí está esto de lo de la inflación editorial que comento en Cómo convertirse en nadie.

–¿Es una suerte de mal de época la publicación excesiva de este tipo de textos?

–Es un fenómeno que a mí me excede en tanto escritora porque no sé qué rédito puede tener una editorial que saca este tipo de libros que no son buenos libros, por lo tanto a la larga no se van a vender. Pero, sí, creo que es una especie de mal de época. Así como en otras épocas la gente quería ser actriz o actor, o rockstar, creo que  hoy el escritor o la escritora es una de las pocas figuras que todavía se mantienen de esos viejos ideales de destino del siglo XX. Por eso creo que, cuando te digo que yo tengo que sentir que hago una intervención, creo que contar la propia historia como escritora por lo menos sirve para derribar algunos mitos en torno a esas ideas tanto del glamour de la escritura o del mundo de los escritores como también derrumbar un poco la idea de que cualquiera lo puede hacer. ¿Cualquiera va a ser Nabokov o cualquiera va a ser Virginia Woolf? Y, no. Realmente no solo implica mucho trabajo, porque se ha hablado mucho de la escritura como un trabajo, sino también talento. Yo creo que existe el talento, y como lo digo en uno de los textos, el talento es una actitud, una actitud frente al lenguaje. Como decía Truman Capote, para ser escritor tenés que desearlo las 24 horas del día. Pero no desearlo en términos de “quiero ser famosa” sino estando todo el tiempo tiempo metidos en eso que es la palabra.

–Uno de los textos más potentes del libro describe con crudeza toda la trastienda del momento en el que recibiste el Premio Clarín de Novela. Se lee esto que decís de cierta desmitificación y también de un lugar muy solitario en el que queda alguien que recibe uno de estos reconocimientos tan estridentes y al mismo tiempo un poco pesados.

–En un lugar muy vacío.

–¿Por qué decidiste contarlo así?

—Desde que me gané ese premio pensé que iba a escribir algo al respecto. Pero tenía que pasar mucho tiempo para poder digerir todo lo que me había pasado y tomar distancia. Creo que si hubiera escrito este texto en ese momento no hubiera sido, no sé, tan potente como decís que es. Porque se necesitaba tomar distancia y que pasaran unos años y ver todos estos fenómenos con más claridad. ¿Y por qué decidí escribirlo? Como lo cuento en el libro, por una conversación que tuve con una alumna. Me di cuenta de que faltaban testimonios en torno al mundo de los premios. Que vivimos en un mundo de sobreentendidos, sobre todo en Argentina. Hay un público que lee y al que le interesa la literatura que cree que todos los premios están arreglados o que algunos premios te llevan y te abren todas las puertas del universo. Hay algunos escritores colegas a los que les han pasado cosas como las que yo viví o pasaron por otro tipo de experiencias que han contado. A veces son esas escritoras o escritores que siguen manteniendo un mito en torno a la literatura de que, por ejemplo, nunca les rechazaron un libro. Nunca hubo, entre comillas, fracasos, y siguen vendiendo una especie de idea falsa súper glamorosa de una actividad que no tiene mucho de eso. Alguien que escribe en todo caso es alguien que se juega la vida a las ideas o a las palabras. Me parece que todas estas personas que quieren publicar cosas de autoficción, que en su mayoría son una narrativa inane, no tienen esa pasión por la palabra y por el pensamiento. Entonces, colaborar con un mito en torno a eso me parece que no está bueno. Me parece que ya es hora de que algunos escritores que estamos en esa generación puente entre el siglo XX y el siglo XXI contemos un poco cómo eran las cosas antes, porque pasó todo muy rápido. Hace 20 años que yo gané el Premio Clarín, 20 años en la historia de la humanidad no son nada pero en 20 años cambiaron las cosas mucho. Entonces, creo que está bueno decir “hay premios que fueron y son legítimos, podés estar o no de acuerdo con el jurado pero que han sido transparentes y que se le ha dado a alguien que no era conocido ni tenía ningún tipo de contacto”, y también que los premios no te garantizan nada y que el lugar que la gente cree como el lugar del éxito es un lugar solitario y muy desestabilizador. 

–Vos, como aparece en el texto, además vivías en el exterior en ese momento, venías “de afuera”, en la mirada de muchos.

–Es que yo justamente no tenía esa fantasía del glamour, a mí no me interesaba la parte pública de ser escritora. No me interesaba en los términos en los que paradójicamente parecen interesarle a mucha gente.  A mí no me importa salir en el diario o estar en la tapa de la Para Ti o la revista Gente. Ahora quizás los premios no tienen ese grado de circulación o de exhibición tan puntual porque todo está más atomizado, con las redes y otros espacios. O no hay un solo premio que te ponga en la vidriera. Pero creo que estuvo bueno contar cómo era antes y que se derrumben algunos de esos mitos. Seguramente mis colegas varones tendrán cosas para contar de este mundo, pero que no van a ser textos de este tenor, me parece. Entonces, con más razón, me parecía que hacía falta contarlo porque además aquella era una época donde los machirulos estaban desatados.

Alguien que escribe en todo caso es alguien que se juega la vida a las ideas o a las palabras. Me parece que todas estas personas que quieren publicar cosas de autoficción, que en su mayoría son una narrativa inane, no tienen esa pasión por la palabra y por el pensamiento.

–¿Cambió algo en este sentido en todo este tiempo?

–Lo principal que cambió es que no hay esa impunidad. Hoy un tipo no puede hacer una columna como la que hizo Daniel Guebel en ese momento. O sus amigos hacer cosas en los blogs sin que salga gente a decirles algo. Hoy uno puede hundir a una persona o hablar mal de una persona de muchas maneras y eso va a seguir existiendo. Ahora, yo creo que cuando una mujer que es percibida como joven y bonita y hoy se gana algo o se destaca en algún ámbito viniendo de afuera de ese mundo es sospechosa. Es más sospechosa que un varón. Esas cosas no cambiaron profundamente. Miralo ahora en la campaña presidencial de Estados Unidos el tipo de ataques que está recibiendo Kamala Harris, por ser mina y no tener hijos y tener gatos: the cat lady versus el tipo más siniestro de la historia del universo que tiene un montón de problemas de corrupción. Pero las campañas se ven como legítimas de todos modos no importa lo que digan. Está legitimado que se le puedan decir esas cosas a una mujer. Los premios o los reconocimientos te abrirán algunas puertas, pero levantan un montón de paredes también. Sobre todo si sos mujer.

–¿Cómo se arma el equilibrio entonces entre tener una voz pública, estar escribiendo en este presente y, al mismo tiempo, como propone el título de tu libro, convertirse en nadie?

–Bueno, yo todavía estoy trabajando sobre cómo hacerlo (risas). Creo que es una de las cosas más difíciles para una escritora o un escritor contemporáneo: cómo estar y no estar presente. Querés tener lectores y es genuino. Ese deseo no hay por qué negarlo. Creo que por eso también escribí un ensayo sobre centro y periferia, pensando sobre todo en la posición autoral. No tanto en los libros sino en cómo te presentas como autor. Esa figura pública que inevitablemente sos. Cada cual encontrará la forma que le permita navegar esa dualidad entre hacer algo que es absolutamente privado y en soledad y luego asumir un lado público. Yo lo que sé es que a mí me llevó muchos años no crear un personaje, que es esta idea de Fogwill, cuando me dice el día del Premio Clarín: “Te vas a crear un personaje”. Está esa opción de asumir un personaje público más allá de lo literario, transformarte en una especie de figura, que es algo que yo nunca quise. Una figura que podía tener algo clownesco como era la de Fogwill de manera deliberada, alguien que vos veías y podía ser o no ser un escritor, porque también era publicista y tenía todas esas cosas. O podés ser un súper intelectual que opina sobre política. Digo, son distintas posiciones autorales públicas. A mí me llevó mucho tiempo pensarlo, yo quería que mi única máscara fuera la de la autenticidad. Una posición que no es fácil: no es fácil no haberme cambiado el nombre, decir lo que pienso, publicar los libros tal cual los escribí sin transar con ofertas de editores o de premios que proponían cambios en los libros. Son todas cosas que he hecho para poder ser nadie, que era lo que quería. Poder seguir escribiendo. Por eso prefiero no estar en la cresta de la ola. Yo confío en que los buenos libros tardan más pero llegan. Yo no estoy apurada. La época te quiere convencer de que te estás perdiendo siempre de algo, pero la literatura tiene otros tiempos. Quiero creer que si va a sobrevivir, va a sobrevivir teniendo otros tiempos también. Entonces, ¿por qué trabajar para el tiempo de lo efímero? Como decía Fernando Pessoa, hay que escribir no para el tiempo vulgar de la propia época sino para el tiempo que va a venir después.

AL/DTC

Sobre la autora

Betina González nació en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires. Es autora de las novelas Arte menor, Las poseídas, América alucinada y Olimpia. También publicó el libro de ensayos La obligación de ser genial y dos colecciones de cuentos: El amor es una catástrofe y Feria de fenómenos.

Sus libros recibieron los premios Clarín, Tusquets y el que entrega el Fondo Nacional de las Artes. Además es docente en diversas universidades públicas de Argentina.