El ritmo de vida en Cannes es frenético y sostenido. El día arranca temprano y termina tarde. Lo que hay en el medio es una sucesión más o menos organizada de proyecciones de películas, cafés al paso y trasnochadas para sentarse a escribir impresiones. Cuatro, cinco, seis películas por día, con el tiempo justo para ir de una sala a la otra, hacer la fila, etc, en una secuencia que se va armando en función de los deberes y los gustos. Es que sin ritmo no hay Cannes, del mismo modo que sin ritmo no hay música, ni poesía, ni cine. Y en las tres películas sobre leyendas de la música programadas en esta edición, el ritmo no es solo un elemento estructural del lenguaje, sino un recurso específico para narrar tres vidas –David Bowie, Elvis Presley, y Jerry Lee Lewis– y la más maravillosa música que nos dieron.
¿Qué se puede decir ya sobre el montaje en las películas de Baz Luhrmann? Desde su primera película Strictly Ballroom –estrenada en Cannes hace 30 años y proyectada a modo de homenaje en esta edición– el ritmo de Luhrmann es una marca personal: hiperquinético, desmesurado, apabullante y al mismo tiempo nos da la sensación de estar bajo control todo el tiempo. Elvis, la oversized biopic del Rey indiscutido del rock and roll, arranca con ese paso agitado desde el vamos, construyendo a su personaje desde las influencias musicales de su entorno –el gospel y el rhythm & blues negro en las iglesias y en los antros– usando elementos de los comics, de los que era fan. La voz narradora será la de su polémico manager, el “Coronel” Tom Parker (Tom Hanks con una superposición de acento y maquillaje marca Oscar), un empresario circense que dominó la vida y carrera de Elvis en una relación de dependencia psicológica y abuso económico que será determinante en su trágico destino.
Luhrmann estructura la película en etapas de la vida de Elvis: sus comienzos estallando de rock en los escenarios (y las películas) hasta su servicio militar en Alemania a principios de los 60, un alejamiento pensado para “frenar” los efectos de esa revolución pélvica que el director filma sin pudor, intercalando planos detalle de la entrepierna de Elvis con los primeros gritos de una adolescente de los 50. Luego, su retorno para el legendario especial televisivo en la NBC de 1968, y finalmente sus años como artista residente en Vegas, esa prisión de oro que marcaría su final.
La performance de Austin Butler como Elvis se mantiene como una melodía sólida con grandes momentos en los conciertos en vivo, aunque ayuda que el Elvis de Luhrmann sea una versión edulcorada de un personaje que fue mucho más gris, sobre todo en su relación política con el mundo. Pero la cadencia de la película y su deleite kitsch no se sostienen en los largos 160 minutos, y como ese Elvis cada vez más ponderoso y exhausto, hay algo de la elasticidad y la dinámica que pierde velocidad, hasta el inicio de la etapa Vegas, que toca la última nota alta de la película. Como si Luhrmann hubiese estado más interesado en que la película logre un unísono con “el show más grande del planeta” que en decir algo sobre la vida de su personaje.
Donde no faltan ideas y opiniones es en Moonage Daydream, el otro gran espectáculo musical de este Cannes. Con acceso total al archivo de David Bowie, el director Brett Morgen construyó un objeto híbrido, tan apabullante como complejo. Es un documental casi con género propio, armado como un rompecabezas de imágenes que van desde increíbles rendiciones de clásicos de Bowie en vivo hasta videoclips, entrevistas y escenas de películas, pero también imágenes abstractas y conceptuales, que vemos mientras el audio nos ofrece la voz del propio Bowie reflexionando sobre sí mismo, el arte y el mundo.
Objeto tan alienígena como su protagonista, Moonage Daydream (la idea de “sueño despierto” es una buena descripción de la película) es una experiencia cinematográfica y musical expansiva que sin embargo tiene una estructura clara, una línea temporal que tiene que ver menos con el paso del tiempo que con las metamorfosis del artista, y se mueve empujado más por la inasible historia de Bowie que por la Historia de su discografía. Al mismo tempo, sin embargo, el registro grandilocuente y apabullante de Morgen a veces obnubila la expresividad misma de las ideas y la música, y con sus ansias de ser una obra monumental la película se enamora demasiado de sus recursos de montaje, y el ritmo termina silenciando la armonía visual de una película que nació para la pantalla grande, aunque no sería nada raro que en Argentina solo podamos verla en streaming. Ojalá que no.
Del otro lado, el documental Jerry Lee Lewis: Trouble in Mind, de Ethan Coen, no solo parece pensado para una pantalla de televisión, sino que también está compuesto por imágenes originalmente televisivas. Breve y concisa, la película fue montada por Tricia Cooke, habitual colaboradora de los Coen –y esposa del mismo Ethan– que debería tener un crédito de co-directora, porque si la película funciona como un retrato del músico de 86 años, es justamente porque se trata de una pieza de precisión narrativa con Lewis como protagonista absoluto y único narrador de sí mismo. En su puntual recorrido por la historia del músico, termina siendo un retrato magnífico –y magnánimo– sobre la arrogancia del autor de Whole Lotta Shaking Going On y Great Balls of Fire, quien después de su meteórico éxito y debacle por el escándalo de su casamiento con una prima de 13 años, logró volver al tope de los charts convertido en un artista country.
Lo genial de Jerry Lee Lewis: Trouble in Mind, además de los conciertos para TV y registros de shows en vivo que la componen –el dueto con Tom Jones es único–, es cómo compagina todo ese material preexistente y logra unirlo como piezas sueltas de rompecabezas distintos. Así, con solo sus palabras y su música, que escuchamos en un mismo hilo mientras la película empalma materiales de archivo dándole a la película una fluidez impecable. La escena hermosa del final es el único contrapunto –que vale la pena no spoilear– de un documental sencillo que, sin cabezas parlantes, experimentos formales, ni opiniones expertas, apuesta todo al ego indestructible de la última leyenda viviente del rock and roll, y, como su protagonista, nunca pierde el ritmo.
AM