“Ya fueron por el campo, las jubilaciones y la propiedad privada, ahora van a ir por las prepagas”.
“Tengo miedo a que se continúe perpetuando una línea donde nos sacaron lo más sagrado que tenemos: nuestros hijos”.
“Estamos a 7 diputados de ser Venezuela”.
Estas alertas rojas ululantes, con balizas marítimas y sirenas encendidas por el dedo antipánico del simpatiquísimo diputado Waldo Wolf nos hablarían del fin del mundo, en el caso de que tuvieran algo de realidad. Pero no tienen ninguna.
¿Por qué hablar así, en un simulacro de batalla final en la que muchas veces hemos visto al victimario ponerse el outfit rendidor de la víctima? Porque el miedo, despertado en quienes no sean capaces de bloquearlo con la razón o la ironía (y, en el peor de los casos, con un poco de información), es una herramienta clásica de la agitación conservadora que apunta a la debilidad mental de los ciudadanos, y entiéndase por favor que “debilidad mental” alude a falta de fortaleza, no a cuadro psiquiátrico.
Sin ningún préstamo tomado del arte de narrar, ni siquiera del de injuriar, a Wolf le basta con enumerar con los recursos de la advertencia hiperbólica una lista de conceptos fantasmoides y agitarlos alrededor de lo que haya quedado de la Revolución Rusa para producir en los desprevenidos el terror de los niños al Cuco. Con tan poca cosa se cumplen sus aspiraciones expresivas.
Imaginemos que ese delirio, compactado por la máquina de despachar clichés alarmistas por vía de una distribución masiva de la alarma (vi, mordiéndome la risa, cómo el espinel asustadizo de La Nación y LN+ lo tomaban en serio), prenda sus bichos en un ciudadano que crea, por esa extraña fe por la que se le cree a algunos personajes públicos, que se va a quedar sin campo, sin departamento, sin prepaga, sin jubilación y sin hijos. ¿En Suiza? ¿En Luxemburgo? ¿En Nordelta? Lo lamento mucho: en Ve-ne-zue-la, el país que menos tiene que ver con la Argentina y, sin embargo, allí está, acechándonos como un sátiro petrolero detrás de los arbustos.
El libreto es modestísimo. No vemos ningún mérito compositivo detrás de él, ni siquiera un compromiso mínimo por tender puentes con alguna verdad. Su negocio es insuflar el temor, la inquietud de la desdicha, el malhumor y el desprecio comunitario. Imposible aceptar un país del que sólo podemos ser víctimas de mil calamidades concurrentes. ¿Quién querría vivir en un país descripto así? Pero la pobreza argumental de Wolf, que tiene en contra su amor al fantaseo sórdido que le da “realidad” a su Argentina (todo es Venezuela, todo es Nisman, todo es éxodo de hijos), y a favor su increíble don de tolerancia, no son el tema. El tema es, por volver a lo mismo, ¿por qué y para qué darle a la política el régimen de un discurso de delirio? Porque se puede, y no se paga.
Jaime Durán Barba, idólatra de Silicon Valley que sueña con un bife de chorizo saliendo por fin de una impresora 3D como un Apollo de Cabo Cañaveral y ex soldadito de la liberación de América Latina en los ’70, es quien consiguió establecer las condiciones para que se impusieran monstruosidades lógicas como aquellas de las que nos surtió Wolf en los últimos días.
En su libro La política en el siglo XXI – Arte, mito o ciencia (Debate, 2017), que firmó con Darío Nieto, Durán Barba, que sigue dando cátedra acerca de su inocencia en la creación de aparatos electorales decepcionantes, describe dos conceptos solidarios que actúan sobre lo que llamé más arriba “debilidad mental”: “comunicación creativa” atacando el “presente psicológico” de, digamos, los contribuyentes. Y si bien el libro tiene ya cuatro gastadísimos años de supercherías (fue publicado en el momento más engañoso de la presidencia de Macri), algunas estrellas desinhibidas de la Asociación del Rifle argentino que se cuece en varias ollas, todavía insisten en contar los cuentitos tenebrosos del Bien.
Lo cierto es que esa modalidad de calcular los efectos de la “comunicación creativa” sobre la “actualidad psicológica” de millones de chorlitos, ocultando on line los daños sociales que le correspondieron a la aventura, fue el sistema verbal dominante de los últimos años en el escenario donde se discute a patadas lo público. Lo revelaron Duran Barba y Nieto en una de las catacumbas del libro, al aludir a “la falacia del espantapájaros”, inspirada en el “kit del escéptico de Carl Sagan”. ¿En qué consiste la gracia? “En deformar los argumentos del adversario tergiversando, exagerando o cambiando sus palabras para que sea fácil refutarlo”. Deformar, tergiversar, exagerar y cambiar. Tremendo cuarteto de verbos al servicio de ocultarse debajo del lenguaje. Si encuentran en dos líneas una mayor apología de la manipulación y la sustracción de esa cosa misionera que le daba a la política un cierto compromiso de verdad, ¿me mandan un mensajito? Waldo: ¿me mandás?
La confusión de Alberto Fernández al hablarle a Pedro Sánchez de algo que se le pegoteó en la cabeza, es un hecho que se ve agitando sus brazos en la costa contraria a la de la manipulación. Como todo error, se paga a la escala a la que se lo comete. Pero hay en él una tozudez por decir algo personal que asume el vértigo de hacerlo sin apoyo, y por lo tanto sin cálculo. Es parte de la famosa ráfaga de Uzi en los mocasines presidenciales. Muy útil para descubrir, con una sorpresa más grande que el error, cuántos miles de argentinos habían estado leyendo en secreto a Octavio Paz, pobre víctima de Roberto Bolaño; y a Carlos Fuentes, el protagonista de El congreso de literatura, de César Aira. Da gusto que detrás de un presidente equivocado haya tantos argentinos infalibles que aman la literatura.
JJB