Un posible mapa del presente sonoro
No hay dos personas que escuchen de la misma manera ni que oigan lo mismo al hacerlo. No existen grupos culturales o etarios y mucho menos ciudades o naciones que coincidan en sus protocolos para definir qué es lo bueno y qué lo malo y, posiblemente, ni siquiera para definir qué es la música y qué se espera de ella. Y, sin embargo, a pasar del inevitable relativismo que eso supone, una vez que se establecen ciertos parámetros, una cierta objetividad es posible.
Hay músicas en las que la elaboración puesta en juego –las capas de cultura (y culturas) que las conforman– no tienen la menor importancia. Y otras, mucho menos masivas, que requieren un tipo de atención distinto y que entregan sus frutos de manera más trabajosa y menos inmediata, en las que esas capas –algo similar a lo que José Emilio Burucúa identifica, en el cultivo de las flores y la gastronomía elaborada, con la civilización– son esenciales. Es decir, sostienen el valor de esas obras para la propia comunidad que las disfruta. No son mejores que las otras. No definen a su público como superior, más espiritual o más sabio que ninguno. Los motivos por los que alguien se emociona con la Sonata Hammerklavier de Beethoven en lugar de hacerlo con “Como si no importara”, de Duki, son misteriosos y, sobre todo, imposibles de juzgar.
Eventualmente, la suposición de que el placer frente a ciertas maneras y estilos de las artes hacía mejores a las personas –y bastaba para diferenciar la calidad humana de cada cual– sufrió un duro golpe ante la comprobación de que el gusto de Joseph Goebbels, Adolf Hitler y Reinhard Tristan Heidrich, caracterizados wagnerianos y, en el caso del último, violinista competente, era mucho más refinado –civilizado, podría decirse– que el de los campesinos polacos y bielorrusos, y los judíos, homosexuales y gitanos cuyo exterminio planificaron. Tampoco la idea de la universalidad de la música –y en particular la del valor de la llamada “clásica”– logró sobreponerse a la evidencia de que la porción de la humanidad que siente algún grado de disfrute o de emoción con ella –es más, que reconoce su existencia– excede con dificultad el 3 %.
Es por eso que, en este pequeño recorrido por lo que algunos llamarían “los mejores discos de 2024”, me ceñiré a una rigurosa primera persona, y me limitaré a recomendar la escucha de algunos discos –¿habrá que seguir nombrándolos de esta manera cuando en rigor el disco ya no existe?– que me gustaron e interesaron –a veces se trata de lo mismo y a veces no– dentro del pequeño –pequeñísimo– universo de los lenguajes que establecen su valor en la complejidad, el cuestionamiento del lenguaje y cierto riesgo estético, y en el campo definido por una audición lo más atenta posible.
No puedo decir que son los mejores y mucho menos que son los únicos. Siempre, inevitablemente, es mucha más la música que se nos escapa que aquella que llegamos a escuchar. Pero sí puedo asegurar que, en sus terrenos, y para los oyentes que compartes los sistemas de valor que los rigen, son grandes discos.
Para comenzar hablando de lo que ya se ha hablado, la interpretación que dos de los grandes solistas del momento, la cellista Sol Gabetta y el pianista Bertrand Chamayou, realizaron de la obra de Felix Mendelssohn para sus instrumentos, y la edición de la parte que había quedado inédita de la presentación del trío conformado por Keith Jarrett en piano, Gary Peacock en contrabajo y, en batería, por Paul Motian, posiblemente quien más se haya entendido con este contrabajista en toda su carrera, en 1992 y en el Deer Head Inn de Delaware, están, para mí, no sólo entre las ediciones destacadas de este año sino de muchísimo tiempo. Chamayou también es protagonista de otra publicación notable, Cage², donde revela las bellezas recónditas de 20 piezas inspiradas en danzas y compuestas para piano preparado por John Cage.
De un tiempo a esta parte, el mundo de la música de tradición académica europea se ha acostumbrado al pretexto de los aniversarios redondos. Ocasionalmente, esto deriva en logros estéticos de gran envergadura. Las dos producciones que el pianista Laurent Wagschal dedicó a Gabriel Fauré, conmemorando el centenario de su muerte, son ejemplares. En su integral de las obras para piano solo y en las obras completas para cello y piano, junto con Pauline Bartissol, logra, con su exquisito manejo de los claroscuros y de la difuminación del contorno, el exacto correlato musical de los cuadros de Claude Monet, contemporáneo exacto de Fauré. Los doscientos años del nacimiento de Anton Bruckner, por su parte, tuvieron un recordatorio magnífico con la intensa –y a la vez asombrosamente detallista– interpretación de su Sinfonía Nº 7 por la Orquesta Sinfónica de la Radiodifusión de Berlín, con dirección de Vladimir Jurowski.
Los casi doscientos puntos de inflación, sumados a los precios disparatados en dólares producidos en el último año por el autopercibido Nobel de Economía & His Gang han convertido la producción discográfica argentina en una entelequia y mucho más en los territorios de lo que aspira a un consumo masivo. Aún así, de manera independiente o gracias a proyectos tan tozudos como imprescindibles, entre los que el sello rosarino BLueArt es un ejemplo, varios músicos ligados al jazz, las músicas actuales que desarrollan matrices asociadas con diversos folklores –incluyendo al tango– y sus alrededores, han plasmado, entre los fines del año pasado y este final de año que se acerca, varias ediciones sumamente valiosas.
El pianista y compositor Nataniel Edelman, en trío con el baterista Sergio Verdinelli y el contrabajista Santiago Lemisovski, editó, para BlueArt, Perecedero, un álbum con composiciones originales –y de gran originalidad, lo que podría no ser lo mismo– en el que prima la transparencia de las texturas, el aire que se deja correr entre los sonidos y, desde ya, la interacción de los tres músicos. El mismo Edelman, que había registrado un disco con otro trío, el que conforma con dos grandes nombres internacionales del jazz actual, el saxofonista Michaël Attias y el contrabajista Michael Formanek, para el sello portugués Clean Feed (Un Ruido de Agua), lo presentó en vivo con una gira por ese país y como resultado publicó En vivo en Lisboa –que puede comprarse y ser escuchado en la siguiente página de Bandcamp:(https://natanieledelman.bandcamp.com/album/en-vivo-en-lisboa).
En ECEM, del extraordinario trompetista marplatense Valentín Garvié (con Luciano Monte en batería, Martín de Lassaletta en contrabajo y Teby Frontera en guitarra eléctrica) desafía los límites rígidos entre géneros y navega con fluidez –e innegable goce– por las fronteras y sus territorios aledaños, a uno y otro lado de los límites, moviéndose entre lo escrito y lo improvisado, el swing y los loops minimalistas y, desde ya, entre el jazz, los folklores rurales y lo que allí se filtre desde la imaginación y el conocimiento de quien, además, es el solista de trompeta del Ensemble Modern, uno de los grupos más prestigiosos en el ámbito de las músicas del siglo XX y XXI. (Off Topic: recomiendo escuchar sus discos dedicados a Conlon Nancarrow y a Frank Zappa).
El saxofonista Luis Nacht, con Demián Cabaud en contrabajo y Jeff Williams, en Furtivo, y el gran contrabajista Juan Pablo Navarro en Visiones pandémicas, también apostaron con éxito a la libertad creativa y aquello de lo que hablaba al principio, el riesgo estético, desafiando las escuchas algorítmicas y las elección de algo que, por ahora, es mucho más artificial que inteligente. Y lo mismo puede decirse de un disco aparentemente más conservador. El pianista Adrián Iaies, en We’ll Be Together Again, a solas y en vivo en el club Prez, surca las aguas supuestamente tranquilas y engañosamente transparentes de los standards –los temas clásicos; los que el ama, en definitiva– y es capaz de encontrar allí las corrientes ocultas, los pequeños desvíos y los oleajes escondidos.
La cantante Samara Joy en Portrait, el inmortal Charles Lloyd en The Sky Will Still Be There Tomorrow, el encuentro/ homenaje de Esperanza Spaulding y Milton Nascimento, Cloudward, de la guitarrista Mary Halvorson, Francesca, de otro saxofonista cercano a la inmortalidad, David Murray, el dúo entre el trompetista Wadada Leo Smith y la legendaria pianista y organista Amina Claudine Myers, lo nuevo de un viejo prócer, el inglés John Surman, la saxofonista oriunda de Chile Melissa Aldana, el joven y brillante Immanuel Wilkins, la afortunadamente inclasificable Arooj Aftab, de quien ya se ha hablado en Qué escuchar y, en el final pero lejos del último lugar en importancia, James Brandon Lewis al frente de un excelente cuarteto, brindan un buen panorama de los caminos por los que transita el jazz del momento, al que habría que agregar el disco de la flautista Nicole Mitchell con Ballaké Sissoko, el destacado intérprete de kora nacido en Mali. Un jazz signado por la convivencia de antiguos y nuevos maestros y la mayor de las heterogeneidades estilísticas.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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