“Que yo sepa, nada de esto pasó realmente. Yo escribo ficción, algo que para mí siempre tiene que ver con la verdad: la verdad de estar vivos, de ser seres humanos. Y lo que los seres humanos se hacen los unos a los otros. No me interesa escribir sobre mi propia experiencia. Prefiero dejar correr mi imaginación y que ella se despliegue sobre lo que sí estoy interesada. No conozco a ningún vendedor de carbón, no conozco a nadie con cinco hijas. Realmente, no tomé esto de la vida de nadie”, dispara entre risas por videoconferencia la escritora irlandesa Claire Keegan. Se refiere al protagonista de su última y breve novela, Cosas pequeñas como esas (Eterna Cadencia, 2021), que llega al público después de diez años de la anterior, Tres luces.
El nuevo libro, que transcurre cerca de la Navidad de 1985 en días de mucho frío, se enfoca en la historia de Bill Furlong, un trabajador que vive en un pequeño pueblo irlandés con sus cinco hijas y su esposa. En apariencia, una vida apacible, de trabajo y tal vez demasiadas rutinas. Hasta que el hombre debe entregar un pedido en el convento de la zona y se encuentra con algo que lo impactará para siempre.
“Esta historia está dedicada a las mujeres y niños que padecieron en los hogares para madres e hijos en las Lavanderías de la Magdalena de Irlanda”, se lee en la primera página de Cosas pequeñas como esas, un dato que sirve como una especie de brújula para los lectores. Esas “lavanderías” y conventos irlandeses fueron gestionados durante décadas por la Iglesia Católica. Tenían como finalidad dar alojamiento y trabajo a mujeres jóvenes y humildes que llegaban muchas veces embarazadas. Pero lejos de ser el lugar idílico que pretendían, allí las mujeres quedaban encerradas y eran obligadas a trabajar en condiciones infrahumanas. Muchas de ellas morían y varios niños quedaban abandonados.
En 2017, la noticia impactó al mundo: restos de huesos infantiles fueron encontrados en fosas comunes de conventos irlandeses y de a poco la cruenta historia de las Lavanderías de la Magdalena se fue revelando en toda su dimensión y en su horror.
Para Keegan, de todos modos, se trata apenas del “contexto histórico” de su relato, que cuenta una historia que ella imaginó.
“Existían estas lavanderías de las Magdalenas y hubo en Irlanda lugares así para madres e hijos. Pero ninguno de los detalles que yo me imaginé y aparecen en el libro fueron tomados de la vida o la experiencia de nadie, que yo sepa. Y si ese es el caso, es puramente algo accidental, una coincidencia”, asegura la escritora.
“Yo no conozco a nadie que haya estado involucrado en circunstancias así. Y tampoco he hablado con sobrevivientes de las lavanderías. Supongo que esto fue la respuesta de mi imaginación para explorar los silencios y la vergüenza alrededor de esto, sobre por qué la gente no decía más o no hacía algo más. Supongo que quizá estaban muy asustados: la Iglesia Católica tenía un poder enorme en esa época. Y, además, era sostenida por el Estado. Entonces el Estado y la Iglesia estaban actuando juntos”, agrega y apunta, siempre dejando un lugar para la duda, para la incertidumbre en lugar de las definiciones tajantes: “Yo no sé si hubiera querido escribir sobre un vendedor de carbón que tiene cinco hijas en 1985, en la Irlanda católica y con mal clima. No sé si elegí o si eso me fue dado para ser contado. No sé si los escritores eligen sus textos o son los textos que se ofrecen, que eligen a sus autores”.
Y momentos después asegura: “No soy una escritora que ya sabe todo lo que va escribir antes de sentarse a escribir y tampoco me dejo llevar por las palabras, porque si hiciera eso mis libros serían más largos”. Aunque se trata de una narración delicada y sutil, Cosas pequeñas como esas tiene un pulso muy marcado: la tensión va incrementándose a medida que el relato avanza y que el protagonista empieza a atar algunos cabos.
Consultada sobre este punto, Keegan analiza: “Creo que la tensión viene de la pérdida. No me interesa tanto el drama, pero sí la tensión. Y aunque creo que a la tensión no le gusta mucho el drama, éste sí se vuelve algo vivo, al menos en la narrativa que a mí me gusta, a partir de la pérdida. La buena ficción se trata a final de cuentas de la pérdida. Puede ser sobre perder tiempo, dinero, un amor, tu casa o sobre perder tu dignidad o tu paciencia. Podría ser cualquiera de esas cosas. Creo que, en el fondo, tiene sentido, porque sabemos que al final vamos a perder todo. Entonces estamos, de alguna manera, practicando la pérdida a medida que vamos envejeciendo”, agrega la autora.
El nuevo libro llega después de una década, algo que podría resultar curioso tratándose Keegan de una de las voces más interesantes de las letras de su país. Ante la pregunta, la escritora se ríe y reflexiona: “La razón por la que no publiqué nada en los últimos diez años fue porque me dediqué a enseñar a tiempo completo. Y también supervisé traducciones. Entonces pasé gran parte de mi tiempo haciendo eso. Una de las buenas cosas de la pandemia y del confinamiento, para mí, fue que me di cuenta de cuánto tiempo pasaba con los manuscritos de otras personas. Y leyendo a otros, enseñándoles, preparándolos. Entonces decidí dejarlo todo. Eso fue una buena cosa que aprendí en esta situación”.
Keegan asegura que, por las restricciones sanitarias y porque no dio clases como lo hacía habitualmente en el Trinity College, escribió más que nunca. Entre otras cosas, terminó su último libro y también un cuento que saldrá publicado en el semanario The New Yorker el mes que viene.
“La escritura no me sale fácilmente. Me esfuerzo un montón por entender qué es lo que estoy buscando, no es que lo sé de entrada ni bien comienzo a escribir. Creo que la escritura no se puede apurar. Se me puede acusar de tener una producción muy corta, pero creo que la imaginación juega a favor de aquellos que saben esperar”, concluye.
AL