En la guerra el dinero despliega todo su potencial de significados, toda su utilidad e inutilidad, su poder coercitivo, su sentido de medio por excelencia, su medida justa en términos de supervivencia. Desde que Putin invadió Ucrania el 24 de febrero, cuando los relatos y las imágenes de la guerra se secularizaron y globalizaron por la naturaleza occidental del conflicto, su diálogo permanente con el siglo XX, la reversión trágica de un pasado traumático y la desesperanza de un mundo peor, vemos cómo es que el concepto de economía de guerra se materializa, no sólo en su acepción de pobreza extendida y gasto mínimo, también en su viceversa: guerra de economía, donde parte de la táctica es el daño monetario a escala.
La primera ofensiva de parte del resto de las naciones que quieren y deben frenar al presidente ruso fue sacar a Rusia de la operatoria SWIFT que es la que permite las transferencias bancarias internacionales. No transacción, no pagos, no disponibilidad, no comercio exterior, no empresas de inversiones extranjeras. Un bloqueo al bolsillo. Rusia se defiende en este plano bélico con medidas económicas de autopreservación: respaldo en oro, pasarse a la criptomoneda para no hablar en el lenguaje del euro ni del dólar, y sostener al rublo a como de lugar. La tortura económica, en este caso, como toda tortura, es lenta y el pueblo ruso -del que no se termina de saber cuánto acuerda con la invasión- tendrá que afrontarlo. Mientras, el ejército de Putin avanza y tira, tira, tira.
Pero en las historias de sufrimiento de los invadidos, de los que huyen, de los que combaten, de los que salvan, de los que se quedan en los bunkers, de los que se alistan en Ucrania se percibe el dinero como el último mendrugo que hay que cuidar. Unos ahorros que se llevan en el bolsillo para subsistir, para comprar víveres cuando ya no hay quien los venda, para comprar un ticket a alguna parte fuera del infierno. El capital que te volvía solvente se abandona, ¿qué será de nuestra casa, de nuestro terreno, de nuestro auto, de nuestro local? Las cuentas del banco administradas ahora por el caos y la incipiente ilegalidad se llevan en forma de clave y usuario en la memoria o en una libreta con la esperanza de una disponibilidad en el exilio, o de un back home. Esconder entre la ropa una escritura junto con los pasaportes y la medicación crónica, por las dudas de un futuro reclamo de propiedad y huir. El dinero deja de tener el valor usual. Incluso puede no hacer falta porque el intercambio pierde su medida. La cadena de intercambio del dinero pierde la secuencia aprendida. Una botella de leche, o de vodka, un cigarro y una lata de caviar pueden ser carísimas o baratísimas, o regaladas, o imposibles. El acuerdo es circunstancial como si te estuviera por caer una bomba en la cabeza como si el futuro fuera de seis horas y la fe en salir vivos de allí una superstición para hacer más tolerable el horror. Una economía primitiva en la que el trueque reemplaza al dinero y el contrabando es el parámetro del mercado. Se activan las colectas para la ayuda humanitaria, se ofrece gratuidad en muchas cosas que antes costaban, se roba lo que ya no tiene dueño, se espera la limosna occidental. Se activa el hambre.
En el 82, en nuestra Guerra de Malvinas, vimos la colecta de ATC, en la que Pinky y Cacho Fontana, durante 24 horas al aire por la tevé, pedían plata para los soldados. O lo que sea. Ropa, chocolate, repetían, porque tenía valor calórico para soportar el frío del Atlántico Sur, cartas de amor. Yo era chica, y mi mamá armó una caja, había comprado medias de toalla marrones en la mercería, muchos pares, y tabletas de chocolate para taza, como se decía antes, cuando no manejábamos el léxico de la chocolatería actual con los porcentajes de amargor. Recuerdos del teletón: pasaban famosos, llegaban cifras, cheques, donaciones de arte para subastar, había alcancías en distintos puntos del país, para que los vecinos pusieran su diezmo, arenga y aplausos. El final es conocido: nunca le llegó nada a los combatientes. Lo robaron. Se me grabó la noticia de que una nena, en el 83, había comprado un chocolatín en un quiosco, y que cuando lo abrió para comerlo, entre el envoltorio de la marca y el papel metalizado había una carta de aliento de otra nena para un soldadito. Una reventa patética.
El dinero no puede parar la guerra y eso ya da un estatus del dinero. El sufrimiento de un pueblo amenazado, corrido a la fuerza de su patria no tiene paga ni recompensa, es todo a pérdida, el presente es una estrategia de supervivencia donde aferrarse a unas monedas y una cantimplora pueda ser el único rezo mientras se espera la paz del sueldo, la jubilación, o de una buena caja al final del día. Mientras la grivna, la moneda ucraniana, se volatiliza en el aire como las ciudades, los edificios y los cuerpos bombardeados.
AS