Entrevista

Gustavo Ferreyra: “La vida civilizada es sórdida y en cierta forma no puede dejar de serlo”

8 de diciembre de 2024 00:01 h

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Como Adolfo, el protagonista de El amparo, que es sirviente en una mansión misteriosa donde tiene que cumplir una tarea humillante, a la que, sin embargo, se aferra con tesón, casi desesperado: permanecer agachado al costado de la mesa y ser receptor, con su boca, de los carozos de aceitunas que escupe el dueño del lugar cuando almuerza, cena o recibe invitados. Como Piquito, el sociólogo de su célebre saga, ese que fue definido como uno de los personajes más extremos de la literatura argentina por su mesianismo incandescente, por sus diatribas alucinadas y su andar frenético en un arco que va del Polo Obrero, a las instituciones educativas, a la cárcel y a un pueblo remoto en la Patagonia. Como Ricardo, el centro de su última novela, El mamífero que ríe, un psicoanalista que se obsesiona con los lobos marinos y se define como “anarco-macrista” mientras sus fantasías más desenfrenadas no lo dejan en paz.

Los libros de Gustavo Ferreyra están repletos de estos seres desaforados que se mueven en el terreno resbaladizo de sus elucubraciones, ese volcán que es una amenaza permanente y al mismo tiempo una válvula de escape. Todo lo que se puede y no se puede decir está ahí: en la punta de una lengua deforme, abigarrada y cómica; en una prosa que se desliza sin frenos por lo sórdido y lo aparentemente civilizado.

Lejos de los desbordes de sus personajes, sin embargo, el escritor es un hombre retraído que habla pausado y con una calma discreta. Con más de una decena de libros publicados y lectores fervorosos (entre los que se encuentran colegas de él como Martín Kohan o Mariana Enriquez), Ferreyra permanece al margen, en el sigilo, en un territorio corrido del estruendo de los circuitos tradicionales del campo literario, con sus ferias, sus lecturas, sus festivales. En palabras de Elvio Gandolfo, Ferreyra es un novelista clave, “con una zona propia, apartada de las rutas o los grupos principales de la literatura argentina; con una potencia creativa, incluso hipnótica, fuerte”.

Dedicado durante buena parte de su vida a la docencia, a treinta años del lanzamiento de su primera novela, la potente obra de este escritor vuelve a circular con reediciones de sus clásicos y la publicación de textos inéditos a partir de un rescate tramado por el sello Ediciones Godot. Un plan que seguirá el año próximo con nuevas ediciones de dos títulos insoslayables del universo Ferreyra: El director y La familia.

–Se acaba de relanzar El amparo, tu primera novela, a 30 años de su salida. Ahí ya se nota que hay en vos un estilo, una prosa particular que no le escapa a los giros anacrónicos, a lo enrulado del lenguaje. Algo muy alejado de lo que se puede ver hoy en cierta narrativa y también en lo lineal que presentan las redes. ¿Lo pensaste así? ¿Salió de entrada o se fue acentuando con el tiempo?

 –El estilo va apareciendo. Creo que hay un momento que marca un poco ese buscar una prosa no tan actual quizás, una prosa que para mí le hiciera homenaje a la novela desde que nace como género. Me refiero quizás más al siglo XIX y un poco al XX. Esto tuvo que ver con mi lectura de (Marcel) Proust. Yo leí a Proust todo seguido, las siete novelas, y luego me puse con El amparo. En cierta forma, entendí que Proust se sustraía también de la época, hasta del lector o del lector de su época, para remitirse a algo que es absolutamente propio. Creo entonces que así nació en mí esa ambición también de llevar esto a la escritura, la idea de salir de una prosa que tenga que ver con las décadas para pensar más sino más en la novela como género. Entiendo que la actualidad literaria a veces supone un tipo de lenguaje. Pero no debería implicar una renuncia a palabras que están en otros discursos. No sé, por ejemplo, Víctor Hugo Morales relata un partido y usa palabras muy extrañas, arcaicas. Es capaz de usar palabras que cualquier escritor no usaría jamás. Qué sé yo, él a veces dice que determinada actitud es “una majadería”. Cosas así. Parece casi imposible poner “una majadería” en un texto. Pero bueno, también habría que ver por qué renunciamos a palabras que tienen su lugar en alguna frase ahí y que de alguna manera uno juzga cuando escribe que no son reemplazables. En mi caso fue surgiendo esta escritura donde puede no estar “majadería” pero sí “barruntar”. Pueden estar palabras que no están tan en uso, pero que en este ir y venir del lenguaje creo que pueden marcar un retorno, sobre todo pueden volver en uno. Y me refiero también a palabras que no serían tan del bagaje literario. Entonces, qué sé yo, “pija” también está. Y bueno, vamos a poner las palabras de acuerdo a como estén llamadas a estar en una frase o en un texto, independientemente de que se usen hoy o no. Un intento por no renunciar a todo ese bagaje del lenguaje que ha supuesto la literatura que nace en el siglo XIX y llega muchas veces hasta hoy. Porque yo disfruto de un Balzac, de un Flaubert, como de un Coetzee o un Kenzaburō ÅŒe, que están escribiendo hoy, o un Saer en castellano. Entonces, no veo mal que tomemos todo eso de alguna manera como tradición, como algo propio. Entiendo que eso podía a veces molestar a algún oído, pero pienso también que las décadas pasan y los lectores pueden llegar a perder un poquito esa necesidad de época. Yo más bien me acepté como soy, más abigarrado, más por agregación. Aunque sepa que hoy el carverismo hace roncha (risas).

–Estás un poco complicado en ese partido.

—Claro, en ese territorio lo mío suena mal, supongo, para algunos o para muchos. Pero es lo que me tocó. Es lo que me sale. Qué sé yo, a veces envidio a los carveristas de algún modo.

–¿Sí? ¿Por qué?

–Porque me parece que por ahí siendo más simples llegan más lejos. Quizás, no sé. Es difícil autopercibirse y auto apreciarse (risas).

–“Quisiera figurarme que con esta novela me ferreyricé, es decir, me hice en ella”, escribiste en 2015 sobre El amparo en un postfacio. ¿Las novelas te van llevando? ¿O podés detectar de dónde nacen, si es una imagen, una escena, un personaje que se te ocurre?

–Debo decir que es difícil pensar en el origen de las novelas. A veces es una imagen, una idea. Y enseguida son personajes. Son personajes que se van reflejando en otros y suponen otros. Ahí la novela se va conformando. También por las situaciones, o las ideas. Mis primeras novelas, El amparo y El desamparo, podríamos decir que son poco planeadas. La idea con la que empiezo a escribir El amparo es el oficio del protagonista. También la casa, el encierro, un tipo de clima, esa cerrazón. Ese poco saber o no saber nada sobre el afuera. Esas eran decisiones que en cierta forma estaban cuando empezaba, pero todo lo demás surgió ahí, lo fui construyendo. Con el tiempo fui adquiriendo la costumbre de armar un plan previo mayor en las novelas. De diseñarlas más. Siempre me digo “bueno, en esta tengo que acertar, esta tiene que salir bien. Así que no vamos a precipitarnos. Vamos a planearla varios meses. No me voy a tirar a lo loco” (risas).

–Escribís mucho para planificar tanto, ¿cómo hacés? 

–Sí, es permanente. Pero me armo un tiempo de tres o cuatro meses para ir escribiendo ideas. Ahí no estoy en la disciplina cotidiana de escribir y voy poniéndome de a ratos para planificar hasta que voy adquiriendo una disciplina cada vez mayor. El mismo plan me va llevando a una hora o dos horas. Y al final, en algún momento, hay como una necesidad de empezar y ahí voy. Ahí sí adquiero la disciplina cotidiana de una hoja escrita de cuaderno por día, por lo menos. En general excede un poco eso. Ahí ya puedo hablar de la escritura en sí de la novela. Porque el plan en general llega hasta un tercio de novela, un poco más, y después ya navega sola. 

El amparo muestra las disputas y a veces el desprecio entre los sirvientes de la casa misteriosa donde transcurre la historia. ¿Qué te interesaba de ese ámbito que tiene que ver con lo laboral y con el poder?

–Yo estaba muy en el mundo kafkiano y no está nada mal pensar en una novela kafkiana. Algo de eso pone (Elvio) Gandolfo en el prólogo y es cierto. Yo quise que Adolfo, el protagonista, tuviera más subjetividad, mostrar un poco también una persona en ese ámbito, un sujeto humano con todas esas disquisiciones internas que hacen a su vida y a la humanidad de su vida, podríamos decir, más allá de esa situación objetiva que parece casi animal, casi de cosificación, por el tipo de trabajo que le asignaron. Así que aun así, en ese discurso interno de él, se ve que hay un humano. Hasta que en ese discurrir de él van apareciendo todas estas menudencias de las relaciones de poder. Con el tiempo yo me fui dando cuenta de cuán sensible fui siempre con respecto a esas pequeñas situaciones de poder. En la cotidianeidad, por ejemplo, o cuando fui alumno en la primaria y en la secundaria. Todo esto que se hace entre iguales. Todo esto que pasa entre los pequeños escalones de la vida laboral que está delimitada por cargos y disputas. Las mentiras e hipocresías que suponen las relaciones de poder son algo que siempre me interesó. Y en esta novela me enfrascó y quedó, quedó siempre en mi literatura esta cuestión de las mezquindades, las asimetrías, las instituciones con sus instancias, sus cargos, sus puestos, sus traiciones, todo ese juego de melindres.

Con el tiempo yo me fui dando cuenta de cuán sensible fui siempre con respecto a esas pequeñas situaciones de poder. En la cotidianeidad, por ejemplo, o cuando fui alumno en la primaria y en la secundaria. Todo esto que se hace entre iguales. Todo esto que pasa entre los pequeños escalones de la vida laboral que está delimitada por cargos y disputas.

–En la mayoría de tus novelas sobrevuela lo sórdido o, como se dice en el mundo del tenis, jugás con eso al fleje. ¿Cómo lo pensás vos? 

–Sí, te diría que es el ámbito de mi literatura, o que es el mundo que yo habito en términos literarios. En realidad siempre lo vi como el doblez de la trama, porque en realidad la vida civilizada es sórdida y en cierta forma no puede dejar de serlo. Entonces tomé a lo sórdido más que nada como un realismo. Por supuesto que me doy cuenta de que quizás esto supone el dejar de lado otras cosas que también entrarían. Pero bueno, es el ámbito en el cual me gusta a mí estar como escritor, como narrador. Me hice un poco en ese lugar como literato. También un poco como lector. Algo celinesco, si se quiere. Tal vez esto tenga que ver con cierto entorno familiar. Mi viejo fue un tipo con una vida durísima. Fue como voluntario a la guerra, estuvo en África, combatió tres años. Una vida muy difícil. Él era hijo de estancieros, pero después los padres se separaron, termina escapando de un instituto educativo a los 15 años y hace una vida muy trashumante. Hizo montones de cosas, fue bachero, anduvo con algunas cosas de contrabando también. 

–Sordideces varias. 

–(Risas) Claro. Entonces creo que ahí siempre había una sordidez familiar. Él era un tipo muy difícil, obviamente, y en mi adolescencia todo estalla. De hecho yo escribía a la noche en torno de esos problemas familiares. Y quizás eso me fue empujando a cierta sordidez que remitía un poco a esas oscuridades que había. En la novela La familia justamente es donde yo digo “bueno, pongo todo en el asador” (N. de la R.: La familia será reeditada por Ediciones Godot en 2025).

–En algún sentido se trata de una sordidez muy activa, que hace mover a los personajes. Pero más de uno podría ver cierto pesimismo. ¿Sos pesimista? 

–Yo diría que hay una ambigüedad. Sí, soy pesimista, digamos, o hay una entraña pesimista en mí. Pero también hasta cierto optimismo de la razón. No sé. Y a veces me pasa al revés también. Depende, pero creo que uno y otro fluyen, ¿no? Pesimismo y optimismo. Porque en realidad a veces el pesimismo nace de la fuerza. Sí puedo decir que no me gusta ese optimismo ingenuo, más bien bobo. O no me cuadra a mí. En general las buenas obras literarias, o al menos las que me gustan a mí, suelen estar marcadas por el pesimismo. Lo que pasa es que las condiciones de la vida real no son tan felices. Por más que las novelas terminen en el casamiento (risas).

–Hay que atravesar toda una vida.

–Sí, hay que vivir la vida y al final morir. El sujeto c’est fini. Así que me da para eso, para no meterse de lleno en el optimismo. También pienso que a veces en el fondo disfruto un poco de toda esa melange sórdida. 

–Uno de tus personajes más conocidos es Piquito, del que escribiste una saga de varios libros y al que calificaste como uno de tus proyectos más radicales. Pero en general los narradores o personajes de tus novelas son desaforados en sus devaneos mentales, en sus ideas, en eso que los inquieta. No me gusta mucho la palabra “corrección” porque implicaría una especie de parámetro, pero alguno podría calificarlos de “incorrectos”. ¿Cómo pensás esto vos?

–Sí, creo que no cuadraría la corrección en mi literatura. Justamente, me gusta el arte en tanto rompe los límites de lo que llamaríamos “corrección”. Aparte creo que la corrección o lo correcto siempre es temporal. Lo correcto es un marco hoy y por ahí mañana es otra cosa. Por eso todo está en el fluir de esos narradores. En el caso de Piquito, él es un milenarista y un mesiánico, entonces nunca se va a atener a lo que es correcto temporalmente o en un marco determinado. Así que prefiere romper. Rompe, incluso, con la idea de transgresión. De hecho no creo que se autoperciba un transgresor para nada, simplemente está en lo que él cree que podría ser el mundo y lo que es él en el mundo. Hay un nietzscheano ahí que ya había emergido en Piquito de oro (N. de la R: el primer libro de la saga, que salió en 2009). Eso ya es renunciar a muchas coordenadas de época también porque Nietzsche es un tipo que justamente está marcado por su época. Su misoginia, por ejemplo, remite a una época, y también su forma de mirar, como si él viera la Tierra desde las alturas. Y Piquito está un poco en ese mundo nietzscheano. Por eso al principio Piquito, pese a que es del Polo Obrero y es sociólogo, está siempre como un outsider. Como que él vive en los instantes y en los milenios podríamos decir, que es donde no se puede determinar una corrección política. La corrección política tiene que ver con el lustro, con la década, con un plazo determinado.

–En estos días se anunció la reedición de toda tu obra, tu paso a un sello nuevo y la publicación de nuevos libros para el año que viene. Por lo general, aunque tus textos salían en una editorial como Alfaguara, mantenías un perfil bajo, no estás en las redes, ni en los circuitos clásicos que sí transitan otros escritores. ¿Cómo estás viviendo esto? ¿Todo este movimiento implica un cambio para vos?

–Mi cotidianeidad siempre fue muy apartada, muy aislada. Muy de leer, escribir, trabajar. El mundillo de la literatura siempre fue un mundo remoto para mí. De hecho yo pasaba meses y meses en los que no me llamaba nadie, que no tenía contacto con nadie. Es decir, la existencia de la literatura era nada más leer y escribir. Por ahí yo ya había publicado siete u ocho libros y por muchísimo tiempo no tenía ningún contacto del tipo literario. Tal vez alguna reunión con alguna editorial y nada más. Diría que mi paso por las editoriales grandes fue más bien silencioso, nunca tuvo grandes ecos. Cuando salía algún libro había algunas entrevistas, dos o tres, y luego todo se sumía en el silencio esencial o eterno, podríamos decir. Ahora con Godot empezamos este proyecto de reedición y tengo notas, algunas reuniones, incluso algún video que subieron a Instagram. 

–Te prestaste a esa experiencia.

–Sí, me presto a la experiencia, porque también pasa que el silencio te agobia un poco. Yo creo que a un artista o alguien que se dispone a llevar adelante una obra en cierta forma lo ancla una especie de narcisismo. Cuando empecé a escribir o cuando era chico existía la posibilidad de la salvación por el arte. Que no es lo mismo que ser famoso. Porque hoy quedó el tema de la fama instalado. Pero antes existía como algo en el ambiente que era la salvación por la literatura, por el arte. Y yo siendo chico, adolescente en los ‘70 y en los comienzos de los ‘80, vivía eso. La literatura es eso también para mí todavía: la salvación. Tampoco sé muy bien qué es la salvación porque no diría que es la trascendencia, es otra cosa. Tal vez la salvación es que tu vida, a partir de lo que leés o escribís, tiene un sentido. Que hay algo de existencia propia, podríamos decir, en medio de toda esta sociedad de masas y del anonimato. Creo que incluso en las generaciones anteriores había todavía una ambición mayor, ya no salvarse por el arte sino de alguna manera salvar el mundo por el arte. Creo que antes había en el arte ese tipo de ambiciones desaforadas.

–Dijiste más de una vez que estudiaste Sociología, y sos docente todavía de esa materia en el CBC, pero que tus lecturas tienen que ver más con la filosofía y la literatura. ¿Por qué no elegiste las carreras de Letras o Filosofía en la universidad?

–Cuando yo tengo que elegir la carrera me gustaban mucho más la literatura y la filosofía y la sociología en realidad era una cosa más misteriosa, no sabía demasiado exactamente qué era. De hecho me gustaba la política en realidad, pero la carrera de ciencia política creo que ni siquiera existía. Letras y Filosofía me parecían como demasiado propias de un nene bien, de alguien que no va a trabajar o que no se preocupa por el dinero. Yo estudié industrial para ser ingeniero, imaginate, era de una familia que no tenía recursos. Después eso tampoco se dio. Pero bueno, el destino mío era el trabajo asalariado. Pero yo por otro lado ya había empezado a escribir poesía a los 14, 15 años. El tema con Letras fue que siempre hubo un rechazo en mí a convertir algo que me resultaba placentero en  una obligación. Tenía desconfianza de que algo que estuviera vinculado al placer se vinculara a un estudio formal. Pensaba “capaz que después se me manca la literatura porque se entra en el terreno de lo obligatorio”. Así que al final opté por Sociología, que parecía más práctica. Aunque parezca un delirio pensar que la sociología sea práctica. Pero por lo menos parecía que una carrera así podía llevarme a la docencia o cierto trabajo en los ministerios o en el ámbito de lo público como salida laboral. Por suerte me dediqué a la docencia: si a algo le tuve pánico siempre fue a la oficina, que para mí  era como un destino medio fatal. ¿Cómo hacía para hacer ocho horas de oficina y después dedicarme a escribir? Con la docencia siempre podés acomodarte más, dar clases en horarios diferentes o a la noche. No son las ocho horas de oficina que eran como una especie de espada de Damocles que yo siempre tuve. Creo que hasta los 40 y pico de años tenía como un poco el temor de no tener dinero y de caer en la oficina, en las ocho horas fatídicas de rutina y que eso me anulara para siempre.

Creo que a un artista o alguien que se dispone a llevar adelante una obra en cierta forma lo ancla una especie de narcisismo. Cuando empecé a escribir o cuando era chico existía la posibilidad de la salvación por el arte. Que no es lo mismo que ser famoso. Porque hoy quedó el tema de la fama instalado. Pero antes existía como algo en el ambiente que era la salvación por la literatura, por el arte.

–La oficina, sin embargo, es para muchos una especie de lugar común de la clase media y en algunos casos una aspiración. Pienso en varios de tus libros, en Piquito y también en tu última novela, El mamífero que ríe, que tiene como núcleo otro lugar muy frecuentado por la clase media, como es el psicoanálisis. ¿Por qué estás mirando siempre hacia ahí?

–Porque es lo que conozco, todo esto de pinta tu aldea (risas). Conozco al pequeño burgués porque soy pequeño burgués también. Así que en cierta forma es lo que he mamado y toda esa mezquindad de la pequeña burguesía la tengo en la carne, en el alma. Con todos los dolores que eso también supone. Así que para mí es como contar parte del mundo en el que vivo. Al menos mi idea de mundo. Por eso Piquito ataca la idea de mundo porque el concepto de mundo para él es un concepto humano: proyectamos en los astros o lo que sea las escalas humanas. Pero en realidad el universo se va moviendo, el mundo no tiene nada que decir, es un concepto puramente humano. El universo, en términos astronómicos, es sideral frente a nosotros. Es inasible. 

–Tus novelas oscilan entre ese mundo interior y abigarrado de los personajes y algunas peripecias donde aparecen personajes que podríamos llamar de la actualidad argentina, como si escribieras con la tele de fondo. Pasa en la saga de Piquito, pasa en El mamífero que ríe: en el día a día de los personajes aparecen Cristina Fernández de Kirchner, Mauricio Macri, incluso el juez Claudio Bonadio y muchos más. ¿Por qué elegís incluirlos en tu literatura?

Creo que eso siempre te agarra. Creo que es imposible que Bonadio no te apriete las bolas de alguna manera (risas).

–Tal vez desde que murió no apriete tanto. 

–(Risas). No, claro. Pero bueno, creo que todo eso, por más que no quieras, siempre está. No es por comparar, pero pensemos aun en lo más místico, en los hacedores de religiones, llámense Buda o Jesús mismo. Si vos vas a los relatos de la vida de ellos, está su vinculación con lo sagrado y lo atemporal, por decirlo así, y después aparecen también todas las miserias históricas pequeñas. Es imposible salir de eso. Entonces, aun la vida de los seres más extraordinarios, aparecen de chiripa estos otros. Con lo cual siempre está esa mezcla inevitable de cuestiones trascendentes, intrascendentes y de personajes menores como pueden ser Bonadio o la Chiche Duhalde. Lo real no es otra cosa que esa melange. 

–A vos te interesa que la literatura combine esas dos esferas.

—Y sí, porque están ahí. En el fondo siempre hay en mí una intención de realismo por más que en una novela haya un receptor de carozos, por más que Piquito parezca que con sus vuelos mentales va a salir de la estratosfera o estar fuera de la atmósfera terrestre. Pero siempre hay algún intento de mantener los lazos con lo real.

AL/DTC

Sobre el autor

Gustavo Ferreyra nació en Buenos Aires en 1963. Estudió la carrera de Sociología y se dedica a la docencia. Ha publicado el libro de relatos El perdón (1997) y las novelas El amparo (1994), El desamparo (1999), Gineceo (2001), Vértice (2004; Primer Premio de Novela Édita de la Ciudad de Buenos Aires, bienio 2004-2005), El director (2005), Piquito de oro (2009), Dóberman (2010; Premio Emecé de Novela), La familia (2014), Piquito a secas (2016), Los peregrinos del fin del mundo (2018), El sol (2020), Piquito en las sombras (2022) y El mamífero que ríe (2023).