La otra noche mi padre me pasó unas fotos. En realidad se las dio a Cecilia durante una cena en su casa, cuando yo hablaba con otros invitados. Las sacó de una caja y las fue colocando en un sobre, mientras le describía a Cecilia cada una, para que después me las pasara a mí. El problema fue que después ella no podía recordar las circunstancias exactas de cada foto, con lo que yo me quedé, de alguna forma, sólo con las imágenes. Eran como las viejas llaves que encontré adentro de un baúl que contenía cosas de mi madre. Al revés de lo que suele suceder, tenía las llaves pero había perdido las puertas que esas llaves debían abrir. Tenía que imaginar qué puertas franquearían, qué cajones cerrarían.
Las fotos son de cuando ellos eran jóvenes: Torcuato y Kamala antes de ser papá y mamá. Entre las fotos aparece el recorte de un diario de los años cincuenta, que supuse sueco, con una imagen de ellos y epígrafe que dice “Et romantisk eventyr”, que yo imaginé que querría decir algo así como “El acontecimiento romántico”. (La traducción correcta, me explicaron después, era: “Un cuento de hadas romántico”. Y el idioma, danés.) Debía tratarse de algún encuentro político de jóvenes socialistas, con el espíritu internacionalista que soplaba en esa época. Me imagino que habrá sido un espectáculo bastante novedoso para los suecos la presencia de esta pareja de un sudamericano y una hindú. Recién estaban empezando las oleadas migratorias que les darían un poco de “color” a las ciudades europeas. Es fácil olvidar que por esos años Rosa Parks todavía no se había negado a ceder a un blanco su asiento de autobús (fue en Montgomery, Alabama, el 1º de diciembre de 1955). En más de un sentido, mis padres estaban en una especie de vanguardia, despertando sorpresa y tal vez admiración entre los suecos por el solo hecho de ser quienes eran. Enfrentaban prejuicios que todavía existen, por supuesto, pero que en ese entonces debían ser casi incuestionables. Muchas veces pensé en lo duro que habrá sido: miradas feas, insultos, un restaurante donde quizá no eran bienvenidos. Mi padre me contó que cuando se fueron a vivir por unos años a Londres, donde después nació mi hermano en 1955, no les querían alquilar, con diversos pretextos, muchos de los departamentos que iban a ver. Igual, consiguieron uno muy lindo en la calle Netherhall Gardens, en Hampstead, un barrio de casas bajas con muchos árboles que ahora es pituco pero que antes quedaba bastante a trasmano. Aun así, gozaba del aura de cierta tradición bohemia y liberal. Freud vivió ahí, a la vuelta de la esquina, en el 20 de Maresfield Gardens, cuando fue a parar a Londres corrido de Viena por los nazis, en 1939. Ahora existe una definición en inglés, más bien peyorativa, de cierto tipo de izquierdista de salón, que toma el nombre del barrio: “A Hampstead Socialist”.
Hay otra foto en la que se ve a mi madre, más o menos en la misma época, es decir los primeros años cincuenta, parada en una esquina de una ciudad que debe ser Londres (por los carteles de los negocios en inglés). Posa para la cámara, seguramente en manos de mi padre, junto a dos hombres y una mujer, “chicos” en realidad, todos de veintipocos años. Al mirar la foto y querer describirla en dos palabras, podría decir que mamá está con otro hindú y dos chinos. Me doy cuenta también que alguien podría decir que se trata de cuatro “orientales” o “asiáticos” y se me ponen los pelos de punta. No puedo dejar de imaginar cómo contemplarían la escena los transeúntes londinenses, con una mezcla de curiosidad, condescendencia y malestar. La pareja china –y qué sé yo si son chinos o a lo mejor filipinos, malayos o incluso japoneses, ni siquiera sé si son pareja o de la misma nacionalidad– y el tipo hindú están muy serios y formales, los hombres de traje y corbata, con las manos en los bolsillos. Mi madre, en cambio, es la única que tiene puesta ropa, digamos, “étnica”: está envuelta en el tradicional sari hindú, y además le entrega una amplia sonrisa a la cámara (claro, la foto la sacaba mi padre). Pero hay algo raro en la actitud de todo el grupo, que no está sólo en las facciones y en los tonos oscuros de sus rostros. Quizá sea la forma rígida, poco canchera, de posar, cierta inseguridad expresada por las manos en los bolsillos y las expresiones serias. Algo delata que se trata de forasteros que saben muy bien que lo son y que no están seguros cuánto tiempo durará la acogida en esa tierra ajena. Pensé en el que estaba sacando la foto, mi padre, un hombre blanco que por serlo era menos extranjero, y me pregunté qué habría en él que lo llevaba a juntarse con semejantes personajes (como debían ser considerados por la mayoría de los blancos). También me acordé de lo que le pasó a Naipaul.
V.S. Naipaul es un novelista de familia hindú nacido en la excolonia británica de Trinidad, en el Caribe, que a los dieciocho años viajó becado a Inglaterra para estudiar en Oxford. Conocí a Naipaul en casa de una amiga inglesa, Catherine, que es médica pero tiene una capacidad increíble para hablar con cualquiera de cualquier tema. Se especializaba en armar comidas con personas “interesantes” (supongo que, desde su punto de vista, yo podría estar entre ellos). Pero Naipaul, que ahora debe andar por los setenta y pico, era todo un personaje en Londres. Compartir mesa con él era un honor fuera de lo común. Por deferencia a los invitados argentinos de Catherine, condescendió a hacer algunas preguntas acerca de la Argentina, que Naipaul había visitado a mediados de los setenta y que retrató en un libro despiadado, The Return of Eva Peron. Yo hablé un poco de la situación del país pero debo reconocer que estaba muy a la defensiva, tenía la sensación de que Naipaul era capaz de interrumpirme en cualquier momento con una de sus frases: “¡Excusas! ¡Excusas! ¡Ustedes sólo saben inventar excusas!”. Naipaul, que expuso como nadie las miserias del colonialismo europeo, tenía a la vez una visión muy descarnada sobre los países del llamado “tercer mundo” y ninguna paciencia con las justificaciones benévolas de la barbarie. “Inventar excusas por la situación de un país subdesarrollado es como estar enfermo y decirse que no tiene nada de malo estar enfermo.”
De todos modos, a mí me interesaba más preguntarle por su viaje a Inglaterra a los dieciocho años. Naipaul llegó a Londres en 1950, apenas dos o tres años antes de que anduvieran por ahí mis padres. Fue a parar a una pensión un poco sórdida en Earl’s Court, que estaba en ese entonces en transición de barrio residencial a zona comercial. Esa pensión había sido una casa de familia muy amplia, con muchas habitaciones que ahora funcionaban como piezas baratas, frecuentadas por viajeros o inmigrantes de las colonias recientemente independizadas. Naipaul contó que, todas las mañanas, esos chinos, hindúes y africanos, mezclados con algún italiano fugado de la miseria de la posguerra o algún otro blanco de Nueva Zelanda o Rodesia, bajaban al comedor de la pensión, ubicado en uno de esos semisótanos típicos de las casas en Londres, y tomaban su desayuno. Por las noches, comían la insípida cena inglesa que se les ofrecía. Lo curioso, dijo, es que lo hacían casi sin intercambiar palabra, más allá de alguna formalidad. Todos hablaban inglés, pero a nadie se le ocurría que alguno de los presentes pudiera tener una historia digna de ser contada y, en todo caso, se trataba de historias u orígenes que preferían no tener que recordar; ya bastante se los recordaban todos los días en la calle.
Naipaul, que era uno de ellos, quería ser escritor y ya estaba a la caza de “material” para sus futuros libros. Al revisar, casi medio siglo después, el cuaderno de anotaciones que conservó de aquellos primeros días en Londres para una novela que estaba escribiendo, Naipaul se lamentaba por haberse perdido el fenómeno humano y social tan extraordinario que sucedía delante de sus ojos y que él podría haber registrado desde una situación privilegiada y única. Lo que al futuro escritor le interesaba en ese momento era encontrar para sus libros “material metropolitano”, como lo llamaba él. Es decir, material digno de figurar en la obra de alguno de los novelistas ingleses que él admiraba en ese entonces. Por lo tanto, no se interesó por ninguno de esos destinos subalternos, no hizo preguntas, trató de ignorarlos. Y ahora, que quería escribir sobre esa época de su juventud, Naipaul intentaba con mucho esfuerzo recordar lo que él mismo había vivido sin saber, en aquel momento, que se trataba de una de las experiencias clave del último medio siglo. Eran los comienzos de ese gran movimiento de personas que hoy se ve reflejado en la población de cualquier ciudad europea o norteamericana. Ya no se trataba simplemente de europeos que se mudaban a América, como pudo haber sido la inmigración de principios del siglo xx en los Estados Unidos, o incluso en la Argentina, sino de gente de todos los continentes y todas las razas que iba a todas partes. Era el principio del presente, dijo Naipaul. Pero así como Naipaul no advirtió, hasta muchos años después, el “material” que tenía delante de las narices, a mí tampoco se me ocurrió pensar esa noche, en casa de Catherine, que mis padres también habían sido protagonistas de ese momento inaugural. Recién al mirar las fotos, y pensar por primera vez con alguna distancia sobre el “destino” de mis padres, es que caigo en la cuenta y relaciono una cosa con la otra. Me da un poco de vértigo pensar que yo mismo soy producto de ese movimiento, que soy parte de esa historia.
Ahora mismo, mirando las fotos, me imagino también que tiene que haber sido a la vez una experiencia exultante, de desafío permanente, de anticipación del rechazo, pero también de reírse del “qué dirán”. En la foto del diario “sueco”, mi padre y mi madre están al pie de una escalera. Papá de traje y corbata, muy juvenil, subiendo la escalera pero sin mirar los escalones, con la cabeza alta, una ligera sonrisa en el rostro, como si avanzara por el mundo con orgullo. “Era un héroe”, exageró Cecilia cuando me pasó las fotos. “A su manera, se debe haber sentido una especie de Che Guevara, protagonizando una aventura increíble. Un argentino en la India, que dejó todo, que abandonó la empresa del padre, y que después andaba por el mundo con una mujer que, cada vez que entraba en una habitación, para bien o para mal, provocaba que se dieran vuelta todas las cabezas.” Apenas detrás de él, un escalón más abajo, está mamá, increíblemente joven y bonita, vestida con un sari, y con una enorme sonrisa pícara. Me llama la atención su brazo desnudo y esbelto. Casi me parece oír su risa y su voz. En la foto, siguen subiendo.
Cuando ella murió yo estaba trabajando en Londres para la televisión inglesa. Papá me llamó por teléfono y me dijo: “Tengo una mala noticia”. No sé qué fue lo que dijo exactamente, pero se refirió a ella como “Mamá” (con nosotros, casi siempre la llamaba “Mamá”). Entendí inmediatamente lo que quería decir pero no lo podía creer y repetí dos o tres veces: “Pero, ¿qué pasó? No entiendo, ¿qué pasó?”. Recuerdo que después repetí muchas veces, y a los gritos ya, “No puede ser, no puede ser”. A la vez me deshacía en un llanto incontenible, con sacudidas que incluso provocaban dolor físico. Tuvo que terminar la comunicación Cecilia. Después de asimilar el primer golpe y superar la incredulidad, sentí la necesidad de salir a caminar solo, respirar el aire frío de la noche. Alguna vez escuché que el alma de los muertos no abandona inmediatamente el mundo sino que permanece un tiempo cerca de nosotros. Los que están vivos pueden ayudar a esa alma a emprender su viaje, etc. No es que yo crea ni haya creído en nada de esto. Pero son las cosas que a uno se le cruzan por la cabeza en un momento así. Era pasada la medianoche y no había nadie en la calle. Pensé que podía entender como nunca esa necesidad cruel de negar la muerte que alimenta la fe en el más allá. Y de pronto, en medio de las calles desiertas de Bloomsbury, vi a mamá. Decididamente, la vi. Estaba ahí, no era un recuerdo. A lo mejor fue una alucinación, aunque nunca tuve otra en mi vida. Escuché su risa, se reía a carcajadas, le brillaban los ojos. Por un instante me olvidé que ella acababa de morir y yo también me sonreí. Pensé que cuando nos reíamos juntos, compartiendo un chiste y a mamá le agarraban ataques de risa, era cuando más cerca estábamos, cuando tenía la sensación de que compartíamos un sentimiento a pesar de las muchas cosas, hechas de incomprensiones y broncas y palabras calladas, que nos distanciaron a lo largo de los años. Inmediatamente volví a caer en la cuenta de que en realidad mamá estaba muerta. La visión, tan nítida, desapareció. Sentí dolor pero supuse que de alguna manera ella quería, o hubiera querido (para no hablar en términos tan supersticiosos) que yo me quedara con esa imagen y no otra. Esa risa, más allá de la muerte, fue la que recordé al verla sonriendo, al pie de esa escalera interminable de la foto, al fondo del terrible túnel del tiempo, en unos años cincuenta tan imperdonablemente inocentes, donde juro que hasta puedo sentir una brisa suave de verano que sopla en Suecia, o Dinamarca, meciendo en el aire las velas blancas de un velero, flap, flap.