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Frutologías: un viaje cultural y científico a través del fascinante mundo de las frutas

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Banana sangrienta

El 12 de noviembre de 1928 más de 25 mil trabajadores dijeron basta. En el departamento del Magdalena, al norte de Colombia, los jornaleros de las plantaciones se negaron a cortar bananas hasta que sus condiciones laborales fueran mejoradas. No exigían más que lo justo: alzas salariales, descanso dominical remunerado, indemnización por accidentes y la construcción de viviendas dignas. La huelga asestó un duro golpe al bolsillo y en especial al ego de “El pulpo”, como se conocía a la United Fruit Company (UFCO), el emporio estadounidense que se había instalado y expandido a lo largo del Caribe desde fines del siglo XIX. Mientras los diarios conservadores se referían al conflicto como “una peligrosa conspiración comunista”, los directivos de la multinacional movieron enseguida sus tentáculos y potentes ventosas: activaron su vasto aparato de influencias en el gobierno local de Miguel Abadía Méndez, quien, sumiso al capital extranjero, ordenó la intervención del ejército colombiano. 

Así, en una persistente atmósfera de tensión, pasaron las horas, días, semanas. Hasta el miércoles 5 de diciembre cuando los trabajadores, movidos por la esperanza de reunirse con el gobernador, se congregaron en la plaza del ferrocarril de Ciénaga, sobre la costa atlántica. Aguardaron horas pero nadie se presentó. Salvo el general Carlos Cortés Vargas quien, al mando de 300 soldados, en horas de la madrugada ordenó a la multitud dispersarse. Ante la desobediencia de los huelguistas, Cortés Vargas no vaciló y pronunció las dos palabras que ayudaron a incorporar por siempre su nombre en la historia universal de la infamia: “¡Abran fuego!”. Entonces, una lluvia de balas cayó sobre hombres, mujeres y niños. Por la mañana, el Presidente de la república felicitó al general por haber salvado al país de la anarquía. 

A casi cien años de la “masacre de las bananeras”, nadie sabe el número exacto de muertos. Los militares dijeron nueve. Los activistas sobrevivientes, en cambio, hablaron de cientos de víctimas desarmadas. El jurista y político Jorge Eliécer Gaitán mencionó que se trataba de miles.

Apoyados en la tradición oral de la región, escritores y periodistas -como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias Rosales, el chileno Pablo Neruda y el peruano Mario Vargas Llosa- combatieron la impunidad y los efectos aplanadores del olvido desde la literatura. “La United Fruit Company es la empresa más literaria del mundo: cuatro ganadores del Premios Nobel de Literatura se han referido a ella”, observa el sociólogo argentino Roberto Herrscher, autor de Crónicas bananeras. En la novela Cien años soledad, por ejemplo, Gabriel García Márquez señala que, después de la masacre, los cuerpos de más de tres mil muertos fueron transportados en tren y arrojados al mar. Pero al día siguiente nadie recordaba -o quería recordar- lo que había pasado. 

“No existe un hecho en la historia del país que sea tan doloroso y al mismo tiempo tan expuesto a los vaivenes de la ficción”, sostiene el historiador colombiano Mauricio Archila Neira. “Ha sido el evento más disputado en términos de la memoria colectiva”. Porque, pese al recuerdo de los sobrevivientes, los abundantes recuentos de los historiadores y a las decenas de libros que han desnudado al evento, la indiferencia y el olvido han triunfado. Hoy pocos lo saben o recuerdan: la banana -también conocida como plátano o guineo- esconde una historia violenta, su biografía está habitada por fantasmas. La banana es una delicia bañada en sangre. 

La otra fiebre amarilla

Nutritiva, originaria de las selvas de Malasia, Indonesia y Filipinas, considerada uno de los alimentos más importantes del planeta -después del arroz, el trigo y la leche- y elemental para la supervivencia de dietas y economías, esta adorada y ubicua fruta cuyo nombre significa “dedo” en árabe incitó guerras, alteró el destino y ecosistemas de países enteros, fomentó golpes de estado, encendió guerras civiles y brutales matanzas, así como también gestó la publicidad moderna y las primeras multinacionales.

La historia de la UFCO y su colonización agrícola comenzó con un hombre ambicioso y calculador, un pirata con traje y corbata: Minor Cooper Keith, un empresario neoyorkino que abandonó las calles de Brooklyn para ayudar a su tío, el empresario ferroviario Henry Meiggs, a construir un ferrocarril en Costa Rica en 1871. Por entonces, el general Tomás Guardia Gutiérrez le había encargado conectar la capital, San José, con la ciudad portuaria de Limón con el fin de exportar el oro negro de la nación centroamericana: el café, hasta entonces transportado en carretas. Era una obra demencial que implicaba atravesar la densa selva tropical y esquivar la permanente amenaza de contraer fiebre amarilla, malaria y parásitos de todo tipo. Se estima que murieron más de 5.000 personas, entre ellas Meiggs. A cambio de completar la construcción, Keith -ágil para identificar cuál era el verdadero negocio- pidió solo tres cosas: el derecho a operar la línea de tren, 325 mil hectáreas para destinar al cultivo de bananas y una exención impositiva por 20 años. El verdadero oro allí, sabía el norteamericano, no era negro. 

Terminado el ferrocarril, Keith se dedicó a cultivar bananas en las tierras que recibió en concesión. Y tras fusionarse con la Boston Fruit Company -dueña de la “Gran Flota Blanca” de once barcos de vapor y al menos otros treinta buques de todo tamaño-, el 30 de marzo de 1899 nació la United Fruit Company, una de las primeras multinacionales, un monstruo corporativo que inventó una necesidad, creó un deseo: hasta entonces, conseguir y comer una de estas frutas excéntricas en Estados Unidos era un lujo, una rareza tropical que solo la élite de la costa este y las ciudades portuarias del sur podían permitirse desde que fueron introducidas en la conciencia pública durante la Exposición del Centenario en Filadelfia en 1876 junto con el teléfono. El resto del país ni siquiera sabía qué era. Un par de décadas más tarde, en 1910, las bananas ya estaban en todas partes. 

En pocos años, la imagen de la banana transmutó: a través de una ingeniosa campaña publicitaria que apuntaba a las madres y alababa sus propiedades nutricionales, pasó de ser una novedad exótica, símbolo de lo tropical, comida de esclavos y de sociedades consideradas perezosas y atrasadas a transformarse en un producto de consumo masivo, omnipresente y disponible todo el año. “Las bananas eran el nuevo alimento perfecto para la creciente clase media”, señala la historiadora Virginia Scott Jenkins en Bananas: An American History. “Un fruto nutritivo, adecuado tanto para ricos como para pobres”.

La golosina de envoltorio amarillo se convirtió en un signo de prosperidad moderna, emblema del nuevo alcance global de Estados Unidos. A medida que crecía el apetito de los norteamericanos por las bananas, también aumentó la voracidad de esta compañía que fue extendiendo sus tentáculos a lo largo de las antiguas colonias españolas, naciones endeudadas y con gobiernos corrompibles, sin otros recursos más que su riqueza biológica. Poco a poco, “El Pulpo” se apoderó de cientos de miles de hectáreas de las mejores tierras de Centroamérica llegando a ejercer una influencia extraordinaria en cada aspecto de la vida de estos países y alterando para siempre las relaciones entre naturaleza, economía y cultura en los trópicos. En 1904, el escritor estadounidense O. Henry -seudónimo utilizado por William Sydney Porter- llamó en su novela Cabbages and Kings a estas naciones violentas, pobres y políticamente tambaleantes “repúblicas bananeras”, dos palabras que condensan desde entonces tres lugares comunes latinoamericanos: intervencionismo, corrupción y sumisión.

La dorada fruta volvió a empresarios bananeros, como Samuel “The Banana Man” Zemurray, en hombres extremadamente ricos y poderosos, reyes sin corona capaces de determinar el destino de naciones. En Honduras, Estados Unidos invadió siete veces entre 1903 y 1925 para asegurar que las empresas estadounidenses, como las de este inmigrante judío de Rusia, mantuvieran el control de las exportaciones bananeras. En 1953, este hombre grande y contundente a cargo de esta compañía también conocida como la Frutera o la “Yunai” contrató al gurú de las relaciones públicas Edward Bernays, célebre por sus técnicas de persuasión de los deseos y necesidades de la opinión pública, quien aprovechó las ideas de su tío, Sigmund Freud, para dos operaciones: primero, impulsar las ventas de UFCO al relacionar las bananas con una buena salud y, después, convencer a la sociedad y al gobierno estadounidense de la necesidad de derrocar al presidente democrático de Guatemala Jacobo Arbenz, quien amenazaba los intereses de la compañía con su reforma agraria que proponía una redistribución de tierras a lo largo del territorio nacional. 

Bernays manipuló a la opinión pública como un malabarista. En artículos publicados en The New York Times, Newsweek, The Nation y demás medios nacionales sembró la misma preocupación: la influencia de los comunistas de Guatemala estaba en aumento. En 1954, la aplastante guerra psicológica surtió efecto. Durante el apogeo del macartismo, el presidente Dwight D. Eisenhower dio la orden y la CIA -dirigida por Allen Dulles, asesor de la empresa bananera- contrató y entrenó a mercenarios que emprendieron un golpe de estado contra el gobierno local a las cuatro de la tarde del 18 de junio. “La embajada norteamericana decidió que el gobierno de Árbenz olía fuertemente a comunismo y representaba un peligro para la seguridad del Hemisferio”, escribió el uruguayo Eduardo Galeano en Guatemala: Ensayo general de la violencia política en América Latina. El evento marcó el comienzo de una guerra civil de 36 años en la que murieron 250.000 guatemaltecos, decenas de miles de los cuales eran indígenas mayas.

Los frutos del imperio

La banana arribó a América a principios del siglo XVI, tras haber sido domesticada en el sudeste asiático hacía entre ocho y diez mil años. En 1516, el fraile español Tomás de Berlanga plantó tallos de banana en la isla Hispaniola -Haití y República Dominicana- con la esperanza de que alimentase a la creciente población esclava. De ahí uno de los primeros nombres con los que se conoció a la fruta en el continente: dominicos. 

Por entonces, era un cultivo en cierto sentido huérfano: ningún idioma europeo contaba en su vocabulario con una palabra capaz de describirla cabalmente. Cuando las encontró en 1521 en Guam, Antonio Pigafetta, el cronista principal de la expedición de Magallanes, debió esforzarse: llamó a las bananas “higos de más de una palma de largo”. Tiempo después, la confusión también invadió al botánico Carolus Linnaeus o Linneo: mientras repartía nombres en latín a diestra y siniestra, en 1753 el sueco las clasificó primero como Musa paradisiaca, la “fruta celestial” o la fruta prohibida del paraíso, y luego en 1758 como Musa sapientum, “fruta de los sabios”, después de leer el relato de Plinio sobre los sabios de la India que la comían con devoción. 

Se pueden encontrar más de mil tipos de bananas en todo el mundo, cada variedad con su propio universo de sabor: Virupakshi, Titiaro, Cuyaco, Pineo Enano, Macabu, Cambur Morado, Ice Cream, Pelipita, Mysore (la más popular en la India), Popoulou (de color rosa chicle), entre tantas otras. De Guatemala a Colombia, sin embargo, las compañías bananeras se centraron en el comercio a gran escala de un solo cultivo: la banana Gros Michel o Big Mike, de sabor extra dulce y una consistencia cremosa. La poca diversidad biológica de las plantaciones las volvió vulnerables a las enfermedades propagadas rápidamente por los vagones de ferrocarril y los barcos de vapor. No tardaron mucho en sucumbir: en la década de 1910 un asesino natural se filtró en América. Un hongo insaciable llamado Fusarium oxysporum, una especie de “cáncer de la banana” responsable de una enfermedad implacable conocida como mal de Panamá, comenzó a saltar de plantación en plantación. Fue una masacre frutal: transportada por el agua y la tierra, la enfermedad se extendió por las naciones vecinas, de Costa Rica a Guatemala, de Colombia a Ecuador. El proceso llevó décadas. Zemurray ordenó fumigar las plantaciones con toneladas de pesticidas. Aquellos que se ofrecían como voluntarios para realizar este trabajo recibían mejores salarios. Pronto, la piel de estos trabajadores conocidos como los “veneneros” adquirió un tono azul. Murieron decenas.

Para 1960, la banana Gros Michel había prácticamente desaparecido. La industria bananera se encontraba al borde de la bancarrota y la todopoderosa United Fruit Company poco a poco fue perdiendo su despiadado poder. Las compañías que habían desestabilizado la región terminaron siendo desestabilizadas por un minúsculo hongo. Hasta que, después de experimentar con nuevas variedades resistentes a la enfermedad, a último momento apareció la salvación: una variedad llamada Cavendish, inferior en sabor, hasta entonces considerada de segunda categoría y que se cultivaba en Asia, Hawai y las Islas Canarias. Sin otra mejor opción, en 1970 la industria bananera la adoptó. “El cambio ocurrió tan rápido y sin problemas que los consumidores apenas lo notaron”, advierte el periodista Dan Koeppel, autor de Banana: The Fate of the Fruit That Changed the World.

Desde entonces, la banana Cavendish -que arrastra el nombre de un noble británico que la había cultivado por capricho en sus invernaderos un siglo antes- conquistó el mundo. Es la Big Mac de las frutas: uniforme, universalmente asequible, disponible en toda época y lugar, mediocre en calidad. Pero también adictiva. “Es como el pan”, asegura Juan Fernando Aguilar, líder del Programa de Banano y Plátano de la Fundación Hondureña de Investigación Agrícola. “Uno no se cansa de comerla todos los días”.

Se volvió tan omnipresente que resulta imposible imaginar la vida moderna sin esta fruta amarilla, alargada y curvilínea, emblema del sistema alimentario moderno: industrializado, con frutas y verduras que recorren miles de kilómetros hasta llegar a nuestra mesa, y en el que el discurso nutricional (y corporativo) maquilla y oculta los despojos y atrocidades humanas de su producción, como sucede también con el café, el chocolate y el aceite de palma.

En el caso de la United Fruit Company, en sus más de cien años de existencia, mudó de piel varias veces. Mientras su dominio sobre la política latinoamericana se desinflaba, el Pulpo cambió de socios, cambió de logotipo, cambió de nombre: en 1970 fue United Brands; hoy opera como Chiquita, un nombre engañoso que insinúa falsamente una idiosincracia latinoamericana. La operación de limpieza involucró a los mejores relacionistas públicos que aceptaron una misión: borrar de la memoria colectiva su historia tórrida de sangre y destrucción ambiental. Así filmaron y distribuyeron el documental revisionista Journey to Bananaland (1952), publicaron libros de recetas y repartieron materiales escolares. Aunque el esfuerzo publicitario más intenso, sostenido y cruel lo encarnó ella, “Miss Chiquita Banana”, la mascota sobresexualizada de la marca. Inspirada en Carmen “la bomba brasileña” Miranda -aunque la señora del sombrero tutti-frutti había nacido en Portugal-, esta caricatura -mitad banana, mitad mujer- pretendió, a través de su comerciales pedagógicos, despertar el deseo del mercado estadounidense golpeado por la guerra. Mientras tanto enmascaraba con su música pegadiza, movimientos sensuales de baile y estereotipos racistas y colonialistas la explotación de miles de trabajadores, la violación de derechos humanos y las intervenciones de Estados Unidos en América Latina englobadas en lo que se conoció como “Banana Wars”.

FK/JJD