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SOY GORDA (ESEGÉ)

La rubia, el morocho y la loba

Pamela Anderson, Carlos Gardel, Salvadora Medina Onrubia

Laura Haimovichi

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No hay duda de que es interesante escuchar y leer todo lo que tienen para decirnos las personas que reflexionan y construyen teoría desde el movimiento anti-gordofóbico. Son los pilares que fortalecen la conciencia y la lucha. Lo mismo ocurre con las investigadoras feministas que ponen sobre el tapete los intereses del imperio de la industria cosmética y desmenuzan sus intenciones ocultas detrás de publicidades en apariencia inocentes. Pero los dichos de las celebrities, de aquellas personas que son famosas, tienen otro peso en el amplio ámbito popular. La fama no es (solo) puro cuento.

No es que haya una reflexión nueva que dé cuenta de un cambio generalizado en el concepto del cuerpo de las mujeres. Aún falta mucho para esa anhelada y extendida transformación radical. Sin embargo, es bienvenido escuchar voces como la de Pamela Anderson, la guardavidas rubia de la serie televisiva Baywatch, mirar críticamente su pasado en Hollywood.

“Tengo 57 años, gran parte de mi carrera fue un viaje que tuvo que ver con lo físico, pero también he experimentado lo que significa quitarme las capas para recordar quién soy, no definirme por lo que me hace la gente sino por lo que yo misma hago y no amargarme ni hastiarme”, dijo días atrás durante la presentación de la película La pasión de China Blue (The last Showgirl), donde comparte escenas con Jamie Lee Curtis, en el Festival de Cine de San Sebastián.

Anderson celebró “buscar todavía la alegría del proceso y de la vida. Vi como se agotaba la fe en el glamour de (su personaje) Shelley y estoy viviendo un momento mucho más sensual ahora que en el pasado. Es como pasa con Las Vegas de día, (se convierte en) una mujer sin maquillaje, más vulnerable y reveladora, más íntima”, dijo la ex estrella del firmamento del show business estadounidense durante los años 90.

Más de medio siglo antes, era un hombre con su hora de fama en Hollywood quien luchaba contra las presiones por su imagen corporal. Me refiero a Carlos Gardel, el morocho del Abasto, que ya en la segunda década del siglo veinte se acercaba a la sede porteña de la Asociación Cristiana de Jóvenes, con el propósito de afinar su figura y evitar las cargadas discriminatorias de sus amigos. El pianista de las clases de gimnasia era Adolfo Rafael Avilés, que luego tuvo una destacada actuación como compositor de tangos. Lo recordé al ver el excelente musical Cuando Frank conoció a Carlitos, una ficción sobre el imaginario encuentro de Frank Sinatra y Gardel que se reestrenó en el teatro Astral, de avenida Corrientes.

El espectáculo no tiene nada que envidiarle a las mejores puestas de Broadway. Comienza cuando Gardel, un Oscar Lajad muy carismático, está en un paréntesis de su actuación en la NBC de New York y Frank Sinatra, un tierno Alan Madanes, golpea la puerta del camarín buscando el consejo del Zorzal Criollo para direccionar su incipiente carrera.

La puesta en escena trabaja el contrapunto de los personajes, está ambientada en los años ’30 y está a cargo de Natalia del Castillo. La directora tomó la obra escrita por Raúl López Rossi y Gustavo Manuel González, para contar con un dinamismo atrapante el encuentro entre estos dos emblemas de la música y el show de las ciudades que los apasionaban y a las que les tributan parte de sus cancioneros.

Estos personajes fascinantes que fueron contemporáneos en un tramo de sus vidas, hoy son antiguos, pero en el espectáculo actúan, cantan y bailan con una música moderna y deslumbrante que emociona e invita al público a acompañarlos con el vaivén de los cuerpos.

Antiguos, decíamos, como Las Antiguas de Buena Vista editora, la colección que acaba de publicar la poesía reunida de Salvadora Medina Onrubia, poeta de 1920, primero maestra rural “de niños vencidos en Gualeguay”, luego millonaria, escritora y periodista. Militante anarquista y teosófica, fue compañera en el amor del periodista Natalio Botana, adversaria del golpista Uriburu y directora del diario Crítica, en rigor la primera en ejercer ese rol en la Argentina.

Escribió aullando como loba, gritando como loca, organizando con esmero palabras salvajes, en una “antítesis de mí misma”: Cada una de las piedras que forman mi montaña/para un ser de los otros sería la carga máxima/ Solo un dolor, de todo lo que está lleno mi ser lleno,/para un ser de los otros sería el dolor pleno! También: Llevo fijo al tobillo un grillete de amor,/ que me consagra esclava del humano dolor... Tengo un sexto sentido de trágica vidente/y el sello de Elegida en medio de la frente/ Toda miseria y pena y oculto sufrimiento con percepción aguda lo descubro y lo siento

Con un hijo natural a cuestas, Salvadora encuentra “en la palabra una vía posible para ir en contra de pautas sexo-afectivas y contratos morales instalados en el imaginario nacional del post Centenario”, escriben en las primeras páginas del libro los investigadores Lucía de Leone y Enzo Cárcano, quienes también se nutren de trabajos previos propios y de la investigadora y docente María Vicens, entre otras.

El dolor es la materia prima de Medina Onrubia, la piedra angular de su decir. Vela “por hacer texto como el tejido cosido”. Yo estaba enferma del ansia/de bañarme de paz el espíritu“, dice uno de los poemas que se rescatan en la edición

“A pesar de ser mujer, me permito el lujo de tener ideas ¿sabe?”, dice Elvira Ancizar en la obra teatral de 1929 Las descentradas, nos recuerda en el volumen Sylvia Saítta. “Yo tengo ideas boxeadoras. Ideas que se dan directo y crosses y swings con la vida. Solo soy un bicho antisociable y salvaje que tiene la desgracia de ver cosas raras que nadie ve. Cuando estoy entre toda esa gente tan bien educada, siento impulsos de decir malas palabras, de tirar sillas por el aire, de escandalizarlas”. Esa semiótica del cuerpo y de las emociones bien podría formar parte hoy, más de un siglo después, de un manifiesto contra la opresión de otras humanidades: mujeres, sí. También, infancias, morochas, gordas, desclasadas y tantas, tantas más.

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