Una historia de cómo nos endeudamos
Un presidente debilitado, a la cabeza de un Estado endeudado, sin apoyo financiero externo y frente a un peronismo esperando volver al poder que se les había escapado en 1983 solo pudo tomar medidas sin efecto: hacer rotar a sus ministros de Economía y entregar la banda presidencial antes del fin de su mandato.
El domingo 14 de mayo de 1989 el candidato opositor, el peronista Carlos Menem, ganó las elecciones. El viernes 19 de mayo el dólar llegó a 210 australes. En poco más de cuatro meses había aumentado casi un 1000% y la corrida estaba lejos de detenerse. Entre febrero y agosto el aumento acumuló un 3600 por ciento.
El presidente Alfonsín adelantó a julio la entrega del poder. En el último trimestre de su presidencia, la inflación conoció un incremento exacerbado (mayo 78,5%, junio 115% y julio 197%). Esos fueron los picos de una hiperinflación que en los 12 meses de 1989 llegó a acumular un incremento de precios al consumidor del 4924 por ciento.
La desaparición del valor de la moneda nacional empujó a una extrema dolarización de facto pero también a un estallido interminable de deudas. Dólar y deudas fueron dos caras de una moneda pulverizada. La divisa norteamericana actuó como protagonista en la campaña presidencial de Menem. El dólar se había convertido en institución informal de la democracia recuperada en 1983. Había ganado ese por su rol de ordenador de expectativas ciudadanas y de aspiraciones políticas.
La generalización de las deudas también marcó los tiempos de la hiper. Fueron una experiencia axial para una sociedad que miró el abismo de frente.
En el huracán inflacionario, la indexación de pagos y cuotas hizo sentir su fuerza mayúscula. “Los presupuestos familiares están siendo avasallados por los hiperinflacionarios gastos de subsistencia y por el explosivo vuelo de las cuotas. Cada vez son más los argentinos que antes vivían al mes y ahora apenas pueden vivir al día.” Con esta conclusión cerraba una nota del diario Clarin del 18 de junio de 1989 donde se repasaba qué estaba sucediendo con las cuotas en el contexto de la hiper. Los pagos de alquileres, tarjetas de crédito y círculos de ahorro se ajustaban por una indexación que buscaba representar el aumento de la inflación. En ese mes de junio de 1989 se estimaba que llegaría a un 120 por ciento.
La indexación corría y los salarios gateaban. Entre enero y junio un seguro todo riesgo de un Peugeot 505 (auto ícono del momento) había aumentado 271%; el alquiler de una vivienda, 254%; las expensas, 306%; el costo de los préstamos personales en el banco, 456%; las cuotas en el círculo de ahorro para minicomponentes, 837%; la financiación del saldo de la tarjeta de crédito, 937%; y el descubierto en cuenta bancaria, 1265%. Los 30.000 juicios de desalojos, según la Asociación de Inquilinos, obedecía al cese de pagos de los alquileres, pero también a las moras con expensas e impuestos (Clarín, 18 de junio 1989). En junio de 1989 se aprobó una ley del Congreso para paliar la situación de los inquilinos frente a la indexación descontrolada, que establecía una rebaja del 50% para los alquileres menores de 10.000 australes. Las organizaciones representativas de los inquilinos consideraron “irrisoria” la medida. Reclamaban un congelamiento de los alquileres, denunciaban los 30.000 juicios de desalojo y pedían por las “entre 800 y 1000 familias que quedan en la calle cada día” (Clarín, junio de 1989).
El humor gráfico suele sintetizar el humor social de una época. Más todavía cuando el autor es un humorista de la talla del rosarino Roberto Fontanarrosa, que publicó por aquellos días en el diario Clarín el siguiente dialogo en una de sus habituales viñetas:
-¡Viejo¡ ¿Qué es el retraso tarifario?
-Bueno… nosotros ya nos atrasamos tres meses en el pago de la tarifa de agua…
El humor hacía serie con las coberturas periodísticas del periodo que narraban las experiencias de endeudamiento producidas por la pulverización de los ingresos ante la hiperinflación. La señora Grandier sentía vergüenza de mostrar su casa venida a menos, refiere el cronista del diario de La Nación, que recupera la experiencia de la “clase pasiva” durante la hiper. La señora Sosa siente pudor al pedir alimentos a sus hijos. Y el matrimonio Funes -vive en Bernal marido y mujer con una sola jubilación mínima- recuerda que la primera vez que se avergonzaron fue cuando dejaron de pagar los impuestos. “No nos van a rematar la casa con nosotros adentro”. Ya les habían cortado la luz (La Nación, 20 de junio de 1989).
Las deudas indexadas en los meses pico de la hiper produjeron un nivel de incertidumbre extremo. Horacio Aranda confía en el canal que propone Clarín para hacer oír la voz de sus lectores. Escribe una carta que en el diario titulan “Indexación y flagelo”. El sistema indexatorio tornaba ilusoria cualquier amortización y ponía al deudor en situación de mal vender su propiedad con el solo objeto de frenar la terrible deuda que se retroalimentaba día a día. En su carta al diario, Aranda recuerda que durante los años de la circular 1050 se había vivido algo parecido. Reclama soluciones políticas para morigerar la nocividad del sistema financiero. Las cuentas y las fechas revelan la experiencia extrema de las deudas indexadas en el pico de la hiper. El 9 de junio abona por una hipoteca la suma de 20.253, 74 australes; el pago en mayo había sido de 9648,98; para julio proyecta que serán 49.824. “Ya no podré pagar”, cierra su misiva.
La desaparición del valor del austral empujó a la dolarización y al acaparamiento de alimentos sin mediación monetaria. En todas las grandes ciudades se repetían frente a los bancos las filas interminables de ávidos compradores de dólares, con una desesperación proporcional a la feroz devaluación del Austral. Los sectores más castigados por el aumento de los precios y el desabastecimiento encontraron su propia estrategia defensiva en saqueos de comercios y supermercados. Entre fines de mayo y principios de junio de 1989, en los conglomerados de grandes ciudades como Buenos Aires, Mendoza, Córdoba o Rosario, pobladores de las barriadas populares se proveyeron de manera violenta de alimentos y otros bienes básicos de consumo en un contexto donde el abastecimiento a través del mercado se había vuelto imposible.
El auge del que en años previos habían gozado los círculos de ahorro se tornó fuente de malestar colectivo. La prensa prestó mucha atención. “No llego a la cuota”, titulaba Clarín una nota que daba cuenta de las experiencias configuradas por la indexación de las deudas. Mario Gallo iba por la cuota 43 de un plan de ahorro previo por un televisor color. “El mes pasado tuve que pagar 1778 australes de cuota. Este mes me vinieron 7608 australes que son un 300 o 400% más. Yo quiero saber qué sucede, por qué seguir así. ¿Cuánto me va a venir en agosto? ¿20.000 australes? Mi sueldo ahora es de 13.400 australes. ¿Cómo voy a hacer para pagar?” (Clarín, 8 de julio de 1989). La experiencia de Mario Gallo se replicaba por cientos de miles. Alberto Rodríguez, obrero del barrio de Mataderos, señala a Crónica: “Yo venía pagando 2328 australes por el televisor pero ahora vino una factura de 13.842… Si mañana no pago 36.000 australes, pasado van a ser 51.000. ¿Qué hago? Yo gano 20.000 por mes” (Crónica, 12 julio de 1989).
Las coberturas fotográficas en los diarios de tirada nacional se detienen en las largas colas frente a las casas de electrodomésticos, en algunas ocasiones son descritas escenas de nerviosismo, de insultos y algún intento de agresión. La multitud se agolpa en la casa central de Aurora Grundig ubicada en la esquina céntrica de Paraguay y Cerrito. Son los primeros días de julio y vence el pago de las cuotas. El clima está caldeado. Los aumentos fueron exorbitantes. La Prensa registra un aumento del 400% que llevó a “miles de adherentes” a protestar ante la puerta del negocio y describe como “confusa” e “insostenible” la situación de aquellos que no pueden pagar la cuota (La Prensa, 7 de julio de 1989). Crónica menciona “disturbios” y la intervención de la policía montada para reprimir a los “usuarios que intentaban depredar el edificio de Paraguay y Cerrito”.
No faltó lugar para la risa. “Usted pagar… usted perder...”. Crónica se mofaba de una publicidad de Aurora Grundig que fue furor en los años 80: “Ahorra grande, Aurora Grundig” En auge de los círculos de ahorro, el protagonista del comercial era el “cacique” de una tribu indígena norteamericana caracterizado por su forma rudimentaria de hablar: con verbos sin conjugar, en infinitivo, invitaba a adquirir para el hogar productos Grundig y comprar vía los círculos de ahorro. Ahora Crónica convocaba esa media lengua racista para resaltar la trampa en que habían caído quienes estaban pagando las cuotas indexadas por la hiper.
A fines del mes de julio de 1989 retornaron los incidentes en la puerta de la casa central de Aurora Grundig. Largas colas para protestar, forcejeos con la policía, indignación. Nuevamente, las voces enardecidas de los usuarios se hacían oír para denunciar deudas indexadas imposibles de pagar.
Los años 80, una “nueva” clase media y las deudas de la caída
La década “perdida” es la década de la “caída”. Los años 80 pueden leerse en esas dos claves. Una economía que retrocedió en sus indicadores clave (enorme endeudamiento externo y enorme reducción del PBI nacional) y una sociedad que experimentó su primer gran espiral de descenso en el siglo XX. Las expectativas de la democracia fueron escurriéndose entre esas dos duras realidades que la política no logró torcer.
La transformación mayúscula de la estructura social tuvo su mayor exponente en la “nueva pobreza”. La caída de amplios sectores de clase media por debajo ese umbral constituye una biografía familiar y social, como narró magistralmente el sociólogo Gabriel Kessler.
Las deudas no fueron accesorios de este proceso de desclasamiento generalizado. El retorno sobre textos sobre la “nueva pobreza” que auscultaron la sociedad de los años 80 nos confronta con deudas impagas, créditos imposibles de sostener, cuotas de círculos de ahorro que dejan de estar al día y “deudas para salir del paso”. Las deudas fueron antesala o preludio de la “caída”. Miradas retrospectivamente, el signo de estas deudas es la irracionalidad económica, interpreta Kessler.
Las deudas se podrían haber evitado, se lamentan las personas entrevistadas por Kessler, como si hubieran sido accesorios o accidentes. En realidad, le dieron forma y contenido, cálculo y malestar a la singular experiencia social del proceso de desclasamiento. Fueron un modo de habitar la transformación del mundo social que rodeaba a esos sectores y un modo consistente de aplazar lo más posible la toma de conciencia de la nueva situación. Fueron deudas para ganar tiempo, para estirar la distancia entre la realidad objetiva y la experiencia subjetiva, entre el desclasamiento y una identidad social que se resistía a reconocerse en el nuevo contexto. Evitar estas deudas habría sido imposible: están cargadas de la singularidad histórica de una trayectoria de clase.
Las “deudas de la caída” son el símbolo y el método de una época. La clase media descendió en masa por debajo del umbral de la pobreza, que entonces incluyó más del 40% de la población, desandando décadas de movilidad social ascendente.
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