QUÉ LEER

La llave del paraíso

Liliana Villanueva

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“Estás loca”, me dice Farshid, “venir desde el fin del mundo hasta el Irán y hacer un viaje de más de quinientos kilómetros a una ciudad perdida para ver una mezquita en ruinas que no le interesa a nadie...”. Farshid me mira divertido meneando la cabeza, marca un número al teléfono y habla en farsi sin dejar de mirarme. Pone una mano en el tubo y me dice: trescientos mil riales. Hago un gesto afirmativo, Farshid confirma en su idioma y el trato está hecho. A la mañana siguiente, un chofer me llevará a Damgán, donde está la mezquita más antigua del Irán, construida hace mil trescientos años.

Es larga la lista de edificios, plazas y lugares que quiero visitar en Irán, pero la mezquita Tarik-Jana en Damgán es la más importante, la primera de la lista. Hace años intento escribir una tesis de doctorado sobre el desarrollo del espacio en las ciudades musulmanas. Fue en el momento en que me vi enfrentada al Registán de Samarcanda cuando mi tema dio un giro de ciento ochenta grados. Desde entonces me pregunto por qué motivo surgieron, en Persia y en el Asia Central, una serie de plazas urbanas abiertas como grandes escenografías bajo el cielo que no condicen con la mentalidad íntima y privada de las ciudades del Islam. Tengo la sospecha de que la respuesta está en los patios de las mezquitas persas y de las grandes madrasas o escuelas coránicas con sus imponentes eivanes o portales espaciales muchas veces escoltados por minaretes que rascan el cielo límpido de nubes, como en las ilustraciones de los riales, los billetes iraníes.

Desde que vivo en Moscú trabajo como freelance en una agencia de noticias con oficinas en todo el mundo. Farshid Motahari es nuestro corresponsal en Teherán. Él dice ser descendiente directo de Mahoma por vía materna, su abuelo fue jefe de gobierno en épocas del Shah y su papá director de un banco iraní, lo que explica que haya vivido en el exterior desde chico y que hable alemán e inglés a la perfección. Farshid tiene una novia en California, un piso de lujo en un barrio del norte de Teherán y goza de una libertad de acción, expresión y movimientos que a muchos en la agencia les despierta sospechas. Pero es un buen periodista, entiende al toque lo que se espera de él y tiene enamoradas a todas las secretarias de la agencia en Hamburgo. Cada vez que viaja a Alemania les lleva un kilo de piñones de regalo –que allá son carísimos– a cada una. Farshid me fue a buscar con el auto a la salida del aeropuerto. Sobresalía del resto de sus compatriotas varones por su vestimenta occidental algo exagerada –por no decir escandalosa–: una remera de color verde loro con una imagen del Pato Donald y unos pantalones de golf a cuadros amarillos y azules. Cuando, ya en el auto, le pregunté a qué hotel me llevaría, me dijo que no era necesario gastar tanta plata en hoteles. Estaba decidido que dormiría en su casa. Ante mi sorpresa, me llevó directamente a su departamento al norte de Teherán, con la excusa de que los hoteles para extranjeros estaban llenos de espías de la Revolución islámica.

—Te vas a sentir observada —me dijo.

Como menos me siento yo en este país de monjas musulmanas es observada. Para salir a la calle me tapo de la cabeza a los pies con vestidos y sacos hasta el tobillo, los compré especialmente para este viaje en una boutique de Hamburgo donde solo venden talles grandes pero muy grandes, en telas de lino y cortes aptos para vikingas. En la cabeza me armé una especie de chador con una pañoleta de gasa estampada que deja solo mi rostro a la vista y amenaza con caerse a cada rato.

Cada vez que salgo a la calle siento el calor del sol iraní traspasar toda esa cantidad de telas, y como no estoy acostumbrada, me pica todo el cuerpo. Cuando volvemos a casa, ya en el ascensor del edificio me libero de mi vestido-abrigo-sábana, de las medias y sandalias, y camino descalza sobre las frescas baldosas del departamento, en remera de manga corta y jeans. Así vi que hacían las amigas iraníes de Farshid, con la diferencia de que bajo el chador ellas usan minifaldas, remeras muy escotadas y apretadas al cuerpo que resaltan sus curvas, además de maquillarse como actrices de reparto y mirar al mundo con ojos provocativos de sultanas de Harem. Con mis polleras negras larguísimas y las camisolas de lino hasta por debajo de las rodillas, que supuse serían las más apropiadas para la etiqueta moral musulmana, me siento totalmente fuera de lugar. En privado, las iraníes me miran con lástima.

Intenté explicarle a Farshid que no me interesa el programa de comidas en versión iraní del McDonald’s, las fiestas alcohólicas y la vida occidental que me ha organizado “para que me sienta en casa”. Él está orgulloso de sus libertades, ama a su país que, como dice una antigua leyenda persa, “se sitúa en el centro exacto del universo”, y se ríe de la visión que Occidente tiene del Irán. Para un hombre soltero, libre y con dinero, no es difícil vivir en el país de la Revolución islámica.

Farshid se mudó al living y me dejó su habitación durante toda mi estadía. Por las noches duermo en su cama doble entre sábanas estampadas con un Mickey Mouse gigantesco; el personaje de Disney está por todos lados: en el velador, en los ceniceros, en las tazas, en las toallas, en el cepillo de dientes y la alfombra del baño. Farshid debe tener unos cuarenta y cinco años, pero en algunas ocasiones parece un chico. No dice dos frases sin reírse, cuenta chistes en tres idiomas y cuando me habla salta continuamente sobre uno y otro pie como un adolescente exaltado.

—Good morning!

La voz de Mickey Mouse me despierta a las cinco de la mañana. Farshid ya está en la cocina moliendo café con la maquinita turca. Me saluda con cara de dormido. Sobre la mesada con forma de bar, una pila enorme de billetes gastados, riales con imágenes de mezquitas sagradas y abanderados de la revolución. Es la paga para el chofer y demás gastos del viaje. Farshid calcula que estaré volviendo a Teherán recién por la noche: para llegar a Damgán necesitamos ocho horas por la ruta del Norte que cruza Irán de Oeste a Este. No sé si es la hora temprana o la expectativa del viaje pero el café me resulta delicioso.

Suena el timbre, el chofer me espera abajo en el garaje. Con la mochila a la espalda cargada con el equipo fotográfico, el bolso del trípode y los riales (que ocupan la mitad del espacio de la cartera) me despido de Farshid, que se cae de sueño. En el ascensor me arreglo el chador improvisado y bajo al estacionamiento.

El chofer se llama Mohamed. Es joven, morocho y de ojos verdes, su cara acaramelada es de actor de telenovelas. En el tablero hay una foto de una mujer y dos dulces niñas ubicada estratégicamente a la vista. Mohamed no habla inglés, así que durante el viaje por rutas desiertas me dedico a repasar mis notas, mirar por la ventanilla y dibujar los paisajes.

La naturaleza del sur del Mar Caspio es de una belleza que parece ajena al tiempo, la ruta se pierde entre las montañas bajo un cielo con brillos de plata, el aire seco de la mañana le roba a la tierra los últimos restos de la escarcha. Rara vez se ven paisajes abiertos, como escribió Nicolas Bouvier en L’usage du monde (traducido al castellano como Los caminos del mundo): “Horizontes tan amplios que apenas se mueven”.

Atravesamos valles y laderas en tonos cobrizos y verdes oxidados, un paisaje mineral que me transporta a la pre-cordillera andina y a algunas rutas del Cáucaso. Aquí directamente no existe el horizonte, es el paisaje el que se mueve y cambia en sucesiones de imágenes acotadas de una película en aceleración perpetua. Las montañas llegan hasta el límite mismo de la ruta y se apoyan sobre el asfalto como patas gigantescas de un animal prehistórico que por casualidad se hubiera quedado dormido hace millones de años. Son las tres de la tarde cuando llegamos a Damgán. Mohamed pregunta varias veces por la mezquita, y cuando al fin llegamos, levanta el puño de su camisa y me muestra el reloj. Con señas me dice que tengo media hora para sacar fotos, señala su estómago con el dedo índice, me muestra un puestito de comidas al otro lado de la calle y se va caminando tranquilamente en esa dirección. De repente estoy sola, disfrazada de iraní frente al portón cerrado de la mezquita más antigua del Irán. Me acerco al portón y toco el timbre como una chica aplicada. El sonido se pierde en el espacio. Un eco lejano llega hasta la calle, pero nada pasa. Conozco el plano de la mezquita, me parece ver el patio de tierra rodeado de las columnas de adobe, la pequeña sala abierta y sin muros, el silencio que se pierde en el vacío. Vuelvo a tocar el timbre pero es inútil. Ahora el eco es todavía más intenso, el aire seco de la tarde repite los sonidos y mi mezquita no es más que un oscuro túnel del tiempo, un espacio cerrado al otro lado del portón cerrado, adonde nunca lograré entrar.

En la calle hay poco tránsito, casi no hay gente en las veredas, la vida de la ciudad se oculta detrás de los paredones de tierra. Como a cincuenta metros, un par de hombres –camioneros, mi taxista– se agolpan en el puestito de comidas en un almuerzo tardío. Un viejo con ropas holgadas del mismo color de la tierra seca de la vereda pasa a mi lado y me dice algo en farsi. No hablo el idioma pero imagino que dice que a esta hora la mezquita está cerrada. Cierto que no es hora de rezo, los verdaderos creyentes deberían rezar cinco veces al día y las verdaderas mezquitas tendrían que estar abiertas desde la mañana hasta la noche como las plazas públicas. Una mezquita no es una iglesia y tampoco es solamente un edificio para el rezo. La primera mezquita fue la casa de Mahoma en Medina, un gran patio rodeado de un muro y espacios de sombra con columnas hechas de troncos y el techo de hojas de palmera. La casa de Mahoma fue la base, la idea inicial para las primeras mezquitas, y aún hoy se siguen construyendo según ese modelo tan básico. Una mezquita no es la casa de Dios sino un lugar para el rezo y también para dormir una siesta, un punto de encuentro y un espacio para cerrar negocios. Así lo quiso el Profeta: ningún edificio, ninguna curia, ninguna imagen deberá interferir entre el creyente y Alá. Quizás mi mezquita está cerrada desde hace siglos, o desde que el centenario viejo vestido del color de la tierra era chico. Quizás nadie rece aquí desde hace mil años.

Un mullah joven se acerca desde el otro lado de la calle, luce un turbante blanco y una enorme capa marrón que se levanta a su paso como si la tela buscara emular al viento inexistente. Un chico de cinco años se aferra a su mano. Cruzan la calle en mi dirección pero el mullah no me mira, el chico sí me mira muy interesado. Me acerco a ellos tratando de no mirar al hombre a los ojos, evocando la frase del Corán que dice algo así como: “La mirada seductora de la mujer es la perdición para el

creyente“. Le hablo en inglés pero miro hacia la vereda. Le señalo el portón de la mezquita:

Do you know the mosque’s opening time?

El mullah se queda petrificado, anclado a la vereda. No me contesta. Como yo, mira hacia abajo, hacia la tierra seca, seguramente turbado por mis sandalias de tiras de cuero que dejan una parte de mi pie al desnudo. Saco el papel que me dieron en el Ministerio de la Cultura y la Revolución Islámicas y se lo muestro, es un permiso oficial para visitar edificios religiosos, tiene un sello bien grande y bien verde escoltado con artísticas siglas en caligrafía farsi. Ubico el papel frente a su cara como para obligarlo a que lo vea. A que lo lea. Sus ojos se mueven de derecha a izquierda, después levanta la vista y me mira brevemente, baja los ojos de nuevo hacia el piso, hacia mis sandalias, sin saber qué hacer. Toda la contradicción se imprime en su rostro moreno, como un sello, ahora rojo.

Una azora del Corán dice: “Si te sientes excitado por la mirada de una mujer extraña, debes irte enseguida corriendo a tu casa y estar junto a tu mujer”. Por suerte el mullah, que no debe tener más de veinte años, no se va corriendo hacia su casa. El nene me mira divertido. Dichoso niño, todavía no está separado del mundo como los grandes, con sus reglas, sus limitaciones y papeles oficiales.

Masgid Tarik-Jana, open time? —pregunto otra vez simplificando la frase, utilizando la expresión masgid, que corresponde a “mezquita” en árabe. Y señalo el portón cerrado. El mullah sigue anclado a la vereda. Pero el nene le tira del brazo como pidiéndole que haga algo, que le traduzca, que la escena continúe y pueda divertirse con esa extranjera disfrazada de musulmana. Entonces Mohamed viene a nuestro encuentro desde el puestito de comidas corriendo apurado con cara de susto por la calle. Se limpia las manos con una servilleta de papel y ya está explicándole al mullah de qué se trata. Mohamed, mi salvador. Seguramente le dice que acabamos de llegar de Teherán, que soy extranjera y estoy un poco loca, además de que le hago perder el tiempo a todo el mundo.

El mullah se queda en silencio y ahora somos dos (tres, contando al nene) los que lo miramos expectantes, pero como no hay reacción saco el mini diccionario persa-inglés y se lo doy a Mohamed para que me traduzca lo que diga el mullah, si es que se decide a hablar. El mullah le explica algo a Mohamed y después, juntos, buscan las palabras para armar una frase en inglés.

Portié nou —dice Mohamed—. Siesta.

Así, en franco-español universal. El portero está durmiendo la siesta.

—¿Dónde está el portero? —pregunto en inglés.

El mullah y Mohamed se miran.

Jóum —dice el mullah en aceptable inglés.

Me habla a mí pero dirige sus grandes ojos marrones hacia Mohamed.

—¿Dónde está la casa del portero? —vuelvo a atacar.

Ambos se alzan de hombros como diciendo “ni idea”. Luego de algunas averiguaciones, de preguntar a unos viejos sentados en un patio vecino, Mohamed y el mullah parecen tener un plan. Decido confiar en ellos.

“Si no consigues llegar a tu meta, no cambies la meta, busca otro camino para llegar a ella”. La frase no es de Mahoma sino de Confucio, pero para el caso sirve igual. Mohamed y el mullah parecen haber conseguido la dirección del portero, pero ahora se presenta otro problema: ¿cómo iremos hasta allá? Según la Ley Islámica, un creyente no debe entrar a un espacio cerrado con una mujer que no es la suya, mucho menos un mullah.

El auto es un lugar cerrado, y yo, una completa desconocida, peor aún, una extranjera. Discuten un poco y luego se desarrolla una febril actividad, bajan totalmente las cuatro ventanillas del auto, imagino que, si pudieran, también quitarían el parabrisas y el vidrio de atrás. El vehículo, un espacio cerrado (que no existía en tiempos de Mahoma), se ha convertido en un espacio semiabierto. Una de las cosas que aprendí en ese viaje es que el Islam, ante lo imposible, siempre encuentra una salida.

Mohamed se sienta al volante y prende el motor, el mullah se ubica a su lado con el nene sentado sobre sus piernas. Tengo todo el asiento de atrás para mí. Cruzamos la ciudad hasta llegar a un barrio de casas de adobe, interminables muros cerrados con portones pintados de verde y azul claro. Mohamed estaciona en una calle de tierra frente a un portón celeste con la pintura descascarada. El mullah baja de un salto y golpea el llamador de bronce. Mohamed me sonríe (parece que él sí puede sonreírle a una mujer extraña) y afirma con la cabeza dando a entender que todo en este valle de Alá tiene solución. Mientras tanto, el nene me mira fijamente a los ojos, está vestido con un pantaloncito de tela estampada con dibujos de gatos y una remera con la leyenda: Cat’s Club. El mullah vuelve a maniobrar con el llamador que produce un ruido metálico. Detrás de ese portón debe estar el portero, un viejo San Pedro que despierta de su siesta en una habitación a oscuras, en su mesita de luz están las llaves mágicas que abrirán las puertas de mi mezquita, mi paraíso de adobe olvidado en esta tierra olvidada.

En vez del portero o San Pedro abre el portón una mujer muy joven. Cuando ve al mullah, baja inmediatamente la vista y se arregla el chador. El mullah le habla mirando al piso, ella niega con la cabeza y dice algo mirando también el piso y la sonrisa de Mohamed desaparece. El mullah vuelve al auto y habla con Mohamed. No entiendo lo que dicen pero sé que debo entregarme a mi destino, tendré que conformarme con las fotos de los libros. Sin explicación, Mohamed arranca, sale a una avenida y dobla hacia una calle de tierra, atravesamos un laberinto de casas hasta que llegamos a una gran plaza pública. La avenida es muy transitada, supongo que estamos en el centro de Damgán. En el borde de la plaza, una hilera de teléfonos públicos, hacia allí se dirigen Mohamed y el mullah. Me quedo sola en el auto con el nene, que se sienta al volante, prueba los cambios, hace ruido de motores y juega a ser un piloto de carreras. Toca todos y cada uno de los botones del tablero, chilla, me señala con el dedo índice y se mata de risa. Después se asoma por la ventanilla, revolea su cuerpito como un poseído y grita.

Quizás está diciéndole a todo el mundo que en el auto hay una extranjera muda o tonta porque no sabe hablar farsi, que su papá es mullah y que voy a matarlo. Nadie lo mira en el tránsito asesino, los autos pasan a toda velocidad a pocos centímetros. Sin pensar demasiado, lo agarro intuitivamente de las piernas, no sé si estoy rompiendo alguna regla de la moral musulmana, quizás una azora del Corán impida a las no creyentes tocar al hijo de un mullah.

—¡Quedate quieto! —le grito en castellano.

Como por arte de magia, el nene se tranquiliza, vuelve a sentarse y se me queda mirando asombrado.

Parece que la extranjera sí habla y en un idioma extraño. Mohamed se acerca al auto y me dice con señas que lo acompañe, cuando llegamos a los teléfonos el mullah le da el tubo del teléfono a Mohamed y enseguida se va corriendo en dirección al auto. Mohamed me pasa el tubo.

—Hello? —digo sin saber en qué idioma me van a hablar.

—Así que te metiste con un mullah y andan como caravana en el desierto para conseguir una maldita llave de una mezquita en ruinas… —Es la voz de Farshid, que ahora estalla en una carcajada.

Después se pone serio y me da instrucciones

—: Primero van a llevar al mullah a una escuela, después Mohamed va a ir a la municipalidad y preguntar por un tal Jeirabadi. Suerte. Y no llegues muy tarde de vuelta a casa —dice del otro lado del tubo y corta la comunicación.

Dejamos al mullah y a su hijo en una escuela a las afueras de la ciudad. En el patio, varios mullahs de todas las edades juegan al fútbol, a falta de pelota usan grandes piñas de un bosque cercano, corren y se ríen con sus sotanas marrones como carpas infladas al viento.

Nuestro mullah se suma al grupo futbolero y el nene se queda a un costado mirando entusiasmado, totalmente olvidado de nosotros. Partimos, otra vez cruzamos el laberinto de calles, todas las casas son iguales. Al fin llegamos a una gran explanada seca frente a un edificio que parece oficial.

Pero todas las ventanas están oscuras. Mohamed baja del auto y entra al edificio por la puerta principal. Me quedo otra vez sola, calculo que hemos estado más de tres horas dando vueltas por Damgán y ya empieza a oscurecer. Quince minutos más tarde, Mohamed vuelve con un hombre de unos cincuenta años que se acerca a mi ventana, se agacha y me mira a los ojos sin decirme nada. Al menos para él existo, no soy transparente, inexistente, como cuando un musulmán religioso me habla. Ahora dice meneando la cabeza: no, no, no. Se sube al auto e inicia una larga conversación en farsi con Mohamed.

El cielo de la tarde es de color azul marino muy oscuro, la noche se acerca y empiezo a creer que nunca entraré a mi mezquita, aunque estoy tan cerca. Viajé más de quinientos kilómetros en vano y aún nos quedan otros quinientos kilómetros hasta volver a Teherán y enfrentarme a las burlas de Farshid. Los dos hombres dejaron de hablar hace unos minutos. Se dan vuelta al mismo tiempo y con las manos en alto, como si estuvieran rezando, me dicen otra vez que no, que es imposible, que el destino así lo quiere, o al menos eso imagino que me dicen. En mi libreta tengo una lista con las palabras en persa que anotó Farshid por cualquier cosa. Busco algo que se aproxime a “qué lástima”.

Mota’asafanej —leo en voz alta.

No tengo la menor idea de lo que estoy diciendo, al lado de esa palabra Farshid escribió “pitty”, pero quizás significa alguna otra cosa como “disculpen”, “no se preocupen”, o algo así.

Sorprendidos, los hombres se miran entre sí, sus caras reflejan tristeza y algo parecido a la ternura, me miran comprensivos como a una niña que recién empieza a hablar. Sus rostros se iluminan como si una lámpara se hubiera encendido de repente, ambos parecen haber tenido la misma idea. El empleado municipal le pregunta algo a Mohamed, él afirma, se da vuelta y me dice con gestos de las manos: “un momentito”. Bajan del auto, Mohamed abre el baúl, saca una pinza y un alicate. Armado con estas herramientas, el empleado municipal camina hacia la entrada del edificio.

Diez minutos más tarde lo vemos salir del edificio, vuelve sonriendo de oreja a oreja. Abre el puño de su mano que encierra una inmensa llave antigua. No lo puedo creer, el empleado municipal ha forzado alguna repisa oficial por mí, una extranjera que ni siquiera conoce, quizás es la llave que abre todas las puertas de la ciudad y que entregan a los invitados especiales. Y todo por decir una palabra en farsi que ni siquiera sé qué significa exactamente.

El hombre sube al auto y Mohamed arranca, maneja a toda velocidad por las calles que se encienden de luces, la ciudad es azul y el cielo de un azul profundo. El viento entra por las ventanas abiertas y me acaricia las mejillas. Me siento agradecida por la permisividad del Islam. De repente no me parece estar yendo en dirección a la mezquita sino que es ella la que se acerca hacia mí. El auto avanza rápido en el aire azul sobre una alfombra de luces, suspendido a pocos centímetros dela calle de barro, entre las casas que abren sus puertas al fresco de la noche.

Al fin llegamos, Mohamed estaciona el auto frente al portón cerrado, en el mismo lugar donde habíamos estacionado algunas horas atrás. Salimos del auto y el empleado municipal me entrega la pesada llave en una especie de ceremonia, la deja en mis manos como si de una ofrenda se tratara. Con gestos me anima a que abra el portón. Ubico la llave en la cerradura, la giro media vuelta y con un chirrido seco el gran portón de madera se abre hacia una especie de calle interior.

Los hombres se quedan afuera, charlando y fumando como si se conocieran de años. Entro, yo sola, a la callecita abierta al cielo, camino hasta el fondo donde se abre el patio. Es noche cerrada y no se ve absolutamente nada. Pero la oscuridad no me molesta, la noche me acerca más a la mezquita, desde el patio alcanzo a ver su contorno, las suaves curvas del techo, el triángulo del eiván como un frontis aplastado, apenas elevado hacia el cielo, la gruesa piel de adobe arropada por la oscuridad.

Planto el trípode en medio del patio, ubico la Nikon y la conecto con el poderoso flash. Saco una foto y otra my entonces la veo en mi pantalla, levanto la vista y la mezquita aparece en el resplandor blanco de la luz del flash: mil trescientos años de historia acumulada, esperando.

Guardo el equipo y me quedo un rato sola en la sala. Nadie me apura, los hombres siguen fumando afuera y me esperan. Paseo entre las columnas como patas de elefantes, acaricio las superficies de adobe, voy de una columna a la otra en una danza suave, pensando agradecida en Farshid que hizo posible este encuentro, en Mohamed que no se quejó en ningún momento, agradezco al joven mullah tímido, al empleado municipal y no por último a Alá, que me ha abierto las puertas de este paraíso de barro que me parece un regalo del cielo.

LV