Pienso en los sacrificios que posibilitaron mi subsistencia, mi crecimiento y mi educación. El sacrificio de mi madre, de mi abuela, de todas las mujeres que vinieron antes. Digo sacrificio y pienso en animales desangrándose en un bosque para el deleite de dioses. Pienso en mis hijas hablándome cuando no las escucho, demasiado ocupada en otra cosa. Pienso en mi madre, que tal vez nunca quiso ser madre. ¿Se puede odiar la maternidad y amar a un hijo?
Dice el diccionario:
Sacrificio: matanza cruenta, peligro, trabajos graves o repugnantes.
Pero también dice:
Sacrificio: renuncia, generosidad, acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor.
Me pregunto si habrá alguna forma de ser madre que no implique la matanza cruenta de la mujer preexistente. Si existirá alguna enseñanza más valiosa, que no sea la del sacrificio, que pueda dejarles a mis hijas sobre la maternidad. Tantas veces escuché amigas con un bebé que llora quejarse de que sus madres las engañaron. De que nunca les dijeron que era esto lo que había que esperar: amor vehemente, trabajo repugnante, renuncia, generosidad, abnegación, peligro.
A mí sí me lo dijeron.
Yo fui sistemáticamente advertida.
Cuando yo estaba terminando la primaria, mi amiga Daniela quedó embarazada. Era rubia y alta, grácil, preciosa, tres años mayor que yo. Sus pestañas eran tan negras y arqueadas que parecían postizas. Una tarde mamá y yo volvíamos de hacer compras y la vimos bajar del Gacel bordó de su novio con un vestido ajustado que le marcaba la panza. Levantó la mano y nos saludó con una gran sonrisa. Nosotras hicimos lo mismo.
—Pobre —dijo mamá inmediatamente después de saludarla, ni siquiera había terminado de sonreír—. Muy joven para arruinarse la vida.
Miré a Daniela. Su cara, que siempre había sido más bien angulosa, ahora se había suavizado, tal vez por la redondez del embarazo, y brillaba de regocijo. De hecho, parecía feliz. Se lo dije a mi madre, que se rio como si yo hubiera dicho un disparate.
Embarazo: Impedimento, obstáculo, inconveniente. Compromiso, estorbo, molestia.
Apocamiento.
Turbación.
Estado en que se halla la mujer gestante.
Era un clásico. Si una chica del barrio se casaba, mamá decía “pobre”. Si estaba embarazada, mamá decía “pobre”. De vez en cuando yo me preguntaba si ese enunciado también la alcanzaba a ella, que al fin y al cabo se había casado y había tenido no uno sino dos embarazos. ¿Debía compadecerme de ella? ¿Tenía que pedirle perdón por mi aparición en el mundo?
Después de ver a Daniela tan radiante llegó el día en que la vi tal como mi madre había vaticinado. Era febrero. Mientras algunas amigas y yo llenábamos bombuchas Daniela le daba la teta a su bebé en un banquito en la puerta de su casa. La guerra de carnaval era uno de los momentos más esperados del año, y esta era la primera vez que Daniela no participaba. Había envejecido. Tenía los ojos muy abiertos y sin embargo ciegos, apuntando a ninguna parte. No anhelaba con intriga el futuro sino que parecía buscar dentro suyo, en el pasado, algo de lo que agarrarse. Tuve una certeza: se había arrepentido.
Decidí que a mí no iba a pasarme. Empecé a sentir miedo y vergüenza ante la sola idea de alguna vez quedar embarazada. A sentir desprecio por las flores y el simbolismo que las asociaba a las mujeres, sugiriendo que éramos seres bellos y en extremo delicados condenados a marchitarse después de la reproducción. Porque eso era la flor: un órgano sexual encargado de producir semillas. Una tarde se lo dije a mi amiga Nuria, que me escuchó como si yo estuviera hablándole en otro idioma. No estaba de acuerdo. Decirle “flor” a una chica era un piropo, y ya, y yo estaba mal de la cabeza. Mi desprecio fue extendiéndose hacia otros símbolos de esa misma idea de feminidad que me daba repulsión. El amor romántico en general, cualquier objeto en la gama del rosa y el lila, los zapatos con taco, el maquillaje, la cocina, las historias de amor, los bebés, la “coquetería” y la “delicadeza”, las fiestas de quince y los casamientos, las princesas, la moda, el culto a la ropa, la farándula, las dietas. Empecé a sentirme frustrada por haber nacido mujer. Quería ser varón para poder estar entre ellos sin que me vieran como un ser frágil y engañoso, puesto en su camino para seducirlos. Yo no quería que me cuidaran. Yo quería ser como ellos. Uno de ellos. Estaba segura de que todo lo interesante ocurría afuera, en la calle y entre hombres, porque eran ellos los autorizados a vivir en el mundo, más allá de las cuatro paredes de la casa. Escuchar a mis amigas comentar telenovelas me revolvía el estómago. Me parecía denigrante que aceptaran, que desearan, convertirse en esposas.
Esposas, le dije a Nuria esa misma tarde que hablamos de las flores, y busqué el término en el diccionario. Objeto metálico destinado a sujetar las muñecas de los presos.
¿Eso querés ser?, le pregunté. Nuria me escuchó callada, reflexionando.
Treinta años más tarde ella es una mujer policía que nunca se casó ni tuvo hijos, y yo una escritora que hace años no escribe, una madre a la espera de una biopsia, que revuelve entre las horas del día, igual que una indigente, buscando algunas migajas de tiempo libre para poder llevarse a la cabeza en los breves lapsos que sus hijas están distraídas con otra cosa.
¿Por qué lo hice?
No me arrepiento, pero mentiría si digo que no puedo imaginarme en otra vida.
Recuerdo bien ese día, siete años atrás. Hacía un mes que Diego y yo estábamos en una cabaña de madera sobre pilotes en una playa del Pacífico. La cama doble enfrentaba un ventanal por el que llegaba el sonido del mar, el olor a coco de los protectores solares y a mangos maduros. Atrás estaba la calle principal, una arteria polvorienta que corría paralela a la playa a lo largo de todo el pueblo, abrazada por el verde colérico de la vegetación. Desde la primera hora del día se escuchaban los motores de los cuatriciclos de los locales, preparando el pescado y las frutas y las artesanías para vendernos a los turistas. Nos despertábamos a las seis (amanecía a las cinco), y después de dar vueltas en la cama con el ventilador de techo siempre encendido, siempre girando encima nuestro, desayunábamos en el balcón. La cocina era una mesada de madera mitad adentro y mitad afuera de la cabaña, en la que nos sobraba espacio para lo poco que necesitábamos: algunas frutas, un paquete de fideos, agua, cerveza, café, cigarrillos. En la mesa siempre estaba armado el tablero de ajedrez, para jugar después de desayunar, antes de ir a correr, o de tirarnos en la hamaca a leer si llovía. Todas las tardes llovía. Un chaparrón impetuoso y breve sin que dejara de quemar el sol de fondo.
Hay una foto de esa mañana: estamos frente al espejo, en malla y muy bronceados. Yo sostengo la cámara. Tengo una bikini negra y la piel de mi estómago se ve tersa, joven y aún sin cicatrices.
Un año y medio más tarde estábamos en la misma playa con Renata, que para ese entonces tenía casi diez meses. Prácticamente no durmió en todo el mes. Las horas del día se nos iban en intentar sobrevivir al bombardeo de las demandas urgentes e inagotables de un ser vivo que solo sobreviviría con nuestra asistencia. Atrincherados en una grieta espacio-temporal sin días ni noches ni contemplación alguna hacia los heridos, esperábamos la llegada de nuevas instrucciones encriptadas en la forma universal del llanto. Cuando llegaba la noche uno de los dos salía a dar vueltas con el carrito, media hora, a veces más, resistiendo con dificultad el agotamiento y el ataque implacable de los mosquitos hasta que Renata al fin se dormía. El que se había quedado en la casa intentaba descansar una o dos horas, para poder relevar al otro en los turnos. A las dos horas comenzaba una nueva ronda y el ciclo se repetía cinco, seis o más veces por noche. Por la mañana, destrozados, veíamos a nuestra hija aprender a hacer las cosas más básicas con una emoción desbordada que volvía a ponernos en foja cero. Dar sus primeros pasos entre sillas, llenarse la cara de puré en el intento de llevarse una cuchara a la boca, o bailar agarrada de una mesita en la arena al ritmo del reggae que sonaba en los bares, eran todos pequeños grandes logros que nos hacían olvidar el sufrimiento que habíamos padecido hacía menos de veinticuatro horas.
Cuando bajábamos al mar nos encontrábamos con toda ese gente soberana de sí, haciendo lo que nosotros habíamos hecho hasta hacía muy poco: llenar el tiempo con lo que se les ocurriera llenarlo, discurriendo en una línea temporal de la que Diego y yo nos habíamos separado el día que habíamos sido padres. Ahí estábamos: la playa de postal, el sol brillando como un gran padre protector, comer una fruta fresca con solo estirar la mano. Podíamos ver el paraíso, pero nos estaba prohibido disfrutarlo. Habíamos sido expulsados. ¿Por qué pecado cometido? Quizás, pienso, el de haber sido padres. Quizás tener un hijo no solo era la experiencia que te hacía conocer el verdadero amor, sino otra forma de caer en la vanidad del deseo de trascender. El mismo deseo que me lleva a escribir y a interrumpir la vida en lugar de vivirla. Que me lleva a tratar de fijarla en un texto, como si así pudiera ponerla a salvo, en lugar de aceptar simplemente que este ciclo termine igual que empezó, de la nada a la nada, sin dejar rastros ni testimonio.
En esas primeras vacaciones como madre entendí con estupor que los hijos eran una actividad imposible de suspender, ni siquiera en las vacaciones, que de ahí en adelante ya nunca volverían a ser vacaciones porque las vacaciones eran, por definición, el momento de la suspensión de todo. Igual que Daniela, me encontré mirando el pasado con los ojos puestos en el horizonte. Recordé las palabras de mi madre pero quise interpretarlas de otra manera. Más que arruinarme la vida, pensé, la había perdido: una vida, mi vida anterior. Cuanto antes aceptara esa pérdida, menos iba a dolerme.
NM