Se suele señalar que tal o cual persona es sinónimo de tal o cual actividad. Pero muchas veces esa definición, lejos de servir como una orientación o un mapa, achica, sintetiza en el peor de los sentidos, excluye.
En el caso de Mauricio Kartun decir que es sinónimo de teatro implicaría dejar afuera un montón de sus intereses, de sus obras, de las actividades que lleva adelante con una vivacidad inagotable y hasta de las obsesiones que lo rodean: de darle vida a un archivo fotográfico que reúnes miles y miles de materiales, a la pasión por las plantas; de los textos en forma de posteos de Facebook en los que puede llegar a recomendar series o compartir algún relato tipo folletín, hasta las caminatas por la ciudad de las que vuelve con algo en la cabeza.
Entonces sí, con más de cinco décadas de trabajo Mauricio Kartun es uno de los mayores autores teatrales del país, pero también es director de varias de sus obras, también es docente y formador de los dramaturgos más destacados de la escena local. También es una persona que vive reflexionando sobre la escritura y este año editará un libro con material de narrativa nuevo que produjo en los últimos años, y sostiene un compromiso político en lo que hace. Y a la vez es archivista, jardinero, caminante.
Poco después de lanzar la novena temporada de su obra Terrenal, que está por cumplir mil funciones y se convirtió en un suceso imparable de público, de crítica y de premios, en un diálogo por videollamada con elDiarioAR se refirió al fenómeno de esta versión del mito de Caín y Abel que decidió situar en el Conurbano. O, como señala la descripción de la obra en su programa de mano, la historia de “Caín productor morronero. Abel vagabundo, vendedor de carnada viva en una banquina del asfalto que va al Tigris. Hermanos a los bifes compartiendo ese terreno, su edén berreta, partido al medio, al que nunca podrán volver morada común. La dialéctica imperecedera entre el sedentario y el nómade. Y Tatita, siempre ausente, que regresa al fin ese domingo melancólico”.
Terrenal se convirtió en una especie de fenómeno dentro de la cartelera del teatro porteño. ¿Cómo pensás esta permanencia?
Como toda construcción tiene fachada y tiene cimientos. Naturalmente uno disfruta de la fachada, que es lo que se ve y se admira (cambia el tono de voz): “Van a llegar a mil funciones. Van por la novena temporada y la gente sigue yendo”. Y hay mucha gente que ve la obra por segunda, tercera, cuarta vez. Ese es el fenómeno visible, vamos, que en este campo de posición narcisista del yo suponen las redes sociales, la difusión, los medios, los artistas ¿no? En ese sentido uno tiene cumplidos los objetivos. Estrenamos, tenemos buenas expectativas, ya hay buena venta para las primeras semanas. Pero, por otro lado, están los cimientos, porque todo fenómeno en realidad se sostiene en un esfuerzo muy grande. Hay una ecología del éxito, digamos. Porque no es que funciona solo, vos lo pones allí: hay una serie de coordenadas que tienen que cumplirse y una serie de procedimientos que deben realizarse. En principio, naturalmente, la valorización del producto. Eso que uno ofrece tiene que estar en el mejor grado de calidad posible. Y esto supone un esfuerzo muy grande para los actores después de tantos años. Se suele decir que cada función es un juego, ¡pero los juegos se desgastan! ¿Por qué? Bueno, porque un juego, en todo caso, es una convención y las convenciones se desgastan. Este juego, además, supone humor y el humor supone sorprender a alguien. Entonces repetir mil veces una función realmente le quita sorpresa. Eso podría hacer que los actores pierdan ellos mismos la sorpresa y, por lo tanto, cierto estado de espontaneidad, de gozo, locura creadora, asociación libre. Sin embargo trabajamos con un elenco de gente comprometida con el espectáculo y dispuesta en cada función a buscar ese estado. Dispuestos a que en cada función aparezca el juego y, como resultado, la fiesta.
¿Sentiste en algún momento algún tipo de desgaste? ¿Cómo lo vivís desde tu rol?
Desde que empecé a dirigir asumí un fenómeno en el que creo, y es que todo espectáculo debe tener soporte. Me refiero a un soporte humano. Los espectáculos no crean ningún fenómeno mágico, los espectáculos no se venden solos. No alcanza con ser un director aunque seas bueno, no alcanza con ser un dramaturgo aunque seas bueno, si el espectáculo no tiene ese soporte de producción. En nuestro caso venimos a representar, dentro del gran campo teatral de acá, la clase media teatral, no funcionamos como los teatros comerciales que se mueven con cifras para nosotros inalcanzables ni estamos en el denominador de los teatros independientes que trabajan en salas más pequeñas a las que muchas veces no les alcanza la recaudación. Nosotros tenemos un proyecto profesional y hay cierta felicidad en poder sostenerlo. Es como con las parejas: una pareja no se sostiene solamente porque haya un atractivo sexual, sensual e intelectual muy fuerte entre dos o más personas. Hay que trabajar. Y trabajar significa entender al otro, crear un soporte que sostenga esa pareja. Por supuesto dentro de esa pareja está el disfrutar la felicidad. De la misma manera, yo creo que muchos fenómenos que tienen que ver con cierto estado de plenitud suponen el esfuerzo de crear un soporte. Hay que trabajar para que se produzca esa felicidad.
Una de las últimas veces que hablamos fue durante una entrevista en la que dijiste que el teatro “sigue teniendo la energía de la orgía original, hay que hacerlo entre varios”. ¿Qué ocurrió con esa energía y la pandemia, que corrió por un momento a los cuerpos de la escena o los detuvo? ¿Cómo fue para vos estar más adentro?
Bueno, ¡cuando no hay orgía siempre está la solución del videito! (risas). Los tiempos de mayores restricciones los viví radicado fuera de Buenos Aires, en un lugar muy tranquilo y muy solitario. Pero aceptando la posibilidad paliativa que daban, por ejemplo, los streamings. De hecho hicimos algunos espectáculos nuestros. También apareció la posibilidad de ensayar por Zoom. Por un lado, parece un disparate y por el otro lado tiene una curiosa facilidad, tienta a decir “che, ¿nos juntamos dentro de tres horas y pasamos tal escena?”. Es decir, tuvo algo compensatorio en su facilidad. En mi caso, además, me encontré haciendo algo que me puso muy feliz: retomé la escritura de narrativa, algo que empecé cuando era veinteañero y que dejé, creyendo que para siempre, por la dramaturgia. La dramaturgia me enamoró, la dramaturgia me sedujo, me atrajo, me incorporó a un mundo y me sacó del otro. Curiosamente en esos momentos de mayor falta de teatro descubrí varias cosas. Descubrí, en principio, la posibilidad de recuperar el lenguaje de la narrativa. Por el otro lado, descubrí también que las redes sociales eran un medio tan bueno como cualquier otro para publicar. Agregar un soporte, en mi caso de material narrativo.
Fuiste armando un folletín, un material por entregas.
Sí, estuvo eso. Luego empecé una saga, una saga humorística. Bueno, uno podría llamarlo serie, unitarios. Pequeñas historias unitarias que giraban sobre un mismo personaje. Como decimos en el medio, “se armó”. Se armó. Hubo algo que empezó a funcionar: la demanda empezó a crear la oferta, que es lo que uno desea que le suceda siempre adentro de la cabeza, ¿no? Que haya una demanda que cree internamente la energía de la oferta. Y ahora estos días estoy cerrando justamente acuerdo de publicación de los materiales que ya ahora pasarían a un libro. Así que diría, como siempre buscando lo positivo en la desgracia, que me reencontré con algunas cosas realmente interesantes.
La dramaturgia me enamoró, la dramaturgia me sedujo, me atrajo, me incorporó a un mundo y me sacó del otro. Curiosamente en esos momentos de mayor falta de teatro descubrí, en principio, la posibilidad de recuperar el lenguaje de la narrativa
Con frecuencia reflexionás en tus clases alrededor de lo que llamás “el acto creador”. ¿En el caso de la pandemia te disparó alguna cosa, seguiste en estos materiales de la escritura como antes o hubo algo distinto en estas circunstancias de un mundo en una especie de parate generalizado?
Dos fenómenos. Primero, el fenómeno de las clases, que fue una gran pérdida. Gran pérdida. Yo seguí haciendo algunas clases. También aparecen compensaciones interesantes: con Zoom, por ejemplo, podés hacer clases internacionales, algo que supone llegar a otro público y a valor dólar, nada despreciable. Pero la pérdida de la energía emisora que crea la esencia de un grupo en tu cabeza es intransferible. Digo, esto de estar dando clases frente a un grupo y saber que la cabeza se mueve en un estado de improvisación y asociación libre y crea nuevas reflexiones, sobre ese fenómeno tuve, diría, como la sensación de achancharte cuando dejás de ir al gimnasio. En relación a las clases ha pasado eso, siento que me achanché y estoy esperando que llegue el momento de volver a enfrentar auditorios.
¿Y en la escritura?
Lo que pasa con el fenómeno de la escritura es que no supone un recipiente mayor que el de tu cabeza y algunos metros alrededor. Quiero decir, al momento de escribir todo ese gran contexto desaparece. Digo, aparecen algunas cosas, esas cosas que uno ya tiene adentro. Aparece lo que los creadores llamamos los universos. Mis universos están acá, qué sé yo, están en esa biblioteca que vos ves ahí al fondo y en una que tengo acá adelante. Están en mi cabeza. La sensación de esos tiempos fue cerrarme en los universos. Y lo que hice durante toda la pandemia sí fue sostener un ritmo: siempre he sido un pensador caminante. Camino y pienso, camino y me aparecen las cosas y vivo con las libretitas en la mano donde voy anotando. Lo he hecho siempre, pero en esta época además lo sistematicé casi terapéuticamente. La necesidad de caminar dos horas diarias y que esas dos horas sean dos horas de elaboración de algo. Tengo una especie de curiosa condición y es que no uso teléfono celular, por lo tanto en mis caminatas aparecen otros estímulos: todo lo que produce el alrededor. Sistematicé esto: salir, caminar, saber que cuando vuelvo, vuelvo siempre con la alegría del pescador. El pescador sale lleno de ansiedad y con la canasta vacía y vuelve siempre con algo. Me quedo con ese regreso del pescador, que por supuesto tiene días que no pesca nada.
En muchos casos, además, lo convertiste en posteos de tu cuenta de Facebook.
Sí, hay algo en ese medio insólito que ha creado la última década que son las redes sociales, donde uno termina configurando a veces su pensamiento en forma de posteo. A veces era salir, caminar, y sentir que tal cosa era importante compartirla. Es el fenómeno de la expresión en el sentido más puro y más salvaje. Nosotros escribimos, dirigimos o actuamos a partir de la energía de la expresión. Cuando no hay energía de expresión lo único que hay es el saber profesional, el oficio. En general, cuando escribís o dirigís de oficio lo que sale es el resultado de lo que sabés, pero no de lo que descubrís. Para que aparezca algo verdaderamente tiene que estar el deseo de expresión. El origen de la palabra expresión es exprimir y exprimir es ir más allá de lo primero. Ex primere. La expresión es un exprimido (risas). Cuando aparece ese sentido de la expresión, cuando sentís esto va más allá de lo primero, lo que segundo que aparece es pensar dónde lo expreso. Y las redes sociales se han transformado en un lugar de expresión que viene, qué sé yo, a reemplazar a las viejas mesas de bar. Es encontrar un grupo en el cual dar de uno sus ideas, su creatividad, su ingenio. Hay que entender estos fenómenos tribales que pertenecen a un lugar de creatividad oral. A veces son presenciales como los bares, y a veces son virtuales, como en las redes.
Es curioso porque las cosas que vos llevás a la virtualidad de Facebook tienen que ver a su vez con un mundo de objetos tangibles, de libretas, de fotos que vas encontrando o que comprás para tu archivo y compartís a partir de tu pulsión de archivista. ¿Cómo analizás este fenómeno?
Sí, yo soy archivista, archivista de fotografía. El archivismo no deja de ser una enfermedad (risas). No deja de ser un trastorno. Un trastorno del acumulador compulsivo que, de pronto, le encuentra un sentido a eso que guarda. Entonces, a partir de esa coincidencia, empieza a sentir que arma discursos. Es decir, tener una fotografía no es nada, tener cinco mil sobre el mismo tema en realidad es crear un discurso sobre ese tema. Yo tengo, por ejemplo, en el archivo virtual de la Universidad de Tres de Febrero, la UNTREF, todo mi archivo de fotografías sobre artistas de variedades. Quienquiera que entre y lo recorra se encontrará un discurso, encontrará el mundo del artista de variedades. Ahora, formar un archivo tiene sentido solamente en tanto uno lo comparta. Si no se vuelve algo muy pajero. Tener una colección, amontonar en cajas cosas que nadie verá y cuyo único placer es habérselas sacado a otro que colecciona lo mismo, es medio siniestro. En cambio, cuando uno piensa en términos de archivo, un archivo abierto, un archivo que se comparte, uno piensa en compartir la energía de esas imágenes. Ese es el sentido, es la fiesta del archivo. El archivo canuto es tremendo, es siniestra, en realidad, la idea de sacar de circulación la energía de algo que comunica para incomunicarlo y meterlo en una caja. Te volvés un incomunicador. Por el contrario, me parece que escanear las fotos que uno sabe que tienen un valor evocador, explicarlas y acompañarlas de un epígrafe, es hacer circular. Es decir, darle sentido a ese archivo, darle sentido a esa acumulación, y, por lo tanto, transformarla en discurso.
Cuando escribís o dirigís de oficio lo que sale es el resultado de lo que sabés, pero no de lo que descubrís. Para que aparezca algo verdaderamente tiene que estar el deseo de expresión
Hablabas de la acumulación y otra cuestión sobre la que solés escribir en tus redes tiene que ver con las plantas. ¿Eso lo fuiste descubriendo en algún momento de tu vida o te acompañó siempre? ¿Cómo es tu vínculo con eso y cómo lo asociás con la escritura?
Las plantas me acompañaron siempre, qué sé yo. Mi primer departamento era un monoambiente. Pero el segundo que tuve ya tenía balcón terraza y ya metí plantas. Esto era en el año 72. Como te pasa cuando metés muchas plantas y las amás, cuando te tenés que mudar empezás a buscar desesperadamente un lugar donde poder tenerlas. Así que viví en tres departamentos, los tres con balcón terraza. Las plantas necesitan atención: si las tenés, las tenés que atender o no las tengas. Tener plantas tristes en una casa es condenarte a un estado de tristeza. A mí me pasa que voy a casas y veo plantas tristes y digo “¡si no hay ninguna obligación tener plantas!”. Así que para mí atender a las plantas es un compromiso natural. Pero, por supuesto, por el otro lado, disfrutás de su belleza, su frescura, su vitalidad. En verano, uno de los momentos más plenos del día es cuando a la mañana abro la ventana y salgo al balcón para sentarme en una sillita entre las plantas. Ese balcón fresco es un momento de una plenitud extraordinaria. Y después viene lo otro: atender las plantas a cierta edad es también algo terapéutico en varios sentidos. Moverse, levantar, agacharse, subir, bajar. Es extraordinariamente compensatorio al trabajo inmóvil que tengo: yo trabajo acá todo el día con el tecladito. Saber que cada media hora, cada cuarenta minutos me levanto, cambio una planta de maceta, riego o preparo compost me reconforta. Todos los días hay algo que hacer en el balcón. Es un trabajo afortunadamente interminable. Pero es un trabajo en el que, como en todo lo sagrado, hay un tiempo fuera del tiempo. A mí regar mi balcón, regarlo completo en verano, me lleva media hora. Pensá en cualquier cosa que lleve media hora y es fastidiosa: media hora en la sala de espera del dentista y decís “este hijo de puta me hizo esperar media hora”. Media hora esperando el subte o la cena. Media hora puede llegar a ser una tortura. Para mí la media hora de regar el balcón es plenitud. No es un trabajo, es una actividad en el sentido de ponerte activo. Por otro lado, como eso crea un tiempo sagrado en ese tiempo también entrás en conexión con otras cosas. Yo entro en conexión con lo que estoy escribiendo. Dejo lo que estoy escribiendo y me lo llevo allí y esa mezcla con las plantas, con el agua, con la frescura, produce un fenómeno en la cabeza. No es casual, por ejemplo, que los escritores hablen mucho de los gatos. Se me ocurre ahora Osvaldo Soriano. ¿Qué significa eso? Significa vincularte con otra energía. Cuando vos tenés un trabajo donde todo se realiza afuera es muy distinto a tener lo que tenemos nosotros, que es un trabajo donde todo se realiza adentro. Entonces hay que crearle a ese adentro un contexto en el cual manifestarse. Así aparecen estas cosas, los gatos, las plantas, estas actividades que te permiten salir de lo que estás escribiendo sin ir a hacer otra cosa. No es otra cosa. Es la continuación del estado sagrado.
Mencionabas esto del afuera y el adentro que supone tu actividad y a la vez sos una persona informada, que lee el diario. ¿Cómo te llevás con esto de entrar en esa temporalidad especial, digamos, para dedicarte a la escritura con vivir en un país con sus dinámicas, sus problemas, sus temas? ¿Es posible abstraerse completamente y, por otro lado, tener que pagar las cuentas, llevar una vida como la de cualquier ciudadano?
Aplicando también aquí distintas energías. En principio leer el diario supone una energía catártica que es la protesta, que es la puteada. En la lectura de un medio, sea lo que fuese y pase lo que pase, uno siempre encontrará algo que contradice su deseo o su creencia y, por lo tanto, aparece la protesta. Yo puteo mucho leyendo los medios. Mucho. Luego, naturalmente, aparece la reflexión, a mí me parece que están en contacto con la realidad nacional e internacional es fundamental. Estar en contacto con eso me parece que hace a lo contemporáneo de tu cabeza. Después está la tercera energía, que es la negadora. Tuve unos cuantos años de terapia, de psicoanálisis, en los cuales a cierta altura me veía enfrentando la energía de la negación. ¿Por qué? Porque frente a cierto estado de realización necesaria que uno tiene a cierta edad, la negación es un acto como el de procrastinar ¿no? Es un acto que no te permite realizarte. Con el paso de los años uno empieza a descubrir que en todo lo malo hay algo bueno y que es necesario trabajar sin las malas energías de la puteada en sí. Entonces sé cómo cortar. Sé cómo negar. Sé cómo frente a cierta realidad tengo que bajar la cortina y trabajar con el local cerrado. Ese acto, en todo caso, es un acto que a los creadores nos permite armar universos. Por supuesto que esos universos están influenciados, ya vienen influenciados. Yo me meto en un universo de una narración, de una obra de teatro, de una novela, de un cuento. Que ese universo ya viene modificado por lo que pasó es cierto, lo que no puedo hacer es meter lo que está pasando en ese universo. Si no, se contamina inevitablemente.
Sin embargo muchas veces ha pasado que cuando alguien va a ver una de tus obras o lee el texto dice “ah, pero esto está situado a comienzos del siglo pasado y sin embargo parece que pasó ayer”. Se lee desde este lado un trabajo, si se quiere, como de extrapolar algo, de llevarlo tan a algo que parece lejano y a su vez no.
Sí. Insisto, el procedimiento no es el de aparear lo que estás escribiendo con lo que está pasando. Lo que quiero decir es que a mí me perturbaría mucho el bombardeo externo sobre lo que estoy escribiendo. Me perturbaría mucho permitir que lo que leo en el diario entre de manera interesada a una obra. Y digo interesada en el sentido más literal: meter entre, interesare, clavar entre. Entonces, si la realidad me clava lo que estoy escribiendo es muy probable que me lo cotidianice. Es muy probable que yo haga catarsis y ponga cosas de las que debería haber hecho catarsis con una puteada y no en eso que estoy escribiendo. Aparece la realidad que ya modificó mi imaginario. Pero trato de aislarme de las pasiones cotidianas.
Yo me meto en un universo de una narración, de una obra de teatro, de una novela, de un cuento. Que ese universo ya viene modificado por lo que pasó es cierto, lo que no puedo hacer es meter lo que está pasando en ese universo
En este sentido, ¿qué sucede con algo que seguramente y sobre todo durante tu juventud se mencionaba mucho, que era la idea de los intelectuales y su compromiso? ¿Cómo lo vivís hoy? ¿Cambió algo en ese aspecto?
No, sigue. Lo que sucede es que en algunas épocas el compromiso tiene en mi caso manifestaciones más comunitarias. Es estar comprometido con las ideas y pensar que esas ideas se constituyen en el faro y también en el camino de cada cosa que hacés. Las cosas que hacés como artista y de las cosas que hacés en el cotidiano. Yo tengo tanto compromiso con aquello que digo en tanto siento que verdaderamente expresa aquello en lo que creo, como en la forma en que acepto repartir la guita en mis trabajos, por ejemplo. Armo cooperativas en las que todos ganamos lo mismo. Y propongo siempre cooperativas, toda vez que dirijo propongo cooperativas en las que todos tenemos el mismo puntaje. El compromiso no es algo que se agota en la manifestación de las ideas políticas, sino en la manifestación de una práctica política. Yo no tengo ningún fanatismo, tengo convicción. Yo tengo convicción en un mundo que se mueve en función a los valores con los que yo he establecido un compromiso. Y me parece sano que todos los tengamos. Que todos podamos constituirlos. Por encima de que esos valores coincidan con los míos. A mí me parece que las cosas toman sentido cuando se instalan en valores. Y que a la vez pierden cuando uno se transforma en la hoja en la tormenta ¿no? Cuando uno simplemente va al vaivén de la opinión de los demás. Me parece que hay ciertas variables básicas que hablan del mundo que te imaginás. Del mundo que deseás. Y lo que me parece sano, me parece saludable, no solamente para el mundo sino para uno mismo, es manifestarse en los límites justamente de ese mundo en el que uno cree. Aceptando, por supuesto, las contradicciones, las dificultades. Pero trabajar en ese camino, armarse un esquema de cómo uno quiere el mundo y en lo posible tratar de vivir dentro de ese esquema.
Además del material de narrativa con el que estuviste trabajando, ¿tenés dando vueltas cosas vinculadas con la dramaturgia?
Estoy picoteando. La verdad es que la pandemia me deserotizó un poco en relación a los textos teatrales. Me dio como la sensación de “uy, qué difícil se pone”. Y yo escribo, digo, el deseo también aparece con la oferta. Pero en mi caso el fenómeno de oferta y demanda es auto resuelto (risas). Como director creo una demanda que resuelvo. Y hoy la verdad es que como director me cuesta mucho armar una demanda. Entonces, ¿qué me puedo pedir como autor? Si estamos ensayando con barbijo. Estamos ensayando La vis cómica con una novedad que va a salir preciosa, Horacio Roca se incorporó y está haciendo un trabajo hermoso. Hay días que me río porque pienso que sólo le conozco la expresión de la nariz. Es muy difícil trabajar así. De todos modos tengo varios textos que estuve terminando. Una obra de teatro inédita, otra que se llama Salvajada, que escribí para títeres pero que me gustaría montar en una versión con actores. La tengo cocinada en la cabeza. Pero para esto lo que debe aparecer son las condiciones de montaje, digamos, las condiciones teatrales de puesta en escena de un espectáculo nuevo.
¿Te dio miedo en algún momento el virus, sentiste algo como “me lo agarro y no sé qué puede pasar”?
A ver, en lo cotidiano me dio prudencia y en los sueños me dio miedo. Obviamente algo había: varias noches soñé estar en un grupo y descubrir que andaba sin barbijo. Esa misma ansiedad, la ansiedad tradicional del sueño en el que te pensás que saliste desnudo a la calle o la del actor que se ve arriba del escenario y no se acuerda la letra. Es otra forma del desnudo, me pasó en varios sueños y me di cuenta que estoy bastante más cagado de lo que creía. Pero, bueno, a veces en el cotidiano te olvidás mientras el inconsciente labura.
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La obra de teatro Terrenal. Pequeño misterio ácrata, escrita y dirigida por Mauricio Kartun se presenta los sábados y los domingos, a las 20, en la Sala Caras y Caretas 2037, ubicada en Sarmiento 2037, CABA. A partir de abril, en la misma sala, se presentará también La vis cómica.