Con la reciente nominación al Oscar por la música para The Fabelmans (el film autobiográfico de Steven Spielberg), John Williams, a los 91 años recién cumplidos, alcanzó la cifra de 53 postulaciones. Es, lejos, el compositor que más veces fue candidato a este premio. Pero ostenta también un extraño récord. Es, proporcionalmente quien menos lo ha ganado. Apenas cinco veces y la primera de ellas, en 1971, por mejor adaptación (con El violinista en el tejado). Las bandas de sonido premiadas como mejores en sus respectivos años fueron Tiburón (1975), La guerra de las galaxias (1977), E.T. (1982) y La lista de Schindler (1993). Con un poco más de cincuenta años de carrera, en los últimos treinta el Oscar le fue esquivo.
No es que esa estatuita con la que la industria estadounidense del cine se premia a si misma signifique demasiado. Ya se sabe, Nino Rota, el autor de las músicas que definieron en gran medida la estética de Federico Fellini –como las de La strada, 8 ½, Amarcord o La dolce vita– y de piezas magistrales como la banda de sonido de Romeo y Julieta de Franco Zeffirelli, apenas ganó uno solo por El padrino II –ni siquiera por la primera parte, donde definió los temas musicales característicos de la saga–. Y Jerry Goldsmith, posiblemente el autor más osado entre los estadounidenses (y con seguridad uno de los más talentosos), autor de piezas fundamentales en la historia del género, apenas ganó el Oscar de 1976 por La profecía. Así que mejor dejar de hablar de ese premio y empezar a hacerlo sobre música, comenzando por John Williams y por algo que (aun) nada tenía que ver con el cine. Todavía como John T. Williams (para diferenciarse de otro John Williams que en esos mismos años tocaba con Stan Getz, aparecía la T de Towner, su segundo nombre) el futuro héroe de la industria tocaba jazz con los mejores músicos de la Costa Oeste –como él, haciendo sus primeras armas en Hollywood– y grabó tres excelentes LPs de jazz, agrupados en un álbum del sello Fresh Sound llamado Jazz Beginnings. El disco no se encuentra en Spotify ni Tidal ni aparece en ITunes pero pueden escucharse un par de temas por Youtube. Aquí, en “Aunt”, grabado en 1956 con Howard Roberts en guitarra eléctrica, Curtis Counce en contrabajo y Jerry Williams en batería, y aquí, en “I can’t Get Started”, en registro de 1958, con gran orquesta y el cantante Johnny Desmond (Giovanni Alfredo De Simone). Y para hablar de Goldsmith, no se debería soslayar su trabajo para El planeta de los simios, en 1968. Es posible que al ver la película pase desapercibido pero se trata ni más ni menos que de una banda de sonido enteramente atonal y, en parte, dodecafónica. Si Godard, o el notable Leonardo Favio, en la lejana Argentina, recurrían a Vivaldi, este film “para todo público”, alejado de cualquier idea de vanguardia, tenía la música más moderna y desafiante a la que el cine se había atrevido hasta el momento:
Si se saca del camino al cine propiamente musical –sus reglas son bien otras– la relación de la imagen con el sonido es obviamente anterior al cine. Puede rastrearse sin dificultad a la ópera y el ballet y más atrás a los autos sacramentales pero, aún en las músicas pretendidamente más abstractas y autónomas, no se puede negar el efecto en aquello que se escucha de la visión de un o una intérprete o un grupo de ellos en escena. Pero si se piensa en el cine propiamente dicho hay dos ejemplos tempranos que deben ser tenidos en cuenta y, sobre todo, por el interés que sus músicas poseen más allá de su función originaria. Uno es la obra compuesta por Camille Saint-Saëns para acompañar la proyección de El asesinato del Duque de Guise, un film de 1908 dirigido por André Calmettes y Charles Le Bargy:
El otro es la composición de Sergei Prokofiev para Alexander Nevsky, la película que Sergei Eisenstein realizó en 1938 junto con Dmitri Vassiliev:
No son los únicos casos en que compositores célebres del mundo de la tradición clásica escribieron especialmente para el cine. Uno de ellos, Erich Wolfgang Korngold, prodigio de la escena vienesa y saludado por la crítica como el nombre más importante después de Richard Straus –estrenó su notable ópera La ciudad muerta en 1920, a los 23 años– no sólo se mudó a Hollywood (y al cine) sino que inauguró la concepción de grandes composiciones, con peso estético propio, de la que serían herederos Goldsmith y Williams (para decirlo con elegancia, el tema de La guerra de las galaxias no existiría sin Korngold) y, antes que ellos, Miklos Rosza y Bernard Hermann. Aquí pueden escucharse, en forma de suites sinfónicas, varias de las músicas compuestas por Korngold para el cine, con la dirección de otro gran músico ligado a ese arte, André Previn. De Hermann es casi imposible elegir una sola obra.
Aquí van dos de épocas bien diferentes, la de Psycho, dirigida por Alfred Hitchcock y estrenada en 1960 (que fue, de ahí en más, el modelo de toda la música asociada al terror e inspiró, seis años después, las cuerdas de George Martin en “Eleanor Rigby” de The Beatles) y la de de Taxi Driver, el film de Martin Scorsese en 1976, una auténtica obra maestra del género.
Una de las grandes estafas del mundo musical toca tangencialmente al cine y le hubiera encantado, de haberla conocido, al director involucrado. Orson Welles fue el verdadero introductor del famoso Adagio de Albinoni, bastante antes de que la interpretación de I Musici lo convirtiera en un hit. La música de El proceso, de 1962, lo toma como base. Incluye la primera versión grabada de esa obra, por la Asociación de Conciertos de la Chambre de París, con dirección de André Girard, y dos versiones jazzísticas notables, por el trío del pianista Martial Solal y por la banda de Paul Lemel. Ese adagio, supuestamente, había sido completado por Remo Giazotto a partir de un movimiento de Albinoni encontrado en la Biblioteca de Dresde luego de los bombardeos sufridos en la Segunda Guerra Mundial. Pero la Biblioteca negó haber poseído tal fragmento, jamás se encontró nada de Albinoni que se le pareciera –aunque sí el bajo de varios pasajes de obras de Bach y Vilvaldi– y el Adagio acabó siendo una invención absoluta del bueno de Giazotto.
Una de las bandas de sonido más bellas es la de Orfeu Negro, el film de Marcel Camus estrenado en 1959. Sus autores son Luis Bonfá y Antonio Carlos Jobim e incluye dos de las canciones más extraordinarias que puedan imaginarse, “A felicidade” y “Manha de carnaval”. Entre muchos otros ecos, hay uno que vale la pena recordar, las Jazz Impressions of Black Orpheus grabadas en 1962 por el trío del pianista Vince Guaraldi, con Monte Budwig en contrabajo y Colin Bailey en batería, que acaban de reeditarse en versión extendida y con muy buen sonido.
El cine produjo, por otra parte, dos grandes clásicos en sus respectivos géneros. En el terreno del soul, la música de Isaac Hayes para Shaft y en el del jazz, la de Miles Davis para Ascensor al cadalso.
Como toda lista, esta es incompleta y arbitraria. Y, sobre todo, se espera que sea apenas el punto de partida de nuevas búsquedas –y nuevas listas–. Pero esa inevitable incompletud no podría cerrarse –ni siquiera provisoriamente– sin cuatro pequeños agregados y una recomendación. Los primeros son el tema original de Lalo Schifrin para la serie televisiva Misión imposible, la música compuesta por Toru Takemitsu para Ran, de Akira Kurosawa, la banda de sonido de Jonny Greenwood para El poder del perro (ya mencionada alguna vez en esta columna de elDiarioAr) y el temita de David Shire, solo al piano, para La conversación de Francis Ford Coppola. La recomendación es prestar especial atención –si es que la ven– al tratamiento sonoro de la serie 1899 y, por supuesto, de Dark, su antecedente más inmediato, que incluye, en varios momentos, un fragmento de la Partita para 8 voces de la compositora Caroline Shaw, por el magnífico coro de cámara Roomful of Teeth, del que forma parte.
DF