Léanlo una vez más y, si pueden, olvídenlo luego. “Escribió alguna vez Octavio Paz que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos”. No solo a nosotros nos provoca escozor la frase. Un contrito Alberto Fernández intentó asordinar a través de Twitter el impacto de su boutade frente al jefe de Gobierno de España, Pedro Sánchez. Me ha dado pena y perplejidad verlo convertido en objeto de mofa de un coro de ágrafos y verdaderos aspirantes a europeos extracontinentales. El mismo presidente que, aun antes de asumir, había acogido a Evo Morales después de la asonada que lo sacó del Gobierno boliviano, el mismo que había visitado a Lula en su prisión de Curitiba, quedó por un momento a la derecha de Jair Bolsonaro (hasta el capitán retirado, confeso supremasista, se permitió la mofa).
Hay algunas aristas que todavía pueden explorarse de ese fallido, que van mucho más allá de atribuirle a Paz lo que le corresponde a Litto Nebbia. El desliz mnemotécnico revela otra cosa más incómoda: el paso del hombre de Estado al fan en una ceremonia política. El lenguaje presidencial se vio hablado por una canción que, de por sí, reclama su juicio valorativo, y que no conlleva necesariamente al aplauso. Litto tiene otra aún más problemática sobre el mismo y espinoso tema: “la inmigración avanza, guarda porque te alcanza/ pero a mí no me asusta porque soy argentino, y tengo el agua del viajero”. Forma parte del disco triple La canción del mundo, editado hace una década, y, claro, se titula “Inmigración”. Menos mal que no se le ocurrió a Fernández recuperarla para fines protocolares.
Nebbia es un autor prolífico e incontinente. Hace casi medio siglo lanzó dos discos esenciales: Muerte en la catedral y Melopea. Su producción es demasiado vasta y desigual. Merece un respeto que, a pesar de esos flecos defectuosos, no tuvo por estas horas en las que quedó como ventrílocuo presidencial. Lo que llama la atención es el modo en que ronda la jerga política de Fernández. Pocos días antes, había glosado “Solo se trata de vivir”, una canción de Litto de comienzo de los ochenta, para hacer referencia a los efectos estremecedores de la segunda ola de la pandemia.
Decía Fernández en 2016: “Siento que, en mí, influyeron más Bob Dylan, Joan Báez, Luis Alberto Spinetta, Litto Nebbia o Walt Whitman, con sus poesías, que el propio Juan Domingo Perón. Soy una suerte de hippie tardío, por los valores que representa el hippismo, yo revindiqué siempre esos valores de igualdad y de paz que tenía. Claramente, mi afición por la música fue más influyente que mi afición por la política”. El autor de “La balsa” es incluso una referencia más personal: fue profesor de guitarra de Fernández. Sus canciones parecen haber moldeado la subjetividad del presidente. Sobre eso no hay nada que señalar. Es parte de la música que lo ha acompañado en su educación sentimental. Algo anómalo sucede sin embargo cuando esa canción que podemos cantar todos en ciertas circunstancias cambia de registro o se toma prestada para los asuntos de Gobierno. No habría sido lo mismo hablar ante en una autoridad de España sobre la conformación de las naciones con un libro de Darcy Ribeiro, Alfonso Reyes o Roger Bartra que a través de Llegamos de los barcos.
Pero el fan pide pista, a veces de manera inconsciente, para visibilizar sus señales identitarias. De lo contrario sería difícil de explicar las razones por las que el presidente “saludó” públicamente a Bob Dylan con motivo de su cumpleaños 80. “Nos cambió la cabeza a muchos”, dijo en el video que tomó carácter estatal. “Penetró en la cabeza de muchos, pero también penetró en el alma, porque lo que hizo fue con su poesía penetrar el alma de muchos de nosotros que vimos en él a alguien que escribía aquellos que sentíamos”. Un año antes lo había felicitado por su onomástico 79. La celebración coincide con una efeméride no menor en Argentina: el 25 de mayo.
No cabe duda que a Fernández le gusta hablar de música, sentenciar sobre el valor o la deflación de determinados artistas o estilos. Tampoco es el único de su Gobierno. Meses atrás, el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, se presentó a una entrevista con la revista Crisis, detrás de un barbijo con la imagen de Jimi Hendrix. “Tengo también uno de Spinetta y otro de Perón; hay que ponerle onda”, explicó Kulfas, también guitarrista aficionado, con un grado mayor de destreza en el instrumento que el que exhibe el presidente ante las cámaras. La presunción de que hablar sobre música o tocarla en público garpa políticamente no es un invento argentino. Pongamos el caso norteamericano. Durante la campaña electoral de 1960, The Washington Post le preguntó a John Kennedy qué le gustaba y citó con marcado acento francés a Debussy, Ravel y Berlioz. Jacqueline quiso ser más moderna y dijo: “Stravinsky”. Richard Nixon le confesó a Time que en su corazón escondía los momentos más emotivos de la comedia Oklahoma!. Nixon se jactaría también de su condición no solo de pianista sino de autor de un Concierto que “estrenó” durante un programa de entrevistas. Nunca se juzgaría esa “obra” por su sentido constructivo sino por sus deseados efectos en la esfera pública: darle el estatuto de la consagración, la forma concierto, como contracara de los discursos más flamígeros de la Guerra Fría. Kennedy ganó las elecciones, ente otras cosas por la decidida intervención a su favor de Frank Sinatra
Hasta ahí, la cuestión es discutible pero no polémica. Lo que desafina, en el caso de Fernández, es el mecanismo de la cita y el contexto de sus tematizaciones musicales: en medio de un desastre sanitario que debería reclamar otras entonaciones. Los modos de apropiación del mundo de la música son suyos y no hay nada que decir al respecto en tanto formen parte de su esfera privada. Ni siquiera el hecho que el pichicho del presidente lleve el nombre de Dylan. El tema, creo, es cómo esas preferencias se cuelan en el discurso oficial con un doble efecto de banalización, el de las palabras de una autoridad ejecutiva y, a la vez, de las mismas fuentes. No se trata ni siquiera de jerarquías artísticas: esa obstinación por el préstamo destruye cualquier fuente, sea la de una ópera, una chacarera y un tema de rock.
“¿Qué fue primero: la música o la tristeza? ¿Me dio por escuchar música porque estaba triste? ¿O es que estaba triste porque escuchaba música? ¿No te convierten todos esos discos en una persona de tendencia melancólica?”, se pregunta Rob, el personaje de Alta fidelidad, la novela del inglés Nick Hornby. La historia de sus desengaños es la de sus discos. “Hubo un tiempo en que cualquier canción en la que alguien hubiese perdido a la persona que amaba me parecía estremecedoramente seria; como ese género abarca casi la totalidad de la música pop, y como trabajaba en una tienda de discos, me estremecía más o menos a todas horas”. Rob quisiera que su vida fuera como una canción de Bruce Springsteen. Cuando llega a su casa, y si tiene razones para el despecho, busca consuelo en. “Escuchar demasiados discos termina por arruinarte la vida”, reconoce, no obstante
Por unos segundos, aunque en más de una oportunidad, el presidente pareció mirarse en el espejo de Rob (si hasta tiene una fotografía del Flaco Spinetta en su despacho). Pero la recurrencia acrítica de ese roquerismo que se expone como una capitalización simbólica frente a la colectividad, podría llevarlo hacia zonas más incómodas. Imaginemos sino un personaje que podría ser parte de la inagotable cantera de Pedro Saborido y Diego Capusotto: un mandatario cuyas intervenciones siempre se apuntalan en su cancionero juvenil. Litto Nebbia, pongamos. Ese presidente, insistimos, imaginario, debe enfrentar una rueda de prensa. Se le pregunta si sabe en qué momento el salario le ganará a la inflación. “Creo que nadie puede dar una respuesta. Ni decir que puerta hay que tocar”, dice, con “Solo se trata de vivir” en la cabeza. O, frente a la pertinaz acción desestabilizadora de la líder de la derecha, rememora “La ventana sin cancel” y reacciona: “Estás acumulando sombras en los vidrios. Cuidado, Patricia, el infortunio sube por tu trenza”. ¿Qué diríamos si fuera a uno de los comedores en los que se alimentan por estos días aciagos 10 millones de personas, de repente le piden la palabra y, apelando a “El otro cambio, los que se fueron”, suelta: “Corta un pedazo de torta y dame/ vamos hasta la esquina a ver qué pasa”?.
¿Qué tan lejos estuvimos de esas escenas inventadas?
AG