Clases dictadas en un tren, una marcha a la terraza, la “universidad del cielo”, exámenes entregados a lo largo del recorrido de una línea de colectivo. Las anécdotas se amontonan. Como profesor universitario, Horacio González fue una experiencia casi teatral, un mito que fue creciendo con cada nueva generación de estudiantes. Tuve la suerte de cursar con él en la Carrera de Sociología de la UBA durante 2002, justo después de la crisis que arrasó con Argentina, en un clima de revuelta popular y estudiantil, con asambleas en los barrios y cantos de “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Sus clases no ordenaban el caos. De Maquiavelo a Shakespeare, de Lessing a Marx, de Platón a Adorno, era capaz de hilar ideas y pensadores de lo más disímiles, como un hipervínculo vivo dispuesto a seguir abriendo ventanas.
Una de las anécdotas que más se repite entre quienes lo conocieron en la facultad es lo que se podría haber llamado “el cuatrimestre Riverito”: la vez que calificó a toda una clase con diez, menos al alumno Ochoa (le puso un ocho, obvio). Un berretín performativo que, además de burlar la norma sólo para jugar con las palabras (o viceversa), puso a todo su alumnado en calidad de “excelencia” (compañero Ochoa: te bancamos, aunque de haberte llamado Sietecase seguro ligabas un siete).
Sus teóricos de la materia Teoría Estética y Teoría Política eran una fiesta. Al llegar al aula dejaba sobre el escritorio una pila de libros que jamás abría, porque las dos horas de exposición sin pausa estaban en su cabeza, en su retórica deslumbrante, en su elocuencia inédita. Al verlo con su maletín siempre pensaba ¿para qué carga ese peso si jamás abre un ejemplar ni para buscar una cita? Nunca conocí a un orador como Horacio. Un intelectual enorme que, con humor y gesto campechano, hacía de cualquier espacio un imperio de la palabra (la suya), con una potencia asociativa apabullante.
Creo que no exagero si digo que era nuestra versión vernácula del profesor Keating de “La sociedad de los poetas muertos”. No daba arengas subido a los pupitres, pero recuerdo la identificación que sentí cuando en las IV Jornadas de Sociología de la UBA (ya vamos por las XIV, imagínense) se despachó con una diatriba contra el academicismo y defendió el lugar del ensayo como género frente a un auditorio colmado. Yo todavía no me había recibido y sentí que me daba un gran permiso, aunque después, con la avanzada de los papers, los referatos y la burocracia de LA ciencia con pretendidas mayúsculas, el ensayismo de Horacio –con sus provocaciones, su libertad y su desparpajo- no haya ganado la batalla del sentido en la academia, ni tampoco su legado.
Sé que muchos conocieron a González por haber sido el director de la Biblioteca Nacional durante el kirchnerismo, el impulsor de Carta Abierta, o incluso el marido pelilargo de Liliana Herrero (porque si algo nunca perdió con los años fue su pelo). Pero para mí siempre va a ser mi profe, el autor de decenas de libros, el polemista maestro de la improvisación. El integrante del grupo editor de la revista “El ojo mocho” que en su primer número de 1991 afirmaba que, aunque nadie pudiera señalar un “ejercicio ilegal” de la sociología, “solo al alto costo de ver su potencial innovador severamente erosionado es que ha llegado a ser hoy una profesión”. Uno de los profesores que dictó las Cátedras Nacionales, que al lado de los filósofos alemanes citaba a autores como Arturo Jauretche o John William Cooke. El que defendía en pie de igualdad al pensamiento crítico latinoamericano. El que con la dictadura se exilió en Brasil y volvió con un doctorado que nunca mencionaba, como si haber logrado una credencial tradicional en la academia fuera algo para esconder.
Tengo en mi teléfono una entrevista inédita que le hice en 2020, ya en plena pandemia (está desgrabada porque va a ser parte de un libro, así que prefiero abrir el documento a poner play y volver a oír su voz ahora). Releo una charla de casi 3 horas y algo queda en evidencia: “conversar” con Horacio era más bien tirar una idea, una pregunta o -mejor aún- una duda, para que él se lanzara a decir cosas interesantes durante 20 minutos sin freno. Era preguntarle “¿qué hora es?” y que respondiera “es hora de que el pensamiento social latinoamericano recupere a José Carlos Mariátegui…”. Todo así.
Encontré el trabajo final que entregué para su materia en 2002. Es sobre el sentido de la acción social en Hamlet. Leo algunos párrafos y me rio sola. Sólo él podía alentarte a mezclar intereses literarios más propios de Puán con conceptos y autores sociológicos duros.
Ayer falleció a sus 77 años después de dar varias peleas y me doy cuenta de otra cosa: hablar de González (y con González) siempre me hizo sonreír. Contagiaba una alegría lúcida, la de quien sabe que vivir es jodido pero que vale la pena. En eso estamos.