Opinión

Más allá de El Reino: la controversia entre misoginia y evangelicofobia

22 de agosto de 2021 00:04 h

0

El hecho de que la producción musical, literaria o fílmica tenga su sentido estrechamente asociado a las interpretaciones que hacen los públicos que consumen esa producción de forma activa y con un bagaje de concepciones previas que ayuda a construir su sentido nos releva, por ahora, de entrar en el debate de si la serie El reino es ficción (como si se tratase de fantasía ex nihilo) o realismo (como si lo real no fuese ficcional). No es fantasía derivada de una exquisita y extraordinaria imaginación para quienes la defienden con motivos como denuncia, ni tampoco lo es para atacantes que, con sus razones, se sienten ofendidos.

Un mínimo relevamiento en las redes sociales permite ver una pluralidad sorprendente de interpretaciones, aunque muchas de ellas coinciden en que la serie trata sobre el mal, sobre la relación entre política, religión, negocios y crímenes y, más específicamente, sobre esta relación poniendo en el centro a los grupos evangélicos. Son necesarias algunas aclaraciones. Todos se sienten tocados y no porque “algo de eso hay”, porque las acusaciones deslizadas de forma semiplena rocen la verdad por el solo descenso de las musas, sino también porque, ahora sí, en el texto y también en la interpretación, hay una vacilación estratégica: atacar como si fuese un “documental” y defenderse como “artistas”.

Y claro que “algo de eso hay”. Pero más diverso y contradictorio de lo que se asume en el compromiso entre audiencia y autores. Es que más allá del estatuto de la serie hay enunciaciones históricas que resultan agresivas y dolorosas para cada uno de los bandos en pugna. Hoy se condensan en una polémica, en la que cada uno de ellos tiene sus razones y sus yerros. En parte del mundo evangélico se ignora hasta qué punto causa dolor la oposición a la agenda de diversidad y de género que es fuerte en sus filas. Ignoran incluso que ese dolor es infringido hacia personas que son evangélicas y reivindican reconocimientos y autonomías, aunque sus pastores y pastoras no lo sepan o no quieran saberlo. Ese rechazo de la agenda de género es el que llevó a que ACIERA (Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la República Argentina) se pronunciara públicamente privilegiando en el denuesto de la serie a la mujer guionista y olvidando el varón realizador. Desde mi punto de vista cada uno puede creer y decir lo que quiera, pero hay un piso intocable: la dignidad simbólica y jurídica de alguien es independiente de sus creencias religiosas, de su genitalidad, de su identidad de género, de su expresión de género y de su orientación sexual (salvo que esta última se ejerza por fuera de los límites del consenso y la edad) y de su posición frente a la interrupción voluntaria del embarazo, establecida por ley en el marco de un régimen y una votación democrática.

Si faltó deconstrucción ahí también faltó en otro lado: quienes no tienen ningún cuidado en referirse de maneras que ignoran (o no) cuán agresivos son sus planteos respecto de los grupos religiosos tampoco tienen en cuenta el hecho de que este país tampoco es tan plural en el campo religioso y que los evangélicos han sufrido por décadas estigmas, discriminaciones, violencias. Y esto no implica que uno olvide que desde las filas evangélicas se corre hoy el riesgo de obrar con las minorías religiosas y sexogenéricas como antes lo hicieron las mayorías católicas con los evangélicos: pocos saben lo difícil que era hasta no hace mucho tiempo abrir una iglesia sin recibir todo tipo de agresiones (incluidas las físicas) o lo fácil que le resulta al periodista sin rumbo hacer por millonésima vez una nota sobre los “evangelistas” y desplegar a cielo abierto todo tipo de ignorancias, presunciones falsas y temores adquiridos sin ninguna investigación seria. Que en este cruce de agresiones valga el recuerdo del conscripto Carrasco, que murió a manos de las dos violencias que hoy se enfrentan, en aquel caso intersectadas: era evangélico y tímido, así que los que lo hicieron ejercitarse hasta morir y luego ocultaron los hechos tal vez lo hayan asesinado por su disidencia religiosa y tal vez, también, porque interpretaron que su timidez no era lo suficientemente macha como para para ser un buen soldado. El enorme Hilario Winarkzcyck, sociólogo de origen luterano que ha entendido la especificidad pentecostal como pocos, escribió sobre esto.

Paradojalmente son hallazgos teóricos del feminismo los que bien pueden servir para entender mejor lo que ocurre con los evangélicos y con los análisis entregados al goce irrestricto de la prepotencia con una condición que no siempre se acepta, pero es lógicamente irrecusable: todos los fenómenos sociales deben ser abordados con el mismo criterio, no importa si nos gustan o no. Debe subrayarse aquello que decía la antropóloga Lila Abu Lughod enfrentando el machismo de los antropólogos con los que compartía una empresa crítica : la antropología tiene más que aprender del feminismo que el feminismo de la antropología. Y en ese aprendizaje estaban las críticas a las generalizaciones de la viejas ciencias sociales, las críticas a las formas opresivas que encubre el concepto de “cultura” de la que han sido elaboradoras decisivas antropólogas feministas. No menos ayudan las críticas al privilegio que se le da a las taxonomías por encima de los procesos que, por ejemplo, enfatiza la teoría queer, que debe ser aplicada al conocimiento de la población evangélica. La mayor parte de quienes asumen el proyecto de la crítica y se jacta de superar la historia de fechas, siglos y leyes positivistas se solaza en el caso de los evangélicos con tipologías, consideraciones externas, lombrosianismos  y siglas (como les gusta decir ACIERA sin tener la más pálida idea de su papel sociohistórico y suscitar en la interlocución la convicción de que con dos o tres “datitos” saben algo!).

Todo este arsenal está embutido en la decodificación y específicamente en la lectura generalizante que se da de la mano con la analogía más o menos implícita con lo que suponen que sucede en el caso brasileño: los evangélicos, todos ellos, son una mafia que utiliza los motivos espirituales para hacerse de dinero y luego de poder en combinaciones con la CIA y la derecha. La totalización derivada de una parcialidad, muchas veces mítica, llama un poco la atención: los evangélicos son pedófilos, mafiosos, estúpidos que se convencen en base a rituales repetitivos y, por qué no, ambiciosos sin límite y eyaculadores precoces. Son tan horribles, que si tienen éxito en sus maniobras es menos por alguna habilidad que porque son arteros y ruines como la pastora. Es tiempo de decir que sí parece mentira que haya que señalar que las mujeres no son cosas, también parece mentira que haya que hacer entender que los evangélicos también son humanos.

Lo que la serie recoge de lo que suele decirse de la relación entre evangélicos y política eleva el prejuicio a la categoría de competencia olímpica. Ya no diremos, como lo venimos diciendo desde hace 20 años, que el voto evangélico es variable y que en Brasil los evangélicos votaron primero a la derecha y luego, cuatro elecciones seguidas, a los candidatos del PT, al que le dieron un vicepresidente durante los dos mandatos de Lula (José de Alencar). Y no basta porque en los últimos tiempos esa tesis se ha vuelto a corroborar, pese a que los observadores críticos del mundo evangélico resisten el dato para sostener sus certezas pre empíricas. Luego de haber votado en forma mayoritaria pero no total a Bolsonaro en 2017, los evangélicos están votando hoy de forma mayoritaria pero no absoluta a Luis Inácio Lula da Silva. En Brasil, donde todo estuvo y está dado como para que la alianza evangélica con la derecha sea “eterna”, no se sostiene tanto en el tiempo lo que se propone como analogía para Argentina en la hipótesis ficcional. En vez de imaginar tanto debería sacarse una conclusión más profunda: la deriva política de los evangélicos, contingente y diversa, como las sexualidades, depende de especificidades históricas y de lo que quieran hacer los bandos políticos en pugna con la presencia de ese sujeto. El progresismo no va a lograr ninguna ventaja con políticas de agresión ciega a un actor cuya presencia en los sectores populares, a los que dice querer conducir, es inexorablemente creciente partiendo de, mínimo, un 20 % de evangélicos en los niveles socio económicos más bajos de la población. El mundo popular no se compone ni de obreros de Carpani ni de amantes de la Delio Valdez.

Digamos algo más sobre el “peligro brasileño” invocado por los espectadores. Mientras que en Brasil los partidos tienen electorados mucho más lábiles que los de Argentina, en nuestro país la pregnancia de la matriz peronismo-antiperonismo hace difícil el surgimiento de un partido evangélico exitoso (fracasaron en esa tentativa varias veces) y exige que los evangélicos se relacionen con los partidos subordinando sus posiciones religiosas a las posiciones programáticas de los partidos (tal como ocurre con candidatos y electores evangélicos que aún opuestos a la interrupción voluntaria del embarazo no dejan de votar mayoritariamente al peronismo porque coinciden con las que serían sus posiciones menos conservadoras en el campo económico). Ahora bien: si la impericia, el descuido y los prejuicios de nuestros políticos llevan al surgimiento de un partido evangélico que venga a “sanear la nación” instaurando un régimen autoritario y excluyente, no nos olvidemos de las responsabilidades históricas que podrían ampliar las fuerzas para prevenirlo: menos Gramsci leído de aforismos y más diálogo real con el conurbano, menos glorificación impostada del chori y más atención a la diversidad social, a los sentidos comunes realmente existentes. Y en el caso específico de los evangélicos: más atención a los datos cuantitativos, a las dinámicas de conversión, a la hibridación activa de imaginarios políticos y religiosos y menos concesión al prejuicio catolicocéntrico que busca papados como los que no existieron en el mundo evangélico. Nunca esta de más pensar que lo poco que se puede hacer no es irrelevante.

La crítica de la masividad evangélica acude a una sociología implícita que tiene incorporada la histórica diatriba contra la potencia de la industria cultural y sus efectos homogeneizantes y subordinantes. Resulta extraño que la audiencia, que es gente tan conforme con su suspicacia, no se dé cuenta que también vive una captura: son una audiencia, una cuenta de Netflix y padecen sobre sí la solicitación algorítmica, la extracción de dinero y formación acrítica de convicciones que denuncian en el resto de la humanidad. En temas de análisis cultural también está el problema de la viga en el ojo propio.

PS