Fui invitada al Festival delle Periferie que se realiza próximamente en Roma. El tema de este año es la imaginación. El argumento del festival dice –traduzco yo, torpemente–: “¿Existe todavía, en nuestro tiempo y en nuestro mundo, incluido el de la exploración exoplanetaria, un lugar, físico o mental, que posea las características de un lugar radical, una zona blanca sin nombre en el mapa de lo conocido, donde uno pueda experimentar el asombro, ejercitar la imaginación? ¿Una periferia de algún tipo –incluida una disciplina–, capaz de desencadenar revoluciones paradigmáticas y albergar nuestros imaginarios divergentes?”. El argumento del festival es un texto absolutamente actual, político y, por eso mismo, potente. Es, en sí mismo, un llamado a la imaginación. Quiero decir que tiene un sesgo performático; ahí donde apenas uno lo lee, queda imaginando, queda en estado de imaginación. Y es que, antes que nada, el argumento se sostiene en interrogaciones. En un mundo lleno de certezas, de tonos altos y estridencias, de respuestas a preguntas que no se formularon, el solo hecho de sostener una pregunta ya da un respiro, ya produce un alivio y suscita una especie de disposición del cuerpo hacia el entusiasmo. Una pregunta, tan solo una pregunta, puede sacar al cuerpo del adormecimiento habitual con el que circula. Una pregunta, tan solo una pregunta, puede, sin dudas, dispersarnos y provocar, entonces, el encanto de imaginar. Una pregunta que no necesariamente esté para ser contestada, sino que simplemente suscita inquietud, zozobra, un leve cosquilleo en el cuerpo: todavía hay algo posible. Se trata, todavía, de un empuje hacia un horizonte posible. No lo pienso como un territorio a conquistar, sino como un borde, una orilla, un pequeño montículo de tierra en medio de la inmensidad de un mar que se pone, por momentos, hostil o demasiado tumultuoso. Un incipiente asomo de futuro, de más allá. Un más allá que escribe, no una respuesta, sino un enigma.
En un mundo que se derrumba, en un mundo en el que las imágenes nos asedian de manera incesante, paradójicamente, ya casi no hay lugar para la imaginación. En tiempos de tonos asertivos, de respuestas automáticas, ya casi no hay lugar para preguntas. En un mundo lleno de información ensordecedora, ya casi no hay lugar para la invención singular. ¿Cómo resistir al avance estrepitoso de la deshumanización tan propia del capitalismo devorador? ¿Cómo resistir ante el avance estrepitoso de las imágenes prefabricadas y el brillo enceguecedor de las pantallas? ¿Cómo deponer la mirada ante la obscenidad de las imágenes que pululan imparables? Podríamos parafrasear esas líneas de Casablanca y decir “El mundo se derrumba y nosotros imaginamos” o, también, “Siempre nos quedará la imaginación”. Vuelvo entonces sobre el texto del Festival: “¿Existe todavía, en nuestro tiempo y en nuestro mundo, incluso un exoplanetario, un lugar, físico o mental, que posea las características de un lugar radical, una zona blanca sin nombre en el mapa de lo conocido, donde uno puede experimentar asombro? ¿o ejercitar la imaginación?”. Creo que sí, que aún existen espacios en donde el asombro, la sorpresa y la posibilidad de desencadenar pequeñas pero potentes revoluciones, tienen lugar. Pienso por caso en el psicoanálisis, en la ficción y en lo político. Se trata de tres espacios que, justamente, no están hechos. Hay que hacerlos, cada vez, no están dados. No son simplemente un lugar al que uno se retira solo, para después volver al mundanal ruido. Son pequeños intersticios que se pueden hacer en medio del mundanal ruido. No se trata de una utopía de fuga hacia la soledad, en donde nadie nos afecte. Se trata, en cambio, de un ejercicio de invención que incluye a los otros. Porque nunca es sin otros, los otros de nuestra vida cotidiana pero, sobre todo, los otros de nuestra historia, de la historia de las marcas de nuestro deseo. Son prácticas que requieren bajarle el tono a la vociferación estridente del mundo. Se requiere algo de silencio y de soledad, de una soledad compartida, de un silencio con otros. Se trata de un silencio que no es sinónimo de callar. Se trata de un silencio que hace posible que paremos de oír, en el sentido también de parar de obedecer. “Oír es obedecer (...) La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia”, dice Pascal Quignard. Sin ese tipo de silencio no sería posible el arte, la invención. Pero tampoco sería posible un análisis, ni la lectura, ni la escritura. Lo que pasa en estas prácticas, pasa porque cesa el aturdimiento que muchas veces es sinónimo de oscuridad. No se puede pensar mientras estamos aturdidos, sólo se puede pensar en una discontinuidad.
“Una zona blanca”, dice el argumento. Me gusta la noción de zona porque lleva implícita la idea de bordes poco nítidos, de lo poco contenible, de lo poco certero. ¿Desde dónde hasta dónde? No se puede saber. La zona es una geografía difusa, incierta; se escribe en una cartografía inestable y precaria. Una zona no está hecha, se practica, se hace, se suscita a partir de un acto.
Una cartografía posible para la imaginación como resistencia. El psicoanálisis. Una práctica apocada, sin épica. Periférica. Una práctica de lo residual, de aquello que los discursos hegemónicos descartan. Un espacio en el que encuentran lugar los restos descartados por el capitalismo: lo improductivo del deseo. Una práctica periférica, porque un analista siempre está un poco fuera de lugar respecto de los discursos oficiales, institucionales, estereotipados. Un espacio inédito en donde se hace un recorrido no lineal, sino más bien zigzagueante, un poco errático, por las marcas de una historia, por las marcas de nuestro deseo. Es el espacio en donde se alojan los sueños, las fantasías y en el que se inventan mundos posibles, destinos inesperados. Un espacio inédito en el que se conjugan deseos y se aplacan infiernos. Una práctica en la que se ensaya un ejercicio de lectura sobre lo mismo, que tiene como efecto otra cosa. Una práctica de las variaciones sobre un mismo asunto. El análisis es ese lugar inédito que ofrece, como un refugio invaluable, un lugar en donde nada da lo mismo, en donde se inscribe la diferencia que nos constituye. En donde las palabras pueden separarse, en donde no todo es igual. El análisis a veces hace de separador entre escenas aplastantes, oprobiosas: un paréntesis en el devenir maquinal de los días. No es la única opción, claro, cada quien encuentra sus separadores. Separadores de la realidad, esa que viene en bloque, esa que, como dice Freud, no anda sin construcciones auxiliares. Y entonces pienso también en la ficción como usina de verdad, como lugar de invención. La ficción, ese separador que nos permite leer mejor la realidad. La lectura da lugar a la imaginación, cosa coartada en el pegoteo constante del tiempo en el que se nos demanda ser productivos, del tiempo de la realidad. “La imaginación es la única arma en la guerra contra la realidad”, dice Diego Muzzio en su novela El ojo de Goliat. No hay imaginación posible cuando quedamos metidos en esa boca hambrienta e insaciable de la realidad.
En un mundo en el que se nos atiborra, en el que se nos empuja al consumo permanente, en el que se nos insta a producir sin descanso, la imaginación –una especie de estado deseante– acaso sea una resistencia. Pero, además, también nos deja espacio para el deseo, ese deseo que insiste intratable, intempestivo, discontinuo. El deseo que, justamente, no se conforma con objetos de consumo, sino todo lo contrario.
El descubrimiento freudiano está vivo. Es él mismo la marca de lo vital. Contra la máquina, el inconsciente. Las formaciones del inconsciente son las pequeñas marcas de resistencia, de refugio al imperio del otro bajo la forma de la adaptabilidad. Si algo no se adapta, es el inconsciente. Mientras haya inconsciente, habrá resistencia a la adaptación total, resistencia a ser arrasados totalmente por el imperio del Otro, por la topadora de la hiperproductividad. No somos máquinas, aunque a veces se pretenda que lo seamos.
Imaginación, ficción, juego. La relación entre el mundo infantil y la poesía fue señalada por Freud cuando dijo: “Todo niño que juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada (...). Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino… la realidad efectiva”. Subrayar que no se trata de algo poco serio, sino de algo que se produce en las antípodas de la realidad, resulta fundamental para poder pensar que son prácticas para lidiar con esa realidad efectiva y, a la vez, en el mismo acto, transformarla. La palabra poética: esa palabra que hace algo: nos alivia de la pesadez de los signos ya sabidos, extenuados, oxidados. Fantasía y juego: una zona protegida, dice Freud: son como reservas naturales, donde los reclamos y las exigencias del mercado no logran pasar, donde la libertad, de la que nos privó la realidad, puede ejercerse. En el parque natural puede crecer y pulular, dice Freud, todo lo que quiera hacerlo, “aun lo inútil, hasta lo dañino”. Ese es el reino de la fantasía, el de la imaginación. No hay modo de que la realidad ande sin la fantasía. La ficción, que no es mentira, sino productora de una verdad otra, también transformadora, no existiría sin la imaginación. La ficción imagina, entonces crea, nuevos mundos. Ensancha geografías y dibuja mapas lejanos pero atravesables. La ficción es, antes que nada, la posibilidad de una experiencia en la que pueden acomodarse los restos.
Lo político, la política en el mapa posible. Ante el encandilamiento permanente de las pantallas, ante la ceguera que nos producen las imágenes desprovistas de cuerpo, sólo nos resta entrecerrar un poco los ojos, deponer la mirada. Pienso entonces en la alternancia lumínica de las luciérnagas, de las que habló Didi Huberman: “En efecto, no se trata ni más ni menos que de repensar nuestro propio ”principio de esperanza“ a través de la manera en que el Antes reencuentra al Ahora para formar un resplandor, un relampagueo, una constelación en la que se libera alguna forma para nuestro propio Futuro. ¿Acaso las luciérnagas, aunque vuelen a ras del suelo, aunque emitan una luz muy débil, aunque se desplacen lentamente, no dibujan, rigurosamente hablando, una constelación semejante? Afirmar esto a partir del minúsculo ejemplo de las luciérnagas equivale a afirmar que, en nuestra manera de imaginar yace fundamentalmente una condición para nuestra manera de hacer política. La imaginación es política, eso es lo que hay que asumir. Recíprocamente, la política no puede prescindir, en uno u otro momento, de la facultad de imaginar”. La relación entre la imaginación y lo político se cifra quizás en la famosa consigna de mayo del 68: “La imaginación al poder”. No resulta caduca la idea: la imaginación como potencia transformadora de mundos. Si la imaginación es posible, es, justamente, porque la realidad es imposible. Si imaginación puede transformar la realidad, es porque no es, ella misma, realista.
La imaginación no es voluntaria, no es calculable, pero no es pasiva. Es evasiva y abierta, según Gaston Bachelard. Autor que también la asocia a la intermitencia de la luz a través de la llama de una vela: “La llama es, entre los objetos del mundo que convocan al sueño, uno de los más grandes productores de imágenes. La llama nos obliga a imaginar”. Soñar despierto, dejarse ir. El sueño ante la llama, sigue Bachelard, es un sueño de asombro. Y la capacidad para asombrarse está muy cerca de la capacidad deseante. Imaginación, asombro, sorpresa en las antípodas de las apatías y anhedonias tan contemporáneas.
Pero también existe la imaginación ligada a lo catastrófico, a lo que no saldrá bien. Una imaginación ligada a los miedos, temores, fobias. “Imagino lo peor”. Y entonces alguien puede verse –porque se ve a sí mismo– impedido de ir hacia. La inhibición de los cuerpos está, muchas veces, sostenida en imágenes de lo peor. Imaginar escenarios concretos en los que las cosas nunca salen bien. La imaginación, en estos casos, funciona como una certeza inamovible: un reflejo en el espejo que sólo arroja imposibilidad. Desasirse de esas imágenes, no para convencerse de que todo se puede, sino para dejar lugar a lo que no se sabe. Porque son muchas las veces en las que lo que produce sufrimiento no es la incertidumbre, sino la certeza. La imaginación es también oscura y puede ser hostil.
No hay deseo sin imaginación. La imaginación acaso sea una disposición del cuerpo para encontrar lo que no se busca, para poder atajar el pequeño placer de lo inaudito, lo impronunciable y lo impronunciado. La imaginación abre mundos porque los crea. La capacidad de imaginar, acaso sea, todavía, un pequeño acto de resistencia de un Eros vital. Psicoanálisis, ficción –lectura/escritura–, lo político. Prácticas que no están desimbricadas una de la otra. Tal como lo pienso, el análisis es un ejercicio político ahí donde, las pequeñas o grandes transformaciones que produce, tienen efectos en la comunidad, en la polis. A la vez, es un ejercicio de lectura y también de escritura. Para Julia Kristeva, el psicoanálisis y la literatura “son la misma cosa. Salvo que una publica, y la otra guarda su descubrimiento para vivir mejor. Pero es la misma dinámica psíquica, que consiste en barrer todo lo que es palabras cansadas y modos de vida aburridos, contar un nuevo aliento, cambiar el modo de hablarse a sí mismo y de nombrar las cosas y ligarse a los otros”. Finalmente se trata de prácticas que, frente a lo ineluctable del dolor de existir, frente a la aparente falta de alternativa de un mundo asediado por derechas, ansias de poder y guerras; frente a la deshumanización que la lógica de las guerras y las conquistas produce sobre nosotros, frente a la mercantilización y la precarización de los cuerpos y a la desidia de los Estados que nos deja cada vez más solos, frente al capitalismo tardío que nos empuja a vidas cada vez más grises, maquinales, desligadas de los otros, aún quedan estas prácticas: las que nos entregan la posibilidad de saber hacer, es decir, de saber inventar. La imaginación acaso sea uno de los nombres de ese saber inventar, acaso el nombre de las pequeñas pero potentes revoluciones íntimas, pero también políticas y comunes.
AK/DTC