La sociedad del espectáculo trata de encontrar su fuente nutricia aún en este presente exiguo. En un país con bolsones de emergencia alimentaria se mira en las sobremesas televisivas cómo se cocina rico y sabrosón. Los platos son tan inasibles como los sonidos. De ahí que sea posible detectar una continuidad entre el reciente Master Chef y el actual concurso La Voz argentina. La propuesta es la misma: alguien gana un premio en metálico y deja en el camino un tendal de soñadores. Ahora, claro, no se trata de lo crudo y lo cocido sino de una música casi siempre igual a sí misma, y ahí, una voz, solo una, que lucha para ser redimida. Dicen que cuando el Titanic se sumergía, su orquesta de ocho integrantes buscó consuelo y salvación en un himno cristiano, “Nearer, my God, to Thee”, cuya letra, basada en el Génesis, hace referencia a una escalera que asciende al cielo. Más allá de la veracidad del episodio, Telefe propone algo conectado con aquel mito: un cancionero que se propaga al compás de sucesivos hundimientos, el de industria musical y la misma comunidad de artistas y espectadores.
Pero antes, hablemos sobre la voz, a secas. Suele presentarse como sinónimo de canto. Sin embargo, no nos referimos necesariamente a lo mismo. Somos seres sociales por y a través de la voz, que se sitúa en el núcleo íntimo de la subjetividad. La voz es el instrumento, el vehículo del significado, la reconocemos por un acento, una entonación, un timbre, una intensidad. Claro que también es fuente de admiración estética: el canto suele ser un lenguaje más allá del lenguaje, portador de lo que a las palabras le queda corto y no pueden decir; cantar es hablar de una manera deformada que tiene la enorme capacidad de afectarnos. De ahí que a La voz se la convoque con mayúsculas en el programa televisivo. El juego de la absolutización es de vieja data. Frank Sinatra era llamado “La voz”. Mercedes Sosa fue “La voz de América”. Si bien el ciclo de Telefe, franquicia del concurso The voice, privilegia supuestamente lo argentino de esa entonación, las fronteras, como los géneros y las lenguas, son muy porosas e inestables.
Todo comenzó con los instructores (coach, les dicen), Ricardo Montaner, sus hijos Mau y Ricky, Soledad y Lali Espósito, sentados de espaldas a los participantes. Eligieron a los miembros de sus equipos (team, se los llama) bajo los rigores de una paradoja aural. La voz nunca pertenece por completo al cuerpo que tenemos enfrente. Como dice Zizek, hasta cuando escuchamos hablar o cantar a alguien hay algo de ventrilocuismo en juego. Oímos porque no podemos ver todo. Los coach sobreactuaron ese límite. Cuando les agradó el canto, apretaron un botón, hicieron girar su silla, miraron al contendiente y dijeron, este juega para mí. Ignacio se presentó con “Barro tal vez”, de Spinetta, y todos los jurados se pelearon por él. Curioso consenso alrededor del Flaco. Es que la música no es un objeto de discusión, a todos le gusta todo, nada hace ruido en la justa del ecumenismo. Charly García, Mercedes Sosa, Gustavo Cerati, Fito Páez y hasta Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, salen de las gargantas con codificaciones reconocibles y, en muchos casos, acompañados de pulcros acompañamientos de una orquesta de crucero.
El estilo ya no importa porque, sobre todo, la patria sonora, de manera predominante, es la que delimitan los Grammys latinos. Ahí radica una fuente de la legitimidad, un activador del deseo y la fantasía. “Yo quiero que te imagines que hay una banca larga, en esa banca larga estamos todos los artistas que ya tenemos años en la profesión, y de repente, todos hacemos un lugarcico, nos arrimamos, para que tú te sientes”, le dijo Montaner a Magdalena Cullen, después que interpretara “Muchacha ojos de papel”.
Los aspirantes se someten a las reglas propias de los reality shows. Cada grupo de ocho se ha ido deshilachando con el correr de las semanas durante las cuales afloraron las tensiones propias de una eliminatoria (se llaman los playoffs). Como es de suponer, se asigna un espacio importante a las recomendaciones de los coachs para mejorar las condiciones vocales e interpretativas. Sus indicaciones son un repositorio de lugares comunes sobre la emoción. “Sos muy sensible y lo transmitís”, ha ponderado Soledad. Los derrotados también sienten haber sido rozados por la gracia. “Viví mi sueño, aunque sea por un instante”, dijo Magdalena. Había elegido versionar “Love On Top”, de Beyoncé. A pesar de su condición de favorita, quedó eliminada en la ronda de los knockouts.
La voz argentina debería en rigor haberse llamado La voz latina. Miami se divisa con frecuencia en el horizonte de los discursos sobre la realización, y esa es una marca de época que excede al programa. Solo hace falta leer La Nación. Le ha dado un sitio a esa ciudad como si fuera un suplemento zonal: a través del portal de noticias nos enteramos dónde vacacionar e inmunizarse, cuál es la inversión inmobiliaria más conveniente y el mejor centro comercial. Podemos saber también sobre vidas ejemplares (“creó un negocio con 200 dólares y hoy es millonaria”). David Viñas había advertido esa transformación incipiente en De Sarmiento a Dios, viajeros argentinos a USA el libro de 1998 que traza toda una parábola ideológica desde el Diario de viaje de Domingo Faustino, cargado de ilusiones modernizantes, hasta las guías de turismo escritas en pleno menemismo por Horacio de Dios. A fines de esos noventa, y como extremaunción de la década neoliberal, los Babasónicos editaron su disco Miami. “El impacto semántico de la tapa, que ubica la ciudad de Florida a la altura de Misiones en un mapa argentino inclinado, no deja dudas de que esta Miami está demasiado cerca”, dice Pablo Schanton en el capítulo sobre los Babasónicos que forma parte del libro 10 discos del rock nacional presentados por 10 escritores. Aquel mapa diseñado por Alejandro Ros sintetizó el diagnóstico que Adrián Dargelos describía en “El Shopping” y que se ratifica en el presente de embotamiento: lo que “aparenta ser normal” es “transcultural”.
Hay algo más en el supuesto programa de caza talentos que funciona en los hechos como un complemento del tópico miamense. Esa marca entra por la oreja misma a partir del habla de los Montaner. Ricardo nació en Villa Adelina, creció en Venezuela, se naturalizó venezolano -pero también colombiano y dominicano- y reside desde hace más de una década en Miami. El autor de “Tan enamorados” es el principal garante de las aspiraciones de los concursantes. “Yo lo veo a él en la foto del final, sinceramente”, dijo como la voz del padre que es, sobre otro participante. La Nación se ha encargado de recordar además sus logros materiales: una casa en Miami de 700 metros cuadrados y valuada en 11 millones de dólares. Montaner pasa la mayor parte de sus días en esa mansión art deco del barrio Pine Tree Drive.
Ricardo prodiga despacito sus elogios. Es His Master’s Voice. Así se conocía al logo de los vinilos de RCA y luego de EMI, basado en un cuadro del siglo XIX en el que un perrito se enfrenta a un gramófono. La mascota no puede ver la fuente emisora, está desconcertada y ojea el misterioso orificio del disco. Se lo ha pintado, recuerda Mladen Dólar en A voice and nothing more, en una actitud ejemplar de obediencia perruna que pertenece al acto mismo de escuchar. “Escuchar entraña obedecer; hay un fuerte lazo etimológico entra ambas palabras en muchos idiomas. Obedecer, obediencia (obéir, obeyance en francés), vienen del latín ob-audire, que deriva de audire”. La alta fidelidad canina y la sonora se hermanan en la representación. Los competidores de La voz argentina muestran también una docilidad sin par cuando habla especialmente Ricardo con ese dejo caribeño (“p´adelante, chica”), que es más aun enfático en sus hijos (“Brother, eres un artistazo”, le dice Mau Montaner a un pibe que cantó en inglés). La dicción ya no nos sorprende, se ha naturalizado por estos pagos por flujos migratorios e impostaciones. ¿Cómo ver La voz argentina y no recordar a Latino Solanas? Aquel personaje de Diego Capusotto era un converso: su nombre real, Mariano Grumberg. Él le dice a la cámara que decidió cambiar identidad de tanto “meneadito” y “cagadito”. La voz de su conciencia latina lo llevó a cantar: “cómo se mueve, míralo míralo, no para de bailar porque es latino, ella no deja de vibrar”. Lo latino, nos había avisado ese Solanas, ya no convoca a una diversidad regional: parece quedar reducido metonímicamente a lo caribeño o, mejor dicho, lo caribeño injertado en EEUU.
El modelo aspiracional de La Voz es en parte anacrónico si tenemos en cuenta que el disco es un formato en desuso, el mercado del entretenimiento ha colapsado con la pandemia y en las plataformas en streaming no parece haber demasiadas oportunidades de proyección inmediata para las consagraciones de la TV analógica. Hasta Montaner es, en un sentido, parte del pasado reciente digital. Una prueba de las brutales transformaciones la ha dado Spotify: lo latino ha sido su gran máquina generadora de éxitos en 2020. El puertoriqueño Bad Bunny, de 27 años, se subió al podio de los cliks: 8.300 millones de escuchas. “Shorty, tiene' un culo bien grande, eh/ De-demasiao' grande/ Y yo lo tengo estudiao', ya mismo me gradúo/ Y en la cara me lo tatúo”, canta en “Yonaguni”.
En tercer lugar, se ubicó el colombiano J. Balvin (“Tú misma me dices que lo nuestro es eternity/ Porque devorándonos se ha vuelto tu fatality/ En el cinco letras soy quien te penetra/ Corleone cuando te lo hace high quality”). El paradigma del quantum funciona por estos días como el verdadero certamen de supervivencia de ese nuevo esperanto que mezcla reggaetón, rap, trap y flow y atrapa a la generación nacida con el cambio de siglo. Frente a esta verborrea misógina, el programa de Telefe es culterano y elitista (un grupo relativamente minoritario, en términos de irradiación y audiencias).
Las Music sesión del joven productor @bizarrap son pruebas de cómo se opera, construye valor y se diseminan significados por fuera de los canales tradicionales. A pocas horas de subir un material tiene millones de reproducciones. Bizarap nació cuando estaba por editarse Miami, de los Babasónicos. Es, de alguna manera, el nuevo Santaolalla del universo de los excluidos y la post música (puro texto social). Bizarap quiere convertir al conurbano en el trampolín de la conquista de España… y Miami. Desde su habitación en una casa de Ramos Mejía trabaja con figuras variopintas: el dominicano Chucky 73, el regatonero norteamericano Nicky Jam, la argentina Nathy Peluso que, a los 26 años, ha sido vista por más de 250 millones de personas en Youtube. El video del freestyler YSY A, de 23 años, fue en tanto mirado por 57 millones de personas. “Ni Rusia ni Oxford, tengo la nacional/ Yo no soy Rusia ni Oxford, mi amor, pero igual te quiero vacunar, eh”, le pide a una mujer imaginaria, como el latino que quiere ser, es decir, con una voz tan argentina que pronuncia mielda en lugar de mierda, acaso porque el sonido no huele.
AG