Es notable como muchas de las críticas a Marcelo Bielsa esconden elogios. Por ejemplo, se lo ha criticado (como si fuese fácil) porque no dirige grandes de Europa. Es probable y entendible que para otros técnicos dirigir al Leeds United de Inglaterra o el Lille de Francia pueda significar una limitación, ya que no son equipos poderosos, con presupuestos suficientes para comprar estrellas del último PES.
Sin embargo, Bielsa parece encontrar en ese límite teórico el pasaporte hacia una libertad que, en un gigante, sería utópica: se hace cargo de un equipo de segunda división de Inglaterra y le terminan haciendo una estatua. En ese plano la experiencia de Bielsa parece intransferible, o tal vez sea que el mito en tiempo real no permite apreciarlo con una perspectiva equilibrada.
Es probable que los mayores factores de rechazo hacia Bielsa hayan sido generados tanto por sus detractores -para los que sus métodos de trabajo son signo de desvarío y su discurso, prédica vacía-, como por la carga de modernidad innata de su irrupción, que pareció subestimar lateralmente, por acto reflejo, toda una camada de técnicos más vinculados a la bohemia que a las jugadas de laboratorio. La cantidad de excolaboradores y dirigidos que se reconocen como discípulos o continuadores de su filosofía de juego indica que además de provocar ese corte con el fútbol en blanco y negro, construyó un puente hacia el futuro. Esto podrá sonar rimbombante pero es verdad, y ahí está Pep Guardiola para certificarlo.
Claro que el reconocimiento fáctico tampoco supone pensar que Bielsa no se equivoca o es perfecto. En la agenda de los medios por momentos pareciera que reemplazó al Papa Francisco antes de su acercamiento al kirchnerismo, cuando todos los días había notas de color que reflejaban “un gesto del Papa”. Se trata de ese peligroso molde vacío, “el argentino que nos hace quedar bien en el exterior”, en el que pueden caber, sin preguntarles si están de acuerdo o no, Ricardo Darín, Daniel Barenboim o Manu Ginóbili.
Por lo atentos que están, de los detractores se puede sospechar si no serán fans al revés. Los bielsistas, por su parte, se parecen a los borgeanos. En su entusiasmo desmedido por la obra, suelen ser un poco despectivos con los que no entienden. De hecho hay algo más en común entre Jorge Luis Borges y Bielsa: las anécdotas son tantas que a veces se cuentan circunstancias idénticas. pero con distintos protagonistas. No parece importar demasiado que sean reales, más bien que cumplan la función de ofrecer una escena breve, un flash, que sintetice una idiosincrasia personal con claridad.
Un día, Borges esperaba un ascensor y, como no llegaba, preguntó: “¿Por qué no vamos por la escalera, que está totalmente inventada?” (en este contexto parece una frase menottista). Esta anécdota debe tener un origen específico pero se la han atribuido varias personas como si les hubiese sucedido a ellas. Otra opción podría ser que Borges siempre hiciera la misma broma. “La oferta de la recepción es vertical”, es la indicación de Bielsa destinada, según quien lo cuente, tanto a Ariel Ortega como a Carlos Tevez. Por más que la situación no haya sido así de manera literal, en todo caso viene a plantear el hipotético dilema que podía existir entre Bielsa y los últimos ejemplares del potrero, en apariencia ajenos a las estrategias de un científico del fútbol.
Algunas anécdotas (como cuando le dijo a Gamboa que se cortaría un dedo con tal de ganarle a Rosario Central), atribuidas a otros, podrían provocar escándalos, pero, en Bielsa, se entienden como algo obvio. En ese sentido habría que añadir que “la locura de Bielsa” se explica no por sus excentricidades, sino porque al mismo tiempo ejerce una racionalidad implacable, a veces pasada de rosca, que desemboca en un exceso. “El más cuerdo es el más delirante”, cantaba Charly García, uno de los que se atribuyó la anécdota de Borges y la escalera.
Es propia del mejor Roberto Fontanarrosa la visión que el Kily González ofrece al programa “Historias por dentro” sobre el primer entrenamiento de Bielsa como técnico de la Selección: el campo de juego parece una pista de aterrizaje, está repleto de conos y de cintas divisorias, los jugadores se miran entre ellos, Redondo se acomoda el pelo, no saben qué hacer.
La pretendida mecanización de los jugadores no invalidó su tendencia al juego ofensivo y la voluntad de ir hacia adelante, aun con la certeza de que muchas veces el rival es superior y el ímpetu desbordado por un estilo puede derivar en el dogmatismo. Suelen objetarle que no gana títulos, algo que es falso: justamente llegó a la Selección por sus campeonatos con Newell’s y Vélez. Sin embargo, para su leyenda, no hubiese hecho falta. Es que lo más significativo de su figura es que se mueve como un infiltrado en el fútbol mainstream: jugó muy poco en Primera, habla como un estructuralista, desconfía del éxito y es capaz de auto-denunciarse si cree que hizo algo mal. El agradecimiento de los jugadores que dirigió es casi unánime, aunque muchos confesaron que su actitud obsesiva puede llegar a volverse algo asfixiante.
Si alguien no supiera qué pensar sobre Bielsa habría que decirle que mire el ya histórico amistoso entre Argentina y Holanda, jugado el 31 de marzo de 1999 en Ámsterdam, tercer partido de su ciclo en la Selección: 35 minutos después de haberlo hecho ingresar por Ariel Ortega, Bielsa decidió sacar a Andrés Guglielminpietro y poner a Hernán Crespo. La reacción (negativa/ positiva/ indiferente) ante esa modificación inesperada, donde los jugadores pasan a ser piezas de un engranaje, es el filtro que tuvo que atravesar el futbolero estándar para asimilarlo.
Las orquestas le recriminaban a Astor Piazzolla que hubiese trasladado el tango de los pies a la cabeza: con su música no se podía bailar. A Bielsa parecen recriminarle lo mismo. En base a una coherencia enceguecida, pudo establecer sus propios parámetros y desarrollar una carrera que, aunque se cruza con las demás, transita solo, como ejemplar único de su especie.
MZ