La carrera tenística de Guillermo Pérez Roldán fue un martirio, sobre todo en sus años de formación, en los que tuvo que soportar la sombra monstruosa de un padre abusador. Un hombre, Raúl Pérez Roldán, que fue sucesivamente su profesor en el club Independiente de Tandil, entrenador y representante. Y que lo sometió durante largos años a severos castigos físicos –como las palizas en la ducha–, además de apropiarse de su generosa facturación. Botín que, según Mariana Pérez Roldán –hermana de Guillermo, también ex tenista y también víctima, aunque en menor grado, de la brutalidad paterna–, terminó en la canaleta del juego.
Rocky Pérez Roldán surgió en los años 80, fue un brillante juvenil, ganó 9 títulos individuales y, aunque llegó al puesto número 13 del mundo e hizo sudar a gigantes de la época como Ivan Lendl y John McEnroe, hay quienes creen que tenía cuerda para una trayectoria más lucida. De hecho, hace unos días, en una entrevista radial, Guillermo se refirió a su historia tenística como “discreta”. Pero no había en su tono ningún viso de pesar ni reproche retroactivo. Más bien sonaba como quien describe avatares ajenos.
Se apartó del circuito en 1993, prematuramente –luego volvió a las canchas de manera espasmódica–, a causa de una lesión en la muñeca. Pero la herida psicológica infligida por su padre, que lo fajaba incluso cuando era un atleta adulto, quizá haya sido más determinante que la debilidad de sus ligamentos.
Hace dos años, Pérez Roldán decidió ventilar su terrible pasado ante el periodista de La Nación Sebastián Torok. Ahora, la catarsis alcanzó un nivel superior y tomó la forma de un documental, Pérez Roldán confidencial, que lanzó la plataforma Star+.
La lista de padres despóticos –siempre varones, siempre machos– que fuerzan a sus hijos a convertirse en deportistas de elite a cualquier precio es larga. Caso paradigmático es el de Andre Agassi, hijo de un energúmeno ex boxeador de origen iraní, que inventó una máquina diabólica que arrojaba bolas a la velocidad del rayo para optimizar las devoluciones de su pequeño, al que no le dejó elegir otro destino que la raqueta. Lo tenía ensayando el drive hasta la extenuación, de rehén en el fondo de la casa. Luego lo envió a una academia deportiva con pensión completa hasta que logró su cometido: le devolvieron un crack que trepó al número 1, que signó una era y que toda la vida odió el tenis, como confiesa en su magnífica biografía, Open.
Peor le fue a la australiana de origen croata Jelena Dokic, que se destacó en la primera década de este siglo. Su padre, Damir, manejó su carrera con mano de hierro. Desde los 11 años, Jelena sufrió las agresiones paternas, algunas de ellas a cielo abierto, en pleno partido. En otras ocasiones, la represalia era más sutil. Por ejemplo, cuando perdió la semifinal de Wimbledon 2000 ante Lindsay Davenport, le prohibió volver al hotel en el que se hospedaba la familia. Jelena también tiene su biografía, Unbreakable, en la que, a la distancia, ajusta cuentas con su verdugo.
Sí la presión laboral prolongada puede producir el síndrome del quemado (burnout), que se traduce en depresión y pérdida de autoestima, qué queda para los deportistas sujetos al hostigamiento explícito y permanente de parte de cretinos como los que acá se mencionan. Dokic, por ejemplo, se hizo adicta a la comida y se volvió obesa, irreconocible. Se quebró de ese modo, aunque luego logró recuperarse. También barajó, en los años de devastación psicológica, la idea del suicidio, igual que Pérez Roldán.
Jim Pierce, el padre de la tenista francesa nacida en Canadá Mary Pierce, es un exponente radical en esta especie nefasta. Después de revistar entre los marines de los Estados Unidos, su país natal, de una temporada en el delito y otra en una prisión psiquiátrica, se mudó a Montreal, donde nació Mary. Entonces Jim puso todo su desorden mental y su ira al servicio del acoso de su hija. Son célebres algunos de los escándalos que protagonizó en los estadios, donde la insultaba a viva voz cuando cometía errores o perdía. Tampoco se privaba de abofetearla y llegó a arrojarle objetos cuando salía a la cancha. Hasta la demandó porque exigía el 25 por ciento de las ganancias de la jugadora. Tras romper con él –inteligentemente, su madre se sumó a la movida y firmó el divorcio–, Mary se vio obligada a contratar guardaespaldas para defenderse de la persecución del obstinado Jim. Síndrome de Estocolmo mediante, ambos se reconciliaron en 2005.
Aunque lejos de estos extremos, algunas tenistas famosas, como Steffi Graf y Arantxa Sánchez Vicario, han tenido peleas graves con sus padres por cuestiones de dinero. Muchísimo dinero. El padre de la alemana incluso estuvo en la cárcel por tratar de burlar al fisco. Aun sin recurrir al chirlo ni a la violencia psicológica, abundan las familias en que los padres viven –y viven muy bien– de los hijos o hijas, a quienes su talento deportivo les ha permitido ganar fortunas de la noche a la mañana. No es exclusivo del tenis, claro. El padre de Leo Messi, Jorge, jamás le levantó la voz a su hijo, pero a los 13 años lo llevó al internado futbolero La Masía y desde entonces se dedica a manejar sus intereses. Se trasformó en representante con un solo representado, el mejor jugador del mundo. Un verdadero –y autodidacta– hombre de negocios.
¿No es una presión excesiva –una opresión– el hecho de que un joven, a la edad en que muchos todavía no se fueron del nido, sea el artífice y sostén de la vertiginosa movilidad social de toda su familia?
Volviendo a Pérez Roldán, el documental sobre sus penurias tiene por objeto que los padres en general tomen conciencia sobre los riesgos de caer en una conducta abusiva. Así lo ha dicho. Además, adelantó que denunciará penalmente al suyo. Esta decisión de, a sus 52 años, ponerle el pecho al pasado y echar luz sobre episodios humillantes y dolorosos acaso se debe, en buena medida, a los aires de época. El acoso sexual, la violencia de género o intrafamiliar, que alguna vez fueron comportamientos naturalizados, ya no son tolerables, ya no son parte de la normalidad.
Un veterano periodista de tenis, que ha trajinado tanto los courts de renombre internacional como los clubes modestos donde se cuecen las estrellas del futuro, me confió que, en la época en que Raúl Pérez Roldán tenía su escuela en Tandil, se sabía que a veces se le escapaba algún sopapo. Y que a nadie se le habría ocurrido investigar si, eventualmente, iba más allá del coscorrón, como en efecto sucedía. “Era un gallego bruto que sabía poco de tenis y enseñaba de una manera mecanizada, y lo hacía con rigor militar”, definió este cronista experto al padre golpeador.
Para el sentido común del tenis existe una noción peligrosa: como se trata de un deporte con una exigencia mental desmedida, hace falta un respaldo anímico vigoroso. Un ladero enérgico, con autoridad, no un coach que hace sugerencias amables. En otras palabras: si los chicos quieren triunfar en ese campo de batalla hecho de polvo de ladrillo y en el que se pelea en soledad, mejor que se curtan. Que se endurezcan. Seguramente, hasta el propio Guillermo Pérez Roldán lo creía así.
AC