Estamos a la espera del acuerdo del gobierno nacional con el FMI, que debería ser discutido en el Congreso Nacional. No sólo es importante para reestructurar la deuda con ese organismo, originalmente de más de 44 mil millones de dólares –reducida a 41 mil millones, luego de los pagos hechos en septiembre y diciembre– sino también porque junto con él se explicitaría un plan económico de mediano y largo plazo. Dicho plan incluiría:
- Objetivos de las políticas económicas a implementar
- Orientación sobre los contenidos de estas políticas
- Proyecciones a futuro de variables que serían afectadas por las políticas y que se consideran importantes para el logro de los objetivos
Entre esos objetivos, el plan seguramente incluirá al crecimiento económico, la disminución de la inflación y de la pobreza, y la mejora, gradual pero sostenida, de la solvencia fiscal y externa. Esto último les interesa a los acreedores, incluyendo al FMI: cualquier acuerdo de pagos por parte de nuestro país será endeble sin una mejora de la situación financiera del Estado Nacional y del país. Pero no sólo a ellos. Nuestro país se ha visto convulsionado repetidamente por crisis económicas, como las del fin de la Convertibilidad y la de 2018/19, en las cuales la interrupción del financiamiento externo del déficit fiscal llevó a devaluación de la moneda y aceleración de la inflación, que trajeron recesión y aumento de la pobreza.
La estabilidad económica es fundamental para muchas decisiones de inversión y consumo a largo plazo, cuando para tomarlas se necesite proyectar un futuro sin crisis fiscales y cambiarias, y sin violentos cambios de precios relativos que puedan transformar un proyecto atractivo en un desastre. Y esa estabilidad no se logra sin solvencia fiscal y externa. Como dijo Alberto Fernández, citando a Néstor Kirchner, el superávit no es un problema de izquierda o derecha; es de sentido común (el menos común de los sentidos, diría Voltaire). Se refería al superávit fiscal, cuando es imprescindible para restaurar la solvencia del Estado.
Más allá del contenido del plan, parece saludable que se establezca un camino a seguir, saldando (al menos, en principio) discusiones: por ejemplo, entre quienes entienden que es muy importante reducir el déficit fiscal y quienes creen lo contrario, o entre quienes quieren ir hacia un mercado de cambios con libre acceso –como en la gran mayoría de los países– y los que piensan que el “cepo” y el comercio exterior “administrado” deben ser para siempre.
Un plan económico debe tener detrás:
- un diagnóstico de situación, que indique cuál es la realidad y cómo se llegó a ella;
- una visión de cómo funciona la economía, cuáles serán los efectos que van a tener los cambios (sean promovidos por la política económica, o no) de cada variable sobre las demás variables que son relevantes (directa o indirectamente) para conseguir los objetivos; o sea, un modelo de funcionamiento económico; y
- una proyección de escenarios, que impliquen un pronóstico de cómo va a ser el nivel, en el futuro, de variables que no están bajo control de la política económica.
También puede contener metas que se pueden medir y verificar si se cumplen. Pero las metas no son el plan, y no siempre su cumplimiento o incumplimiento implica el éxito o fracaso total del plan. La economía no es una ciencia exacta; es difícil acertar con precisión el impacto que tendrá una medida de política, o lo que va a ocurrir en el futuro con variables no controladas. La realidad podría alejarse de las metas; por ejemplo, si hay una sequía no prevista. En ese caso, habrá fallado una parte del plan: la proyección de un escenario futuro. Pero lo más importante es que el rumbo sea el correcto, que se avance hacia el logro de los objetivos. Cosa que difícilmente ocurra si el diagnóstico y el modelo de funcionamiento económico no se corresponden con la realidad.
Para verlo con un ejemplo: supongamos que las políticas económicas implementadas inicialmente por el gobierno de Macri fueran parte de un plan que tuviera como objetivos poner en marcha el crecimiento y bajar la inflación. A partir de las medidas tomadas y la lectura de discursos, se podría inferir un diagnóstico y una visión de relaciones causa-efecto económicas. Ese diagnóstico diría que la carencia de inversiones productivas se debía a la alta presión tributaria y a que los empresarios no confiaban en el gobierno; que la inflación se debía exclusivamente a la emisión de dinero, y que la deuda (pública y externa) no era un problema, era cuestión de arreglar con los acreedores hostiles (“fondos buitres”), para que los capitales fluyan hacia Argentina. No se habría considerado urgente disminuir el déficit fiscal (de hecho, lo primero que se hizo fue bajar impuestos); mucho menos el externo.
Entonces, la clave para que el crecimiento despegue era ganarse la confianza de los grandes empresarios, designando a sus pares en puestos claves y adoptando un discurso “amigable con los mercados” y reducirles impuestos a las empresas. Para bajar la inflación, había que financiar los déficits fiscal y externo con endeudamiento y adoptar “metas de Inflación”, buscando imitar la política monetaria de países con inflación baja, precios relativos estabilizados, déficit fiscal moderado y sistema financiero desarrollado.
Cuando, a principios de 2018, se empezaron a ver las fallas del esquema. Se dijo que el problema era la sequía o las tasas de interés en Estados Unidos o errores de comunicación. Pero era más de fondo: para invertir, los empresarios no necesitaban discursos amigables, sino visualizar un futuro sin crisis; y el aumento del déficit fiscal y externo en 2016-17, a niveles cada vez más insostenibles, no brindaban tranquilidad en ese sentido. Ingresaron capitales financieros; pero, en carácter de inversión directa extranjera, entró en 2016-17 más o menos lo mismo que en 2012-2015, época del “cepo” cambiario. Sin “lluvia de inversiones”, no hubo crecimiento, apenas “rebote” en 2017, luego de caer en 2016. Y fue seguido de recesión en 2018, cuando los capitales financieros privados se empezaron a ir, comprando los dólares suministrados por el Banco Central, los que tenía en sus reservas, más los que recibió del FMI.
Un plan no tendrá éxito si se basa en un diagnóstico que no identifica los reales problemas de la economía, y en creencias erróneas sobre cómo funciona. Pero el adecuado diseño del plan, desde el punto de vista puramente económico, es sólo parte del problema. Deben tenerse en cuenta también el impacto social y las restricciones políticas. Jorge Remes Lenicov (que de esto sabe) dice que los planes que han tenido éxito han sido los de “shock”, cuando los cambios se realizan en poco tiempo, de modo que, cuando reaccionan los que se oponen, ya las medidas están implementándose. Cuando se toman medidas económicas, los que primero se visibilizan son los que se sienten perjudicados. Si el plan se discute públicamente y se implementa gradualmente, se corre el riesgo de que quienes se oponen logren frenarlo, o por lo menos modificarlo de modo que quede, al menos parcialmente, desvirtuado. Que, en lugar de ser un conjunto coherente, pase a ser “ni chicha ni limonada”.
Pero no veo espacio político para un plan de shock; entre otras cosas, porque ese tipo de planes se han implementado en situaciones percibidas por la población como desesperantes (junio de 1985; marzo de 1991; enero de 2002). Ahora, si bien estamos mal, no existe la sensación de que estemos en situación terminal. Luego de la “cuarentena dura” del otoño e invierno de 2020, se redujo el déficit fiscal; el nivel de actividad económica ya supera, en varios sectores, el nivel previo a ella; y la cuenta corriente del balance de pagos, fuertemente deficitaria en 2017-18, pasó a tener superávit en 2020, que se duplicaría en 2021. Lo más probable es que se plantee seguir dando pequeños pasos, que no hagan demasiado ruido.
La presentación del plan no eliminará las dudas sobre la sostenibilidad económica (sobre todo después del “gradualismo” de Macri) y la sostenibilidad política: en qué medida quienes se oponen al “ajuste” podrán trabar el plan o diluirlo, ya sea antes de que se apruebe, o durante su implementación. Para que el plan sea coherente y cuente con apoyo político, será necesario plantear la sostenibilidad como objetivo y dar las discusiones que hagan falta.
Pero hay que tener en cuenta que, al menos hasta que se vean frutos dulces (suponiendo que eso ocurra), la implementación estará sometida a un bombardeo constante de parte de quienes no estén de acuerdo con las políticas, ya sea por intereses o por ideología. Hará falta mucha convicción y acompañamiento político. El Plan Austral bajó la inflación de casi 30% mensual en el segundo trimestre de 1985, a 2-3% entre agosto de 1985 y febrero de 1986, lo que ayudó a reactivar la economía; pero las autoridades económicas carecieron de la fuerza necesaria para mantener la estabilidad. Las políticas implementadas a la salida de la Convertibilidad lograron un fuerte crecimiento económico; pero terminaron siendo abandonadas por una visión que privilegió los beneficios de corto plazo del déficit fiscal y del dólar barato.
Argentina ha tenido en las últimas décadas un crecimiento del ingreso por habitante menor, y una inflación mayor, que la gran mayoría de los países. No por guerras, ni por sequías, ni otro tipo de calamidades externas, sino por las políticas económicas implementadas. El futuro plan económico, más allá de que su urgencia parta de la necesidad de acordar una reestructuración razonable de la deuda con el FMI, puede ser una buena ocasión para fijar un rumbo posible y deseable, y mantenerlo hasta que dé frutos.
FE