Media docena de empanadas y un sifón de soda sobre el mantel a cuadrillé. Alrededor de esa mesa, ubicada en el patio interno de una casa vieja, seis personas iluminadas por el resplandor amarillo de un farolito. Corte. Un auto con bolsos y una sombrilla a rayas blancas y azules atados sobre el techo, en presumible rumbo a la Costa Atlántica. Los niños atrás, el padre al volante. Corte. Una pareja joven que toma mates en un living de muebles heredados y se sorprende con un mensaje que llega al celular: salió un trabajo. Y que se abraza, como quien festeja un gol muy esperado.
Esa es “la vida que queremos”, según el eslogan que usó el Frente de Todos en la campaña de las elecciones primarias, en septiembre pasado. Escenas sencillas, sin pretensiones. Lugares comunes de lo que el imaginario argentino representa como una vida típica de clase media y que sin embargo, son también una promesa dorada, una desiderata.
La Argentina no crece sostenidamente hace diez años. Pandemia mediante, el PBI cayó alrededor de 16% entre 2011 y 2021. Según los últimos registros del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, que permite ver la serie completa, entre 2011 y 2021 la tasa de pobreza pasó del 25,9% al 43,8%; subió casi 18 puntos porcentuales. El deterioro se aceleró a partir de 2017, con el sprint final de la crisis sanitaria, y los sectores medios fueron los protagonistas de la caída. Tras hacer equilibrio sobre la línea de pobreza se desplomaron sobre ella y con ese movimiento contribuyeron a un achatamiento de la pirámide social, cada vez más robusta en la base.
Sobre el cierre de 2021, con una inflación en niveles récord, palancas de contención provisorias y un acuerdo pendiente con el FMI para refinanciar el préstamo más grande otorgado jamás por ese organismo, 2022 no se vislumbra como un año fácil de sortear. Es una sensación recurrente. Los argentinos y argentinas vivimos amenazados por un horizonte siempre de colapso. Una tormenta negra difícil de descifrar: no sabemos si despeja o hace tronar el cielo. Un signo de alerta constante que obliga a la cautela y, de algún modo, disciplina. Después de ver a tantos hundirse, solo aspiramos a que esa ola que vemos acercarse a la costa pase y nos deje sacar la cabeza más o menos en el mismo lugar que antes, aunque sea revolcados y con la malla llena de piedritas.
—Yo tengo un papá bastante mayor, tiene 80 años. Se crió en una familia rural bastante pobre, hizo solo la escuela primaria y la colimba y trabajó toda su vida en una fábrica de Lobos. Con ese trabajo se compró una casa, se divorció de la mamá de mis hermanos más grandes, se puso en pareja con mi mamá y se hizo otra casa. Tenía un auto, íbamos de vacaciones. Cada vez que hablo con él pienso que es literalmente otro mundo, ciencia ficción —dice Luz, que tiene 30 años, es licenciada en Ciencias de la Comunicación y, entre las relaciones públicas y el periodismo, hace una década vive de sus propios ingresos en Capital Federal
La socióloga Mariana Luzzi, investigadora docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) e investigadora adjunta del Conicet, puede dar algunas coordenadas de ese otro mundo. Si algo caracterizó a la estructura social argentina hasta los años 70 —el quiebre de tendencia suele situarse en el “rodrigazo”, en 1975— fueron las trayectorias de movilidad social intergeneracionales. El hecho de que los hijos tuvieran mejores posiciones socioeconómicas que los padres en términos de inserción laboral, con ocupaciones más prestigiosas y mejor remuneradas y también con niveles educativos más altos. Eso tenía que ver con las dinámicas del mercado de trabajo, que durante mucho tiempo funcionó con una tendencia al pleno empleo y muy buenas condiciones para los trabajadores, pero también con inversión pública en determinados bienes claves para el bienestar de la población: salud, educación y políticas de vivienda. El deterioro de los servicios públicos hizo que muchas familias solventes se privatizaran: que debieran destinar —gran— parte de sus ingresos a necesidades antes —bien— resueltas por el Estado.
En los 90 la ruptura de ese orden ya es evidente y las investigaciones empiezan a recoger el fenómeno de los “nuevos pobres”: sectores medios que ingresaban a ese otro mundo con el que, se suponía, no tenían nada que ver. Es la “señora Beba” de la película Cama adentro, escrita y dirigida por Jorge Gaggero, que inventa razones frente al portero que le acerca la factura de electricidad vencida y empeña los aros para pagarle los salarios adeudados a la empleada que vivió bajo su techo durante 30 años.
“No es que se reemplazó definitivamente la movilidad ascendente por otra descendente”, opina Luzzi, “sino que hay fenómenos de movilidad social ascendente pero de corto alcance y ya no entre generaciones”. Mejoras de las condiciones de vida como chispazos que iluminan una etapa de la vida. “Desaparece esa expectativa de un progreso social que se estabiliza como un logro alcanzado y aparece la posibilidad de trayectorias más inestables, donde esos logros podrían ser revertidos”, dice Luzzi. La fragilidad, la amenaza de la ola.
Aún así, pasan los años y “la etiqueta de clase media sigue siendo aquella con la que nos identificamos todos”, asegura Mariana Heredia, directora de la Maestría en Sociología Económica de la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Idaes-Unsam). Un estudio del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA ratifica esa resistencia del ideal colectivo: el 85% de los argentinos se siente parte de la clase media.
El deterioro de los servicios públicos hizo que muchas familias solventes se privatizaran: que debieran destinar —gran— parte de sus ingresos a necesidades antes —bien— resueltas por el Estado
Heredia señala que es algo que “cuesta entender, porque esa identificación no se corresponde con las condiciones de vida que presupone”. La vida que presupone: cierta estabilidad y formalidad en el empleo, cierta posibilidad de acceso a la vivienda propia, la capacidad de ahorrar y, entonces, de tomarse vacaciones regularmente; el apego a la escuela pública y a la confianza en que si los padres trabajan y los hijos estudian van a poder progresar en la vida.
Estos principios, que se asociaban a las clases medias en la segunda posguerra y estaban distribuidos de manera bastante generalizada, están hoy —según Heredia— reducidos al 30% superior de la pirámide social. “La vida de clase media hoy está disponible para una minoría”, apunta.
La casa propia es una de las aspiraciones que vertebran ese imaginario, cada vez más divorciada de la realidad. En 1947, fecha de los primeros datos de vivienda disponibles, el 82% de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, que rebosaba de inmigrantes, eran inquilinos y apenas el 18% propietarios. Eso cambió aceleradamente en las décadas siguientes, donde los planes de viviendas y de créditos públicos y privados dieron vuelta la proporción. A principios de los 90 en la ciudad había solo 20% de inquilinos y 12% en el total del país. A partir de entonces la situación se estancó y con la crisis del 2001 se revirtió la tendencia: comenzó un proceso de inquilinización que perdura hasta hoy. Actualmente, se estima que entre un 35% y un 40% de la población de la ciudad de Buenos Aires alquila.
—Cuando empecé a trabajar me imaginaba que a los 30 iba a tener una economía mucho más resuelta, con posibilidad de ahorrar y usar ese dinero para lo que quisiera: una casa, un auto o viajar —sigue Luz. —Pensaba que llegaba a fin de mes justa porque recién estaba empezando, porque no tenía experiencia ni seniority en el mercado laboral. Después me di cuenta que incluso teniendo eso, la realidad era la misma o muy parecida. Ahora tengo más herramientas y contactos, me siento más resguardada desde el punto de vista de “tener trabajo”, pero económicamente mi situación no cambió.
Según una encuesta de UADE y la consultora Voices!, el 71% de los que tienen entre 16 y 24 años creen que en la próxima década habrá un aumento de la pobreza. Y el 70% de los que tienen entre 16 y 24 preferiría vivir en el extranjero
“La idea de la movilidad social en general es una idea que en la Argentina no opera más. En todo caso, hay movilidad social descendente”, considera el ensayista y editor Alejandro Katz, para quien las crisis arrojan sectores medios a la pobreza, pero los momentos de bonanza no producen el fenómeno inverso. “Creo que la aspiración en la Argentina hoy es otra: la de aquellos que tienen patrimonio, preservarlo —normalmente sacándolo del país de un modo brusco, haciendo exit— y la de quienes no tienen patrimonio, hacer lo posible para no ser pobres. Esa es la disyuntiva; la sociedad argentina ha ofrecido opciones muy mezquinas a la ciudadanía”, apunta.
No es un fenómeno exclusivamente argentino; el neoliberalismo socavó a los sectores medios en todo el mundo occidental, pero en la Argentina adquirió una coloratura exacerbada. “Si en todos lados la cosa se volvió más líquida, en la Argentina directamente es un gas”, resume el politólogo Pablo Touzon, director de la consultora Escenarios. Opina que la política argentina buscó, en aquellos momentos en que tuvo margen (y piensa en los 90 y los primeros años del kirchnerismo) enduir el agujero de las promesas caídas con otras ideas: permutar movilidad social ascendente en el sentido clásico del siglo XX por consumo de masas. “El dólar barato es una operación en ese sentido —dice—, un subsidio encubierto a la clase media. Yo no te puedo ofrecer ya la movilidad social de m' hijo el dotor, no te puedo ofrecer crédito; no te podés comprar una casa porque es en cash y en dólares, pero te podés comprar en 58 cuotas un celular o un aire acondicionado”.
Katz tiene sus dudas de que el bienestar que ofrece el consumo inmediato alcance para compensar la angustia provocada por la certeza de que no va a haber movilidad social ascendente y la alta probabilidad que haya caída social. “Yo creo que cuando hay ocasión, muchas veces estimulada por las políticas públicas, de consumir en el presente se lo hace no como mecanismo de compensación, sino como como alternativa exclusiva”, reflexiona.
Un estudio del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA ratifica esa resistencia del ideal colectivo: el 85% de los argentinos se siente parte de la clase media
—Mi viejo me dice “ahora los chicos se gastan la plata en irse de vacaciones, en cambiar el celular” y yo le trato de hacer entender que en realidad la causa de que no podamos comprar una casa no es que cambiemos el celular o que nos vayamos de vacaciones, sino que es la consecuencia. Porque si a lo largo del año tenés un margen de $100.000, $150.000 no te alcanza para una casa, pero sí para comprarte una comprarte una compu nueva para laburar o para irte de vacaciones.
Para Katz la movilidad social tiene que ver con distribuir la riqueza, no con distribuir el consumo. “La mejora del ingreso está muy bien, pero si uno puede convertirlo en patrimonio porque el consumo es, por definición, fútil: se agota rápidamente. Hay gente que trabajó y ganó bien durante años pero no pudo ahorrar, sacar un crédito para su vivienda o comprar un terreno, pero en cambio se compró un televisor que en 2005 era una maravilla y hoy es un trasto obsoleto y no tienen ningún patrimonio en el que respaldarse”, dice.
Esta cultura de la satisfacción inmediata tiene, además, implicancias políticas y de proyección a futuro. Para Touzon genera que cada sector social de la Argentina, sea trabajador o empresario, “quiera la suya ya”. “Nadie suelta nada porque no hay una estabilidad mínima que posibilite un pacto social y la negociación sectorial se vuelve salvaje”, señala. “Sin futuro lo que hay es puro presente y, ante la duda, no renuncio a nada”.
Y aun si no alcanza para compensar la frustración, aun si complica la negociación política, en los últimos años esta dinámica no cumplió ni siquiera con su objetivo principal. Ya no nos alcanza para consumir lo que queremos hoy. Según una encuesta nacional realizada entre marzo y junio de 2021 de manera conjunta por Cepal y la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Idaes-Unsam), el 70% de los hogares tomó deuda para pagar gastos cotidianos como alimentos y medicamentos.
De acuerdo con datos del Indec, los salarios reales cayeron 20,6% entre diciembre de 2017 y septiembre de 2021. Pero ese deterioro puede rastrearse mucho más atrás. Eduardo Donza, investigador del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, relata que hasta los 90 era habitual que una sola persona empleada pudiera sostener la economía de una familia, aún con un puesto típico de administrativo en el Estado. Hasta entonces ser trabajador y ser pobre era un oxímoron, dos términos opuestos que en la Argentina actual conviven con naturalidad.
¿Hay algo que quede en pie? Sí. Los sectores medios se aferran a la educación como a un leño en la tormenta, aún cuando el nivel de formación implique cada vez menos un diferencial en el salario. Para Donza, ese esfuerzo al borde del desangramiento para pagar el colegio privado de los chicos es evidencia de que el sueño de la movilidad social ascendente no ha muerto. Según verificó Mariana Heredia en una serie de entrevistas recientes, hay familias que destinaron el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) —tres rondas de $10.000 otorgadas al inicio de la pandemia a casi 9 millones de personas de los sectores más vulnerables— a pagar cuotas de educación privada.
Quienes nacieron en los albores del nuevo siglo no conocen ese “otro mundo” del que habla Luz. Un focus group que hizo la consultora Escenarios con jóvenes de entre 18 y 23 años expuso que la pobreza y la exclusión están naturalizadas para ellos; constituyen el contexto ineludible, la escenografía sobre la que se recortan sus vidas. Hay, en las nuevas generaciones un interés por las causas más simbólicas que materiales: el género, el ambientalismo, el veganismo. Algo que a la política le sirve. “Ante la incapacidad de una resolución de tipo socioeconómica, suben los valores como tema, que en general no cuestan nada”, dice Touzon, y aclara: “Sin caer en cinismo ni decir que los derechos de tercera generación aparecen solamente por este motivo”.
Cuando la juventud se enfoca en lo material, aparece la idea de irse del país. El exit del que hablaba Katz, en el que se desvinculan las trayectorias personales del destino común. En el que cada uno se salva solo. Según una encuesta realizada por la UADE y la consultora Voices! entre más de 1.300 personas el 71% de los que tienen entre 16 y 24 años, y el 77% de los que tienen entre 25 y 34 creen que en la próxima década habrá un aumento de la pobreza y el 70% de los que tienen entre 16 y 24 preferiría vivir en el extranjero.
“Yo creo que estamos en un nuevo escalón descendente”, dice Katz, para quien todo grupo humano se adapta a las condiciones en las que le toca vivir, es el instinto de supervivencia, y los argentinos nos hemos acostumbrado al deterioro. “En la Argentina seguramente cada uno esté intentando ver cómo mejora su propia situación, pero colectivamente no tenemos ninguna preocupación por la reversión de una situación adversa. Hemos aceptado que el destino nuestro es un destino que 50 años era inimaginable”, dice, y separa en sílabas: in-i-ma-gi-na-ble.
Según una encuesta nacional realizada entre marzo y junio de 2021 de manera conjunta por Cepal y el Idaes-Unsam, el 70% de los hogares tomó deuda para pagar gastos cotidianos como alimentos y medicamentos
No somos un país nórdico, está claro. Y ese es, literalmente, el argumento que algunas personas usan cuando quieren obturar debates que interpretan desconectados de la realidad. Lo dijo, por ejemplo, el presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA) y de la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios (Copal), Daniel Funes de Rioja, para oponerse a la ley de etiquetado frontal, que le resulta —además de contraproducente para su sector— poco prioritaria.
Pareciera que los argentinos y argentinas no podemos distraernos ni construir fantasías de futuro que incluyan sustentabilidad, cambio tecnológico, innovación social. Antes que cualquier cosa tenemos que garantizar que la gente coma, tenemos que sacar a la mitad de la población de la pobreza, tenemos que pagar la deuda más millonaria de todas, bajar la inflación, fortalecer las reservas del Banco Central. Si las habilidades futbolísticas nos habilitan a soñar con fiestas mundiales de papelitos celestes y blancos, nuestra macroeconomía nos da mucho menos margen para la ilusión. Hay que moderar las expectativas, desempolvar ideales del siglo pasado y aspirar a unas modestas empanadas sobre un mantel a cuadrillé.
—Hoy mis expectativas, en su versión reformulada, son básicamente estar tranquila con mi laburo —dice Luz. —Es cuidar la casa que me van a dejar mis papás en Lobos, no hacer quilombo con eso, y en algunos años convertirlo en una casa para mí. No ya generar o acumular algo propio sino conservar lo que ya está.
DTC