Cuando el 19 de marzo de 2020 el presidente Alberto Fernández anunció en cadena nacional el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) en la Argentina, E. B. estaba con su marido y sus tres hijas en su casa en la ciudad bonaerense de San Justo, sus empleadores estaban en Brasil con sus dos hijos. La vivienda en la que E.B cumplía su jornada laboral de lunes a viernes por 22 mil pesos al mes estaba vacía.
Según cifras de la Unión de Personal Auxiliar de Casas Particulares (UPACP), en el país hay dos millones de personas que trabajan en tareas domésticas y es la actividad que más empleo privado genera. Pero sólo un 30 por ciento, unas 650 mil, están registradas –en femenino porque el 98 por ciento de ellas son mujeres-. E.B. tenía ese derecho, casi un privilegio: la habían registrado apenas empezó a trabajar. A los 48 años era el tercer trabajo formal de los diez que había tenido desde que a los 35 empezó a trabajar. Así que cuando escuchó el anuncio se tranquilizó al pensar que hasta que terminara el ASPO y sus empleadores regresaran de Brasil, podía quedarse en su casa y cuidar de su hija con discapacidad, que perdería también sus espacios de contención.
“Pero no: lo que vino después fue una pesadilla”, dice ahora, desempleada desde hace cuatro meses. Su registro en la AFIP era en la cuarta categoría –la de tareas de cuidado, considerada esencial- sino en la quinta –la de tareas de la casa, no esencial-: entre una y otra hay sólo un 10 por ciento de diferencia, que son dos mil pesos. “Desde Brasil, me cambiaron la categoría y me ‘trucharon’ el permiso: me pusieron en tareas de cuidado pero me mandaron a limpiar los departamentos que tienen para renta: en Nuñez, Palermo, Barrio Norte, el centro”, cuenta. A mitad de año, cuando ya no quedaban turistas en la Ciudad y los departamentos de alquiler estaban vacíos, le dijeron que no le podían pagar. Le ofrecieron llegar a un arreglo por mucho menos que la doble indemnización que había establecido el Gobierno. Ella no lo aceptó. La mandaron entonces a limpiar a la casa del padre del empleador: “No te podemos pagar si no justificás tu sueldo”. E.B. empezó a ir a esa casa también.
“Es muy difícil, inclusive cuando estás registrada, que te den los derechos que te corresponden. Ellos me pagaban bien hasta que vino la pandemia. Pero cuando vieron que iba a ser largo, enseguida se dio vuelta todo. Y cedés, porque tenés miedo de que te echen”, lamenta. Trabajó hasta que no pudo: en octubre se lesionó el hombro limpiando en la casa del padre de su empleador y la ART le pidió un papel firmado por su empleadora. La mujer no lo firmó y E.B. se quedó sin atención. Ahí dijo basta y buscó asesoramiento. El último mes que trabajó no se lo pagaron. Ahora, E.B. cuenta los días para que termine la feria judicial y pueda cobrar lo que le corresponde. Ya sabe que una parte va a ir a pagar la deuda que está acumulando.
En los primeros meses desde que comenzó el ASPO, el sindicato recibía entre 600 y 800 consultas diarias y no alcanzaba con los 40 abogados para asesorar a las afiliadas y, sobre todo, a las no afiliadas. En mayo, con todos esos datos, hicieron un informe con las principales denuncias: entre las trabajadoras no registradas, la mayoría de los llamados era por la suspensión de pago inmediata o por la obligación de ir para cobrar; entre las registradas, la principal fue la del cambio de categoría de tareas domésticas a cuidado de personas, para saltear la excepción y seguir teniendo a la empleada.
“La cifra exacta de cuántos cambios de categoría hubo no la tenemos porque nos la tendría que dar la AFIP y no nos la dieron. A juzgar por los llamados que recibimos, uf, miles y miles. Hay que dejar en claro que eso no es una avivada ni una formalidad. Es una falta grave”, explica Juana del Carmen Britez, vicepresidenta de la Federación Internacional de Trabajadoras del Hogar (FITH) y Representante de la Unión Personal Auxiliar de Casas Particulares (UPACP) de la Argentina. Otra de las “vivezas” que apareció en las denuncias más comunes, en especial en los primeros meses, fue la de empleadores que descontaron o quisieron descontar del sueldo de sus empleadas el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), que fue accesible a las empleadas domésticas -también las registradas- cuyo salario fuera el único de la casa. “Muchos empleadores quisieron tomar el subsidio a esas mujeres -que casi la mitad son sostén de hogar- como un subsidio a ellos. Y también hubo muchos que quisieron trasladar los descuentos que les hacían a ellos en sus trabajos. O la reducción general del 25 por ciento que se habilitó en un momento a las empresas”.
Mónica Monzón está por cumplir 52 años y desde los 19 es “doméstica”. Como su mamá, inmigrante paraguaya, y como todas las mujeres de la familia de su mamá que viven en la Argentina. “Llamame cuando quieras porque hoy empecé las vacaciones. ¿Sabés cuándo me enteré? Ayer cuando estaba trabajando me dijo: ‘Nosotros nos vamos 15 días al campo mañana’”, es lo primero que responde, todavía con bronca porque si bien algunas cosas cambiaron desde que en 2013 se sancionó la Ley 26844 que regula el trabajo del personal de casas particulares, hay otras que son “culturales”: “Cuando empecé, con cama adentro, si me tomaba vacaciones me lo descontaban y no tenía aportes. Pero además sufrí malos tratos: desde que me manden a la peluquería obligada para ir a buscar a los hijos a la escuela hasta no abrirme la puerta un domingo a la noche porque llegué media hora tarde a lo pautado y quedarme en la calle”.
Ahora hace cuatro años trabaja registrada en una casa de Recoleta, de lunes a viernes de 13 a 19, con una pareja joven con tres hijos. También la contrataron para la categoría de limpieza pero su tarea principal es cuidar a los chicos y por eso se queda hasta las 19, cuando vuelven sus empleadores del trabajo. Hasta septiembre no tuvo problemas y le pagaron el salario a tiempo y completo. En octubre empezaron a retrasarse, la empleadora le dijo que no le iba a poder pagar, que hicieran un arreglo, que ella la mantenía cuando todas sus amigas y cuñadas habían despedido a sus empleadas. No arregló. Volvió a trabajar apenas se habilitó, pero como no le pagaban un taxi o remís y el transporte público no estaba habilitado, tuvo que cambiar media hora de tren por 1.20 de colectivo para evitar los controles. “Cambió la actitud de ellos hacia mí: es como si mi empleadora estuviera enojada conmigo porque ella tuvo que seguir trabajando, o porque a ella le bajaron el sueldo en la empresa o porque tuvo que quedarse en la casa ella”.
Karina Quiroga tiene 50 años y no tuvo la suerte de que su empleadora la registrara enseguida: se lo pidió ella un años después de empezar a trabajar para poder acceder al beneficio de la tarjeta SUBE en el precio del pasaje desde Moreno hasta Munro. Los últimos dos años estuvo registrada, pero aun así cobraba muy poco. “Yo trabajaba cuatro días a la semana, salía de mi casa a las 10 y volvía a las 19 y cobraba 10 mil pesos, que es muy poco pero es lo que ella me decía que correspondía según su contadora. Mi trabajo era cuidar a su hijo, un nene con autismo y dejé de ir porque ella no quería que fuera”. En septiembre, la empleadora le dijo que no le iba a poder pagar más y que podían arreglar a cambio de la renuncia. “Firmé todo por 60 mil pesos. Ahora sé que tendría que haber sido mucho más”.
L.C., M.D. y O.G. no estaban registradas antes de la pandemia. Sólo una de ellas siguió cobrando en dos de las cinco casas en las que trabajaba por horas. Las otras dos, una pudo acceder al IFE y la otra no porque su marido tiene empleo en blanco. Ninguna quiere dar su testimonio. Les da miedo que ahora que todo va a volver a la “normalidad”, no las vuelvan a llamar para trabajar.