El debate sobre desigualdad ha renacido en los últimos años. El economista Simon Kuznets confiaba en una tendencia igualadora de los ingresos a medida que el desarrollo se hacía extensivo a todos los participantes de la economía. Pero si bien entre 1930 y 1980 la desigualdad se redujo en la mayoría de sus dimensiones, esto ocurrió primariamente debido a la caída de los ingresos de los más ricos durante las guerras mundiales y la gran depresión, y por las activas políticas fiscales y regulatorias. Tras estos desarrollos, la desigualdad siguió su curso ascendente, tal como lo han mostrado diversos autores, entre ellos el famoso economista francés Thomas Piketty.
¿Cuáles son los determinantes de la desigualdad? Los favorecedores del capitalismo liberal “meritocrático” suelen atribuirla a las diferencias individuales relacionadas con la personalidad, la capacidad y el esfuerzo. Esta explicación es atractiva pero tiene un problema empírico fundamental: mientras que estas cualidades se distribuyen entre la población de manera aproximadamente normal (en forma de campana) y simétrica, la distribución de la riqueza es muy asimétrica, con un puñado acumulando mucho, y una mayoría con muy poco. Si se ganara de acuerdo al mérito y todos lo tenemos en parte, ¿por qué la riqueza no se distribuye más equitativamente?
Quizás existen fuerzas desigualadoras que no estamos considerando. Una postura extrema propone que es el Estado, con su presión impositiva, el que contribuye a profundizar la brecha de riqueza. Pero la evidencia indica que en la mayoría de los países la desigualdad se modera cuando se consideran los ingresos después de la intervención del sector público. Lejos de empeorar la distribución, la acción del Estado la contiene.
Consideremos otra posibilidad. Aún cuando las competencias individuales sean idénticas, la desigualdad puede surgir de forma espontánea porque el rendimiento del trabajo es menor al rendimiento del ahorro (o del capital). Para ilustrar la idea, consideremos dos historias de vida en un país desarrollado. Andrea gana 3.000 dólares al mes, pero se arregla gastando sólo 2.000, de modo que ahorra 1.000 dólares por período. Puede guardar este dinero bajo el colchón, comprar acciones seguras, o bien arriesgar una parte invirtiendo en una tecnológica de Silicon Valley, o tal vez apostando al Bitcoin. Bernardo, en cambio, tiene un salario de 500 dólares y no solo no ahorra, sino que apenas alcanza a llegar a fin de mes cuando lo ayudan el Estado o sus amigos.
En estas condiciones, es fácil advertir que las vidas económicas de Andrea y Bernardo se habrán bifurcado en poco tiempo. La razón principal es que los ahorros de Andrea siguen un proceso multiplicativo: su capital se va multiplicando porque, además de que cada mes le agrega nuevos dólares, sus retornos se acumulan a la riqueza del período anterior, por la vía del interés compuesto. Aún siendo una mala administradora de sus finanzas, tras varios años no sería nada raro que Andrea haya amasado una pequeña fortuna.
En cambio, la fuerza de trabajo de Bernardo siguen un proceso aditivo. Aunque se esfuerce y agregue horas de labor a las que ya tiene, esto apenas le permitirá sumar ingresos, pero no multiplicarlos. El trabajo no está sujeto a rendimientos compuestos como los ahorros, y esto limita sus posibilidades a futuro. Tras pocos años de remarla mes a mes, lo más probable es que las deudas persigan a Bernardo y que deba rescatarlo el Estado… sólo para comenzar un nuevo ciclo. Como la multiplicación crece más rápido que la suma, Bernardo quedará rezagado en la distribución de la riqueza. La única chance que tiene para cambiar su suerte es experimentar un cambio suficientemente positivo en su riqueza que le permita acceder a la lógica multiplicativa. Pero esta probabilidad es baja y lo normal es que con el paso del tiempo la diferencia entre la riqueza de Andrea y Bernardo se amplíe indefinidamente.
Esta explicación permite entender por qué aquellos que viven los apremios continuos que atormentan a Bernardo suelen apostar a juegos de azar con “esperanza negativa”, es decir, con premios menores a las chances de ganar (por ejemplo, en la quiniela uno tiene una posibilidad en 100 de ganar, pero le pagan 70 si elige el número ganador). Para el análisis tradicional, los Bernardos que apuestan en estas condiciones son exageradamente “propensos al riesgo”. Pero hay una justificación más convincente: ellos buscan simplemente una chance para salir de la mala y adherirse a los beneficios de contar con un capital mínimo porque intuyen, correctamente, que “la plata hace la plata”.
Para dar una idea de cómo la diferencia entre lo multiplicativo y lo aditivo afecta la distribución del ingreso, supongamos que 100 personas parten de una situación de equidad total. En cada período cada una de las familias obtiene un rendimiento multiplicativo al azar de sus inversiones del 5% (con un riesgo de más/menos 5%). Se incluye además un mínimo ahorro que representa el esfuerzo personal, y que reporta ganancias aditivas. Cuando este ahorro es pequeño, este proceso genera una tendencia “natural” a la desigualdad debido a que quienes han tenido la suerte de lograr un piso de riqueza suficiente pueden aprovechar al máximo la multiplicación de sus ahorros. Para dar una idea de los resultados, tras una simulación de 10.000 períodos, apenas 7 personas de esta sociedad se quedan con la mitad de la riqueza. Además, 52 de los 100 individuos terminan con una riqueza que no alcanza siquiera el 1% de la que tenían al principio, y entre todos ellos acumulan apenas el 11% de la riqueza total.
Varios gobiernos alcanzan a notar los resultados de estas tendencias, y aún cuando no identifiquen claramente su origen, intentan suavizarlas mediante políticas redistributivas. La razón no es que reprueben la meritocracia, sino que advierten que por más esfuerzo que pongan los trabajadores con ingresos aditivos, apenas unos pocos tienen la fortuna de que su mérito se materialice en ahorros suficientes que les permitan acceder al mundo multiplicativo del capital.
Es importante aclarar que la diferencia de rendimiento entre capital y trabajo no necesariamente refleja la explotación del segundo por parte del primero. El factor multiplicativo del capital puede ser el resultado de que los ahorros financien nuevos descubrimientos y permitan desarrollar tecnologías con elevada productividad. El capital podría ser “naturalmente” más productivo que el trabajo, pero como no todos acceden a él, la torta no se distribuye de acuerdo al esfuerzo de cada uno. Si la inequidad es el precio del progreso, son los Estados los que deben lograr el truco de aprovechar el capital y, al mismo tiempo, compensar sus efectos con impuestos progresivos.