“Si un país cuestiona el pago de su deuda, inmediatamente se sume en el caos”, señala una narrativa tan transitada como falaz. En distintos momentos de la historia se aplicaron alternativas que funcionaron bien, y también propuestas novedosas que deberían considerarse. Lo cierto es que pagar es especialmente difícil cuando se trata de la etapa final de un ciclo de sobreendeudamiento. Sucedió en Argentina en la dictadura de 1976-1983, durante el menemismo, en el estallido de 2001 y también en el macrismo, entre 2016 y 2019. Estos ciclos caracterizan a los gobiernos neoliberales, que desregulan los movimientos de capitales, privilegian al sector financiero por sobre la economía real y endeudan al país más allá de su capacidad de pago con un propósito especulativo, sin aplicar los fondos a fines útiles.
En estos procesos, la supervisión y los programas de los organismos financieros multilaterales alientan todas estas dinámicas. Su asesoramiento y condicionalidades promueven configuraciones macroeconómicas inestables -las del neoliberalismo-, y proveen fondos para salvar a los capitales, aun si sus análisis de sustentabilidad de la deuda han alertado sobre la probabilidad de default. Finalmente los acreedores -corresponsables del sobreendeudamiento- usualmente son rescatados, mientras que todo el peso de pagar recae en la población del país endeudado.
¿Qué pasa si no se paga? La experiencia internacional
La experiencia internacional muestra una doble vara para el repudio o el impago de las deudas soberanas. Si para los acreedores la estabilidad del deudor reviste un interés especial (geopolítico, estratégico, económico, etc.), las deudas pueden aligerarse e incluso anularse. Es un ejemplo de ello el concepto de condonación íntegra de la deuda surgido en Estados Unidos, adoptado en la Conferencia de Lausana de 1932 y aplicado en las economías europeas en la entreguerras, así como en el Acuerdo de Londres de 1953. Más reciente, vale mencionar el caso de la condonación del 80% de la deuda de Irak por iniciativa norteamericana en 2004, por considerarla una deuda odiosa, contraída por un régimen despótico que iba en contra de los intereses de su Estado y de su pueblo, e impedía el crecimiento del país, invadido por Estados Unidos en 2003.
En cambio, si los acreedores apuntan a despojar al deudor, o si su destino les tiene sin cuidado, exigirán las condiciones más duras y favorables a sus intereses. Tal fue el tratamiento otorgado a las deudas latinoamericanas contraídas en los años 1970 y en la década perdida de 1980, y securitizadas en los 1990 a través del Plan Brady, que tuvo como propósito salvar a los bancos acreedores. Todo ello a cambio de imponer las reformas neoliberales en beneficio del gran capital.
Esas deudas, que a lo largo de las décadas provocaron crisis recurrentes, volvieron a magnitudes manejables en los 2000 gracias a las políticas de los gobiernos progresistas; incluyeron quitas, reprogramaciones y la suspensión o finalización de los programas del FMI y de otros organismos multilaterales. Pero tras varios años de restauración neoliberal y la crisis de la pandemia, el sobreendeudamiento ha retornado y, con ello, las presiones para sacrificar el presente y el futuro. Porque “hay que pagar la deuda”.
¿Qué pasa si se paga? La experiencia argentina
El problema principal del sobreendeudamiento externo es que su servicio resta recursos al país y a las actividades productivas, y empeora la vida de la mayoría de sus habitantes. Cuando la deuda pública aumenta, el Estado gasta más en atenderla y reduce las demás erogaciones, como salud, educación, jubilaciones o infraestructura. Por cada $1 que el Estado corta de su gasto en una economía, la actividad baja entre $1,5 y $2, según un cálculo del FMI. La producción cae, así como el empleo y los ingresos de las personas, las ventas y las ganancias de las empresas. Por lo tanto, la base para cobrar impuestos también se reduce: la austeridad desliza a la economía en un tobogán sin fin.
El camino a las crisis argentinas de 2001 y 2019 constituyen ejemplos de esta situación: el pago de los intereses de la deuda pública, que llevaban el 20% y 17% del gasto, respectivamente, sumado a despidos y recortes de salarios, jubilaciones, obras públicas y subsidios, entre otros conceptos, significaron un ajuste que disparó ambas recesiones. Disminuyeron las recaudaciones del IVA, del impuesto a las ganancias y de las contribuciones a la seguridad social, aumentando el déficit fiscal. En ambos casos, además, los ingresos públicos estaban ya mermados por políticas fiscales regresivas como la privatización del régimen previsional en los 1990 o la reducción del impuesto a los bienes personales, durante el gobierno de Mauricio Macri.
En estos escenarios, como el Estado requiere divisas para atender la deuda externa, el sobreendeudamiento acentúa la vulnerabilidad del flanco más inestable de la economía argentina. La insolvencia externa significa que el país carece de la cantidad necesaria de moneda extranjera en reservas y crédito para cumplir sus pagos al exterior en las condiciones promedio del mercado -es decir, no a tasas astronómicas ni sujeto a programas de ajuste u otras condiciones extraordinarias-. Por ejemplo, ya en el 2000 los intereses de la deuda se llevaban un tercio de las divisas por exportación. Tras los canjes de 2005 y 2010, los pagos netos de intereses bajaron, y en 2015 rondaban un 5% de las exportaciones, medida bastante holgada. Pero en los años siguientes estos pagos comenzaron a crecer y el indicador se duplicó.
Los organismos multilaterales ayudan a sobreendeudar y fugar
El FMI, el BIRF (Banco Mundial), el BID y demás organismos financieros multilaterales propician el endeudamiento externo de los países miembros. Por un lado, necesitan colocar sus fondos porque, en el caso del BIRF, el BID, CAF y otros, prestar es su función principal, y para todos el cobro de intereses y cargos es su principal fuente de ingresos. Además, estos organismos con sede en Washington condicionan sus programas a la influencia política y económica de sus miembros más poderosos, que son sus accionistas mayoritarios y que resultan permeables a las presiones de los grandes bancos, fondos de inversión y empresas transnacionales, cuyos intereses conforman una trama compleja con las agencias gubernamentales.
El FMI no solo propició el crecimiento de la deuda externa argentina a través del apoyo directo a los programas económicos neoliberales, condicionando su aprobación a las reformas estructurales pro mercado, sino que proveyó montos enormes que fueron utilizados para la fuga de capitales, pese a que su Convenio Constitutivo lo prohíbe. De hecho, sus principales desembolsos realizados a la Argentina -6.300 millones de dólares en agosto de 2001; y un total de 44.500 millones de dólares entre junio de 2018 y julio de 2019- ingresaron a las reservas del BCRA y salieron rápidamente, antes del “corralito” de 2001 y de las devaluaciones de enero de 2002 y agosto de 2019, para salvar al capital.
Aunque el FMI realiza un análisis de sustentabilidad de la deuda pública, y desde 2017 advirtió que la deuda argentina corría serios riesgos de impago, en 2018 aprobó un stand by inusitadamente alto para que el entonces presidente Mauricio Macri ganara nuevamente las elecciones, como sostuvo Mauricio Claver Carone, alto funcionario del gobierno federal estadounidense y presidente del BID en 2020-2022.
Hay otras soluciones para la deuda
Reducir el sobreendeudamiento es imprescindible, pero el ajuste no es el camino. Las soluciones propuestas por los deudores son mejores que las de los acreedores, dice el economista Oscar Ugarteche. En este sentido, en Argentina, el arreglo Romero de 1893 y los canjes de 2005 y 2010 fueron mejores que los planes Baker y Brady, porque permitieron salir del default y crecer sin llevar a nuevas crisis de deuda. Otras propuestas, como la creación de un fondo multilateral para la recompra de deuda a precios bajos de mercado, para su rescate por aporte de los países emisores, podría ser un destino para una parte de los DEGs (Derechos Especiales de Giro) emitidos en 2021 en el FMI, en poder de países que no los necesitan.
Existen múltiples soluciones, pero la más importante es la decisión política de terminar con la carga de ese instrumento de dominación que significa la deuda externa.
Por último, también debe recordarse que, aun si un país reconoce la obligación de pago de sus deudas, cumplir con los derechos humanos también es una obligación contractual establecida por normas internacionales a las que Argentina ha adherido, que tienen validez incluso por encima de la Constitución Nacional. Por ese motivo deberían priorizarse, así como denunciar su incumplimiento. Aunque en la práctica esto no funciona así, naturalizar la prevalencia de la bolsa por encima de la vida solo lleva a repetir los ciclos de sobreendeudamiento y desposesión de los deudores.
La serie publicada por elDiarioAR está basada en el manual “Mitos Impuestos: una guía para disputar ideas sobre lo fiscal”, una iniciativa del Espacio de Trabajo Fiscal para la Equidad, con el apoyo de ACIJ y FES Argentina y la edición de Revista Anfibia. Los textos expresan exclusivamente la opinión de las personas autoras sin representar necesariamente las perspectivas de las personas y organizaciones que integran el Espacio.