El veloz veredicto del jurado de Mineápolis, Minnesota, que declaró que el policía blanco Derek Chauvin era culpable de todos los cargos que contra él había levantado la fiscalía en el caso del afroamericano George Floyd -muerto 11 meses atrás en la situación de ser detenido y reducido en la calle- fue aplaudido en EEUU y en todo el mundo por su severidad y celeridad sin atenuantes ni demoras para el castigo. Para el oficialismo y la oposición en Washington, y para todas las personas, grupos y corporaciones que latamente son identificadas como integrantes o simpatizantes del Establishment en sentido amplio, la reacción fue de esa extrema felicidad que genera el alivio. Cualquier otro veredicto, y aun cualquier matiz circunstanciado o atenuante expreso para algún agravante, cualquier retraso en expedirse de parte del jurado, habría sido repudiado con extrema violencia. El repudio se habría traducido en manifestaciones de protesta violentas y saqueos en todas las ciudades de EEUU, y aun habría hecho resonar ecos militantes y movilizados en metrópolis europeas.
En la ola de aprobación por el fin de la impunidad racista, el Ministerio de Justicia federal inició lo que equivale a una intervención en el estado de Minesota para investigar a la fuerzas policiales estaduales, y en el Senado la vicepresidenta Kamala Harris aprovechó para insistir en que debe avanzar el tratamiento de legislación que busca establecer un código de conducta en el accionar policial que inhiba todo sesgo o discrecionalidad racista y que es frenada por los republicanos que en el día del veredicto se habían llamado a respetuoso o prudente silencio. Por detrás de la celeridad de jueces y jurados, de la acción del Ejecutivo (que rezó porque este fuera el veredicto desde antes de que terminaran los alegatos) interviniendo a la policía del Estado, en una desacostumbrada intervención del Gobierno en los asuntos internos de un Estado, del impulso reformador de los demócratas en el Senado, y del acompañamiento militante de los medios, está el buen éxito de la organización de derechos civiles Black Lives Matter (BLM), de su capacidad para hacerse oír, argumentar, y salir a la calle.
La violencia policial racista cobraba sus víctimas de a una, pero BLM hizo que ninguna fuera singular o aislada. Es posible que la administración demócrata no se vea frustrada en el objetivo más urgente, el hacer bajar el número de víctimas afroamericanas letales o abusadas por agentes del orden oficiales. Especialmente, porque es dudoso que sea una prioridad o iniciativa propia: tampoco es indubitable que Donald Trump, de haber resultado reelecto, no buscara el camino más corto para el mismo objetivo y el mismo alivio: las protestas de BLM fueron las más destructivas y obstructivas en el camino hacia la reelección que no llegó.
Un jurado encontró culpable a un policía por una muerte en una acción en ejercicio de sus funciones: el agente mató un día laborable, cuando estaba trabajando de policía, no en un franco. La jerarquía lo denunció, acusó, le soltó la mano. Insistió en que no era un error profesional, una instancia de mal desempeño del cargo y la función, sino una falta moral, una culpa ética, reprochables en cualquier sociedad humana, pero inadmisibles para una democracia. De todos modos, el Ministerio de Justicia, después del fallo, ordenó una (por completo inhabitual) intervención federal en el Estado de Minnesota, para revisar los protocolos de la policía estadual y local. El hecho de que si encontrara mucho para modificar, entonces se morigeraría la culpa del agente Chauvin, porque sería menos perversidad individual de una enferma mente racista (como otras tantas almas aisladas), que práctica colectiva culturalmente aceptada por el subgrupo (a menos de que tengas la desgracia, hoy cada vez más frecuente, de que te filmen), parece no interesar mucho a la opinión pública.
En este ejemplo se ve el método demócrata en acción. Ante un problema, se envía un grupo de tareas, dispuesto a modificar el entorno normativo y social, a sabiendas de que de esto se derivará un gasto (oneroso) que están dispuestos a realizar.
En la última semana de abril, la administración de Joe Biden cumplió sus primeros 100 días en la Casa Blanca. Para The Washington Post, como para los medios pro-demócratas, toda comparación resultaba mezquina, salvo la de decir que habían llegado nuevos cielos y nueva tierra, y que un proceso, iniciado en la década de 1980 desde el arribo al poder del republicano Ronald Reagan, a la vez neo-conservador (en asuntos sociales) y neo-liberal (en materia económica), llegaba a su fin. También con el primer centenar de jornadas de Reagan habían celebrado los suyos el definitivo crepúsculo y la nueva aurora, aunque con luces y sombras definidas en sentido contrario. Reagan puso fin al gran y largo período iniciado con el New Deal de Franklin Delano Roosevelt en la década de 1930, después del crac de 1929 de la Bolsa de Nueva York con que dio comienzo la Gran Depresión.
Los años de FDR en el poder no incluyeron menos de cuatro reelecciones consecutivas (a diferencia de lo ocurrido con las postulaciones sucesivas de Evo Morales, nadie se lo reprochó). Representaron el primer gran éxito en la economía mundial de aquellos principios y aquellas prácticas que se han ganado identificación inmediata y sin más como ‘keynesianas’: para salir de una crisis económica, obras públicas y gasto de dineros públicos del Estado dirigista, que los conducirá hacia nichos y proyectos previamente determinados según un cálculo de su rentabilidad en términos sociales, que no por ello dejan de ser políticos y electorales. Los años de Reagan en la Casa Blanca, contemporáneos a los de su aliada británica Margaret Thatcher en el n°10 de Downing Street, marcaron el modelo contrario. Se retira el Estado opresivo, entra en escena el Estado liberador, menos impuestos a las empresas y los ricos, y en consecuencia menos gastos estatales.
A este ciclo reaganiano ha venido a poner nuevo fin Biden. Así lo ha dicho en Washington en su mensaje del miércoles en la primera reunión conjunta de su presidencia de las dos Cámaras en el Congreso de EEUU. Su mensaje -en términos latinoamericanos resignadamente descriptivos, y por ello en absoluto críticos- suena populista, o mejor, peronista. Es muy bueno que tengas trabajos, dice en resumen el presidente n°46 de la Unión, y es muy bueno que el Estado te lo dé, o que el Estado sea el que haga que lo consigas, porque con un demócrata como presidente, te lo van a dar. Y el polisilogismo es válido al revés, también. El Estado es muy bueno, porque es el que te da trabajo: lo que en inglés se llama Big Government, que después de FDR encarnó Lyndon B. Johnson, el sucesor de J.F. Kennedy que juró como presidente en el avión después del asesinato en Dallas, y que después fue reelecto en las urnas.
Coincidentemente, Reagan y Biden tuvieron como predecesores a presidentes del partido tradicionalmente opositor dentro del bipartidismo, pero de una especie rara en EEUU, aquellos que duran un solo mandato. El republicano Trump para Biden, y el demócrata Jimmy Carter para Reagan. De Carter ha escrito el historiador argentino Tulio Halperin Donghi que fue el primer presidente norteamericano gracias al cual murieron menos, y no más, latinoamericanos. Vivió en su único período la crisis de aumento del petróleo decratado por la OPEP después de la guerra árabe-israelí de 1973.
Hay que decir que Reagan compensó en muertes latinoamericanas. La mayoría de ellas, en su mandato, en las guerras civiles de las naciones de América Central, en las que financió contras todo tipo de militares y paramilitares derechistas y ultraderechistas. También se asoció Reagan, en su cruzada anticomunista hemisférica, con las dictaduras militares de Brasil e Hispanoamérica.
Biden enfrenta la pesada herencia de Reagan además de la de Trump. Busca solucionarla con los mismos, o análogos, métodos que el racismo de la policía local en su país. Identificar el problema, enviar especialistas, decidir (y aprobar) un gasto. Tiene más para gastar que FDR. Decenas de miles de millones de dólares para América Central: hay que evitar que la pobreza extrema, corrupción, violencia de bandas, e inestabilidad política que dejaron las guerras civiles produzcan más y más migrantes. Decenas de miles de dólares, si los quieren, para Brasil: hay que lograr que el ex capitán del Ejército y actual presidente Jair Bolsonaro, panegirista de la dictadura militar, ponga coto a la deforestación del Amazonas (y de paso gestione mejor la pandemia). Es dudoso de que estos métodos encuentren buen éxito en la política exterior. FDR fue aislacionista. En cambio, LBJ, el líder del Big Government y de la Big Society, fue también el presidente que más impulsó, y con más gusto, la guerra de Vietnam.
AGV