Según declara la presidenta de Hijos y Madres del Silencio (HMS), podrían ser hasta 50 mil las adopciones internacionales pactadas durante los 17 años de la dictadura cívico-militar presidida por el general Augusto Pinochet que 50 años atrás derrocó en Chile al gobierno de la Unidad Popular (UP). La Justicia chilena investiga un procedimiento legal de entrega en adopción de menores con ciudadanía chilena a familias en el extranjero usado entre 1950 y 2000. Sin embargo, “el 98% de los casos” corresponde al período 1973-1990, los años de Pinochet en el poder. “Hay más de mil denuncias”, precisa Marisol Rodríguez, vocera de HMS. El número consensuado, y conservador, de total de menores que “salieron del país” es de 20 mil, combinando números de procesos judiciales, de registros civiles y notariales extranjeros, de investigaciones de instituciones internacionales y de movimientos de DDHH y de recuperación de la memoria histórica.
Las adopciones propugnadas por el Estado chileno eran, en apariencia, legales
Las familias adoptantes, en apariencia, adoptaban, no apropiaban, y es dudosa su mala fe; el destino europeo de los menores era, por lo general, países europeos con gobiernos de centro-izquierda que recibían al exilio político chileno; los bebés no nacían de madres militantes o en cautiverio o desaparecidas, sino de madres solteras pobres.
La institución de derecho privado de la adopción internacional, en los términos en que se la planteaba, buscaba mejorar la relación pública entre el Estado chileno y los Estados receptores. El cuidado por los menores, ‘que no tenían nada que ver con la situación política nacional’, quería ser interpretado como un signo de buena voluntad, de humanitarismo, de rostro humano de una dictadura: como un terreno de entendimiento, como un paso, en definitiva, hacia la democracia. Hasta qué punto fue exitosa esta operación, es un punto que empieza a debatirse.
El común horror y compartidas tipificaciones penales pueden nublar la percepción de las diferencias, sin embargo nítidas, entre los crímenes de lesa humanidad que involucra el sistema de adopción internacional chileno y el plan sistemático de apropiación de bebés que guió a la dictadura cívico-militar argentina del Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). Además de las dificultades y reluctancias mayores de los gobiernos democráticos pospinochetistas para enfrentar el pasado, se suma el intrincado legalismo chileno, e internacional, que debe atravesarse para buscar una verdad elusiva, pero nunca ausente.
Dictadura, política doméstica: en una sociedad de propietarios no hay lugar para los desposeídos
En su única intervención personal y directa en la campaña del plebiscito de 1988, que perdió, el capitán general y presidente Augusto Pinochet invitó al electorado a pronunciarse por un nuevo SÍ a la Constitución de 1980. Perdió, pero esa Carta Magna de elaboración a la medida de su gusto personal por una comisión de expertos había sido plebiscitada afirmativamente en 1981, y es todavía la Ley Fundamental vigente en Chile. El argumento que expuso Pinochet en aquel último spot televisivo era simple: si él seguía otros siete años al frente del país, se consumaría una sociedad de familias propietarias, no proletarias, expresó con juego de palabras. Una sociedad de familias con vivienda propia, jubilación propia, pleno empleo.
Uno de los extremos por los cuales había buscado su gobierno cumplir ese cometido había sido el implacable neoliberalismo de sus variados programas económicos: crecimiento, riqueza, y familias ricas.
El otro extremo, menos confesable en estos términos había sido el sistema de adopciones internacionales. En un Estado que consagraba su propia subsidiariedad en el texto constitucional, y que justificaba su eclipse como reverencia debida a la superioridad reguladora del Mercado, las adopciones contribuían a limar todo déficit, evitaban al gobierno gastar para aliviar la indigencia y pobreza extremas. Era desaparecer a las familias pobres, que afeaban las estadísticas. Y, se sugería a las familias, a la sociedad, a las madres renuentes a entregar a su prole en adopción, ¿no les esperaba un mejor destino en el extranjero próspero? ¿No era egoísmo retener en Chile a las criaturas, donde vivirían existencias más duras, más estrechas? Las madres eran, muchas veces, la mayoría, solteras, o adolescentes, o campesinas, o empleadas domésticas, o calificaban en todas esas condiciones, y siempre eran pobres. Los consentimientos, casi nunca por completo ausentes, nunca pueden presumirse plenamente voluntarios.
Las adopciones liberaban de lastres, según esta visión de costos y beneficios del Estado pinochetista, a las familias en su ruta hacia la autosustentación. Insistían en el modelo de familia pequeña, de cónyuges casados ante la ley: requisito para beneficiarse con las asignaciones de viviendas construidas en barrios populares nuevos. Y funcionaban también, bajo esta mirada, como mecanismo de regulación demográfica estamental: si había menos pobres, habría menos pobreza, si había menos menores, menor la desnutrición, en este cálculo de persecución de objetivos traducibles a proporciones en diagramas de torta.
La familia bien constituida estaba en el corazón de la doctrina pinochestista del crecimiento económico y de la lucha contra la desigualdad social. La diferencia era combatida para así obtener igualdad promedio. Corresponde a este encuadre “la implementación de una política de la infancia, cuyo objetivo era la promoción y el aumento de las adopciones”: así lo explica la decana de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile. “Fue parte de una trama, coordinación entre distintos actores e instituciones y alianza entre jueces”, especifica la historiadora Karen Alfaro.
Dictadura, política exterior: los únicos privilegiados son los niños
Durante el pinochetismo, las reglas de la adopción se volvieron menos exigentes. No por efecto de una general laxitud o transgresión de las normas, sino que su deliberada formulación se modificó para que las conductas laxas nunca resultaran - salvo venalidad o mala fe o falsificación documental o violencias encubiertas, invisibles prima facie- de por sí ilegales. El caso más frecuente de adopción internaciomal parecía encerrar un antagonismo. El país que entregaba en adopción y los países adoptantes estaban en los extremos más irreconciliables de la polarización política e ideológica. De un un lado, la dictadura chilena de Pinochet, del otro, democracias occidentales, con gobiernos que habían aplaudido al suicidado presidente derrocado Salvador Alllende.
Naciones europeas y occidentales con gobiernos socialistas, con sólida representación parlamentaria de la centro-izquierda, o nuevas administraciones menos distraídas a las violaciones de DDHH, fueron receptoras comprometidas del exilio político chileno y fueron también grandes adoptantes de menores venidos de Chile. Así ocurrió en la década de 1970 con Suecia, Italia, Dinamarca, Holanda, y aun la Gran Bretaña laborista y los EEUU del demócrata Jimmy Carter, y en la de 1980 con Francia, cuyo primer presidente socialista, François Mitterrand, cuando sólo era aspirante al Eliseo, había viajado a Chile en 1971 para fotografiarse junto a un Fidel Castro de visita, y a Allende. Estos países fueron los receptores, para consumar la adopción, del mayor número de menores que entregó la dictadura chilena. Menores que les llegaban desde Chile, y que con demasiada frecuencia cruzaban las fronteras y “entraban sin padres o varios a cargo de una azafata”, detalla la presidenta de Hijos y Madres del Silencio (HMS).
Para la dictadura chilena, las adopciones mejoraban las relaciones internacionales en un tiempo en que debían resignarse a mantenerlas plenas sólo con otras dictaduras derechistas, como las cívico-militares del Cono Sur (aliadas por el Plan Cóndor, aunque divididas por el conflicto del límites con la Argentina), las de Taiwán o Corea del Sur, y la Sudáfrica del Apartheid. Nuevo cálculo de rentabilidad, esta vez en el plano global. El sistema de adopción se promocionaba en las embajadas occidentales en Santiago de Chile, donde empezaba a enlazarse una red que las favorecía. Para los países receptores, para sus gobiernos de entonces, y para las familias que adoptaban, la decisión, al revés, era vista como un gesto contra Pinochet: se salvaba a un menor de la dictadura latinoamericana, y crecería en una democracia occidental.
Otra autoridad internacional también buscaba congraciarse, y congració, la dictadura chilena con su programa de adopciones internacionales a ultranza. Era la Iglesia Católica del pontífice polaco anticomunista Juan Pablo II, férreo militante pro vida y anti-abortista. El papa que en 1978 había llegado desde Cracovia al trono de Roma para combatir a la izquierda que Pinochet había vencido en 1973 había designado a la madre Teresa de Calcuta su embajadora global y vocera de la pontificia política de natalidad. El lema de campaña del catolicismo de entonces era 'Combatir el aborto con la adopción'. Era lo que la dictadura chiena decía hacer. La bendición vaticana, además, era tanto más conveniente para el gobierno golpista de Santiago, cuando la Iglesia chilena, a través de la Vicaría de la Solidaridad, y de otras instituciones amparadas en las iglesias, llevaba adelante una militancia de DDHH activa, y abiertamente opositora a los vencedores de 1973. En el plano interno, las adopciones presentadas como lucha por la vida y batalla ganada día a día al aborto, contribuyó a fortalecer la alianza que Pinochet sembró y cultivó con las iglesias evangélicas, de cuyos frutos espera nuevas cosechas en votos, como los ha cosechado en las presidenciales de 2021, el candidato derechista José Antonio Kast, líder de facto de la oposición al gobierno de Gabriel Boric.
La Argentina, espejo que modela, pero desfigura
Los robos de bebés de la dictadura argentina han sido hasta ahora más y mejor conocidos. La finalidad de las entregas, ventas y apropiaciones ocurridas durante el Proceso de Reorganización Nacional, sus circunstancias, origen, y práctica, se guiaron según muy otras condiciones y orientaciones. En la Argentina, los menores traficados habían nacido en centros clandestinos de detención, o habían llegado a manos de la represión por hallarse con sus familias al momento de una detención y secuestro ilegal. Eran entregados, o vendidos, a familias connacionales, argentinas, en su abrumadora mayoría. Entregadores y apropiadores conocían, y después callaban, la ilegalidad originaria de sus acciones. En no escasas ocasiones, la apropiación era disfrazada bajo el manto de la filiación legítima, por vía de la inscripción falsa de una identidad mentida. Las Abuelas de Plaza de Mayo han logrado restituir la identidad de más de 130 personas y estiman que falta encontrar al menos a unas 300 más.
En la Argentina, el hecho de los crímenes de lesa humanidad hayan sido cometidos en el territorio nacional a la vez facilita y dificulta el trabajo de las Abuelas. En Chile, la aparente legalidad de los actos, la aparente buena fe de las familias adoptantes al momento de la adopción, y la extraterritorialidad del destino de las adopciones, generan desafíos particulares a la investigación y demandas judiciales, y en prospectiva, gastos e inversiones importantes de recursos. “Necesitamos verdad, justicia y reparación. Este es un hecho tremendo. Son miles de familias afectadas, que necesitan contención y apoyo. Nosotros llevamos 300 reencuentros, pero la mayoría son online, porque los hijos y las madres no tienen la capacidad de viajar”, dice la presidenta de HMS.
De las adopciones de Pinochet a las esterilizaciones de Fujimori
Un paralelo más ajustado que el argentino para el programa de adopciones forzadas de la dictadura de Augusto Pinochet parece hallarse en el plan de esterilizaciones forzosas llevado adelante en las regiones serranas más pobres del Perú durante la presidencia de Alberto Fujimori (1990-2000), cuyo número se eleva a decenas de miles. Son comunes los rasgos definititorios de estas dos políticas del golpista chileno y del autogolpista peruano, común la violenta orientación neoliberal impuesta a sendas economías nacionales, comunes los fines presupuestarios perseguidos, común la indefensa condición de las poblaciones que fueron víctimas de la acción sistemática del Estado.
Desde el punto de vista de la política interior, el plan peruano buscaba reducir la pobreza extrema. Es decir, como en el caso de la dictadura chilena, antes que la promoción social de las familias pobrres, su desaparición y decrecmiento, con el consiguiente alivio del Presupuesto y del Tesoro. En particular, limitar el gasto social debido a la atención de madres solteras, mujeres índígenas, campesinas, analfabetas, habitantes de la región andina peruana que el régimen fujimorista se jactaba de haber reconquistado a la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso y recuperado para el control territorial efectivo de las autoridades de Lima.
Desde el punto de vista de las relaciones exteriores peruana, el programa de esterilizaciones era presentado como una estrategia moderna, científica, llevado adelante, decía la propaganda, con la cooperación voluntaria de los habitantes de las sierras. Aquí la Iglesia Católica local estuvo entre los denunciantes. Pero el programa de la Fujicracia llegó a recibir el beneplácito y aun la felicitación de los organismos de la ONU dedicados a la planificación familiar y el control demográfico.
Hasta la identidad siempre
El próximo paso de HMS es ante la ONU: en Ginebra, para exponer situación y necesidades al Comité contra las Desapariciones Forzadas. Y en la isla de Cerdeña, Italia, se celebrará el Congreso II de Adoptados Chilenos en Europa. Tienen esperanzas en el gobierno de Gabriel Boric. A juzgar por las medidas firmes adoptadas ya sobre estos temas, por primera vez en Chile, acaso sean también las más firmes que hayan conocido en los 50 años vividos a la sombra de Pinochet.
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