Análisis

Defender los intereses de Europa implica entender qué quieren EEUU y Rusia

10 de marzo de 2025 06:53 h

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Desde 2022 hasta hoy muchos partidarios de la prolongación de la guerra en Ucrania han establecido una comparación con la situación previa a la Segunda Guerra Mundial para defender el retraso de la negociación y de un acuerdo de paz. Es lo que se denomina la analogía de Múnich de 1938. Con ella insisten en que el primer ministro británico de entonces, Neville Chamberlain, en su empeño por la paz, condujo a Europa hacia la guerra por no poner freno a tiempo a las ambiciones de Adolf Hitler.

Esa comparación se aplicó en las décadas siguientes y sirvió de excusa para la intervención de EEUU en Corea y Vietnam, con desastrosos resultados para Washington. Aquellas consecuencias, unidas a las restricciones impuestas por el propio contexto de la Guerra Fría de entonces, limitaron la acción bélica directa hasta los años noventa, con la disolución de la Unión Soviética.

Desde entonces se ha hecho uso de la analogía de Múnich para justificar varias intervenciones militares occidentales en territorios ajenos. Sadam Hussein en Irak, los talibanes en Afganistán o Muamar al Gadafi en Libia fueron presentados como amenazas planetarias. No importa que se hayan usado mentiras para ello. Cada vez que arrecian tambores de guerra se vuelve a defender que el conflicto armado es inevitable, que la diplomacia debe ser postergada y que estar en contra de la vía militar es peligroso e, incluso, alta traición.

Desde Eisenhower hasta hoy todos los presidentes de EEUU han pedido a los países de la OTAN más gasto militar

La analogía de Múnich

En 2022 el presidente Biden afirmó que la guerra en Ucrania debía durar “tanto tiempo como haga falta”, envió más tropas a suelo europeo y pidió sacrificios a Bruselas en pos de una guerra presentada como el enfrentamiento del bien contra el mal, mientras Washington financiaba y facilitaba el genocidio israelí contra Gaza.

Los países europeos aceptaron la estrategia de Washington, priorizando el objetivo de “encapsular” a Putin -ese es el término que se usaba en cancillerías occidentales en 2022- y sustituyendo la compra de gas ruso por la de gas licuado estadounidense a un precio más elevado, algo que EEUU ya había perseguido en años anteriores. Se apoyó ese guion, hasta el punto de que cualquier propuesta alternativa ha sido hasta ahora estigmatizada y tergiversada.

No fueron pocas las voces que alertaron de que la guerra podía enquistarse con pocos avances en el frente y de que Ucrania solo lograría sus objetivos si la confrontación se ampliaba, con el riesgo de derivar en una tercera guerra mundial con potencias nucleares involucradas. Aun así, los defensores de la continuación de la guerra y del aumento del gasto militar insistieron -e insisten- en que había que seguir, porque todo lo demás era Chamberlain en Múnich.

En un artículo reciente, el profesor de Historia Mark Episkopos ha escrito que la analogía de Múnich “es sumamente peligrosa no porque sea históricamente analfabeta y absolutamente inaplicable a los desafíos que enfrenta Estados Unidos hoy –aunque ciertamente es ambas cosas–, sino porque, al enmarcar a los adversarios como enemigos existenciales a los que hay que presionar, aislar y enfrentar a cada paso, precipita la catástrofe contra la que supuestamente advierte”.

Más gasto militar

Durante años el pueblo ucraniano ha sufrido una guerra de desgaste, con dolorosos sacrificios y múltiples bajas. Apenas hubo consideración hacia los mecanismos que podían desactivar la perpetuación del conflicto militar. Ahora Donald Trump pide a los miembros de la OTAN más rearme, para lo cual la UE -en los primeros puestos del ranking mundial de gasto militar, por delante de Rusia- anuncia que pondrá ochocientos mil millones de euros.

De este modo Bruselas sigue acatando los mandatos de Washington. Desde Eisenhower hasta hoy todos los presidentes de EEUU han pedido a los países de la OTAN más gasto militar. Trump exige más aún, algo que él mismo había anunciado antes de las elecciones. Europa escenifica frustración ante el nuevo mandatario estadounidense, pero enseguida se pone manos a la obra, sin plantear otra alternativa.

El rearme supone un paso más en la tensión y también en el ritmo de la sobreacumulación a través de la industria militar. En el escenario global varias potencias internacionales apuestan por la militarización como medio para el acceso a territorios, a recursos naturales y a clientes, pero también como fin en sí mismo, como negocio con el que una elite podrá seguir sumando beneficios económicos mientras los pueblos ponen los muertos.

Grandes potencias aspiran a mantener órbitas de influencia en los territorios cercanos, incluso a costa de la soberanía de los vecinos

La geopolítica

Cuando Rusia invadió Ucrania en 2022, Europa dio por sentado que EEUU sería un aliado siempre confiable, a pesar de haber vivido anteriormente el primer mandato de Trump. Siguió en la misma línea incluso después del ataque contra el gasoducto Nord Stream II, diseñado para suministrar gas ruso a países europeos.

O Bruselas eligió grandes dosis de hipocresía para aparentar que no percibía los riesgos de embarcarse indirectamente en una guerra en la que EEUU podía soltarle de la mano en cualquier momento o, simplemente, no hubo dirigentes capaces de detectar una de las características básicas de la geopolítica: que cualquier potencia, más aún en tiempos en los que su hegemonía peligra, prioriza sus intereses por encima de los de sus aliados subordinados.

La geopolítica se compone de geografía y política. Las grandes potencias tienen en cuenta los mapas para trazar sus estrategias y aspiran a mantener órbitas de influencia en los territorios cercanos. Algunas lo hacen incluso a costa de la soberanía de las naciones vecinas.

En 1962, EEUU reaccionó ante la colocación por la URSS de misiles nucleares en Cuba. Como señala Jack Matlock, diplomático por aquel entonces en la embajada estadounidense en Moscú, y traductor de algunos de los mensajes que el líder soviético Nikita Krushchev envió al presidente John F. Kennedy, si el mandatario ruso no hubiera retirado esos misiles, “Kennedy habría atacado y, si lo hubiera hecho, los comandantes locales podrían haber lanzado misiles nucleares contra Miami y otras ciudades, y EEUU habría respondido con ataques a la URSS”.

Así que Kennedy “hizo un trato: tú retiras tus misiles de Cuba y yo retiraré los nuestros de Turquía. Funcionó y el mundo respiró mejor”.

Los defensores de más guerra en Ucrania insisten en que debe continuar porque todo lo demás es Chamberlain en Múnich

La extensión de la OTAN

En 1990 Washington y Moscú negociaron los primeros pasos de la unificación alemana. El diplomático estadounidense Jack Matlock, como participante directo en esas negociaciones, recuerda que el secretario de Estado de EEUU, James Baker, dio garantías verbales al dirigente soviético, Mijail Gorbachov, de que la OTAN no se extendería al este si los rusos aceptaban que Alemania Oriental se uniera a Alemania Occidental en las condiciones especificadas por Alemania Occidental.

En el mismo sentido, documentos desclasificados -recientemente disponibles- también desvelan que el primer ministro británico de entonces, John Major, y el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Occidental, Hans-Dietrich Genscher, ofrecieron garantías similares.

Tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, el presidente George Bush padre se erigió como abanderado de la guerra y del “fin del síndrome de Vietnam” y lanzó la Guerra del Golfo.

Su hijo, George W. Bush, continuó y amplió esa senda, impulsando intervenciones militares y desarrollando la idea de “guerra preventiva” ante “amenazas inminentes”, frente a la política del apaciguamiento. Desde entonces hasta hoy la OTAN ha demostrado que no se limita a ser una alianza militar con misiones defensivas. Las operaciones en Afganistán, Irak o Libia, son algunos ejemplos de ello.

Que Moscú iba a percibir como amenaza las bases militares estadounidenses en naciones cercanas, la extensión de la OTAN hacia el este y la promesa de la entrada de Georgia y Ucrania en la misma era sabido por máximos expertos en Washington. El propio Matlock ha contado que, en 1997, cuando empezó a plantearse la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas, “afirmé al Senado [de EEUU] que esa expansión de la OTAN nos llevaría a donde estamos hoy”.

George Kennan, diplomático estadounidense y arquitecto de la estrategia de contención en la Guerra fría, también advirtió en 1998 de que la expansión de la OTAN era un “error trágico” que podría provocar una “mala reacción de Rusia”. “Hay pruebas abrumadoras de que los dirigentes rusos se alarmaron desde el inicio por la extensión de la OTAN y expresaron sus preocupaciones en repetidas ocasiones”, recordaba en 2022 el profesor de Relaciones Internacional en Harvard, Stephen Walt.

En el mismo sentido se expresaron diplomáticos, analistas y asesores como Henry Kissinger, el exresponsable de la CIA sobre Rusia George Beeve, el diplomático y exdirector de la CIA William Burns, el profesor Anatol Lieven, la analista Katrina vanden Heuvel, el experto en Ucrania Samuel Charap, el exintegrante del departamento de Seguridad Nacional Thomas Graham, el secretario de Defensa con Bill Clinton William Perry, o el profesor Stephen Cohen, entre otros.

El lenguaje de la guerra, del miedo y del rearme refuerzan el marco de la extrema derecha y amplían la impunidad

Nada de esto justifica la invasión rusa de Ucrania, simplemente describe dinámicas habituales. También demuestra la gran necesidad de modificar el modelo internacional actual, para limitar los abusos imperialistas, vengan de Rusia, de Estados Unidos o de otras potencias.

Se habla mucho de guerra y de más gasto militar, pero bastante menos de ampliar derechos y políticas sociales. Es preciso construir mecanismos que refuercen la democracia y el Parlamento europeo, la diplomacia, la negociación, la búsqueda de intereses compartidos, el respeto mutuo y el derecho internacional, frente a la imposición de la guerra y del rearme, que facilitan más impunidad.

En ese sentido, es necesario analizar con honestidad los riesgos del belicismo, priorizar los intereses propios frente a las presiones externas, ampliar vínculos de buena vecindad y estrechar relaciones comerciales con otras naciones, como China y potencias regionales, para no depender tanto de un solo gran socio.

Uno de los requisitos esenciales para defender los intereses propios es saber qué quiere el otro y cuáles son sus líneas rojas. Es la esencia de la diplomacia y la negociación. Esto no significa tener que estar de acuerdo ni justificar los planes ajenos, sino percibir para saber cómo proceder y actuar. Los hechos y los riesgos son los que son, los límites son los que hay. Esta afirmación no es una defensa de la impunidad existente, sino una descripción y una denuncia de la misma.

La senda del lenguaje del rearme y de la guerra consolidan los climas prebélicos y son el escenario idóneo para quienes desean recortar derechos, libertades y políticas sociales. Las dinámicas del miedo y de la ley de las armas refuerzan el marco de la extrema derecha. Por el contrario, la apuesta por idear modelos que amplíen derechos y vías para la paz, así como los esfuerzos para defenderlos con pedagogía política, es uno de los mayores muros de contención frente a la deshumanización y la violencia.

Al igual que un alto el fuego en Palestina es el requisito imprescindible para salvar vidas, está claro a dónde conducen los caminos contrarios a la búsqueda de un alto el fuego en Ucrania y de una negociación para sus derechos y soberanía. Es muy fácil sentarse en los despachos y en los estudios de televisión occidentales y aplaudir la continuación de la guerra y el aumento del gasto militar porque, al fin y al cabo, los que pueden morir son otros: los ucranianos, los soldados rusos y también, según las consideraciones de algún mandatario, los hijos de trabajadores europeos.