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Jean Ziegler, el hombre que destapó los peores secretos de Suiza inspirado por el Che Guevara

Jean Ziegler, en una imagen en su oficina de Ginebra de 2015.

Atossa Araxia Abrahamian

The Guardian —
10 de marzo de 2025 09:23 h

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A principios de 1964, Jean Ziegler, un joven político suizo, recibió una llamada telefónica de un hombre que decía hablar en nombre del revolucionario Ernesto “Che” Guevara, entonces ministro de Industria cubano. Le dijo que el Che tenía previsto viajar a Ginebra para asistir a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), y algunos camaradas le habían sugerido que Jean podría ser su conductor durante la visita. Le preguntó a Ziegler si estaba disponible. 

Ziegler tiene hoy 90 años y es el intelectual público más famoso de Suiza. Ha publicado una treintena de libros, ha sido miembro del Parlamento durante casi tres décadas y, en su tiempo libre, ha defendido incansablemente las causas de la izquierda. Sus críticas a su país natal y a la enorme influencia de Suiza sobre el resto del mundo son implacables. En la década de los 60, sin embargo, no era más que otro joven izquierdista impaciente, que esperaba una oportunidad para transformar el mundo.

Ziegler, como el Che, nació en una familia de profesionales de clase media-alta. Y, al igual que el Che, sus viajes por el mundo le habían hecho desarrollar una postura radical contra un sistema que percibía como capitalista, imperialista, colonialista y racista. Allá donde iba, veía el impacto negativo de este sistema: en el Congo Belga, con el recuerdo de los niños hambrientos, que le ha perseguido el resto de su vida; en las sangrientas guerras de independencia de Argelia contra los franceses coloniales; y en Chipre, donde los británicos habían privado durante décadas a los ciudadanos del derecho a la autodeterminación. 

Ziegler también escuchó los ecos de la opresión cerca de su casa, en las bolsas de materias primas en las que los especuladores especulaban con el precio de los alimentos y el combustible que se extraía a miles de kilómetros, y en las cajas fuertes de los bancos, a pocos pasos de su casa, donde los cleptócratas desviaban los recursos naturales de los países productores. 

Los suizos llevaban siglos jactándose de haber conseguido separar la sangre y el dinero. Presumían de haber logrado mantener las bóvedas de sus bancos aisladas de las convulsiones del mundo exterior. Con Ziegler, surgió una figura iconoclasta que les obligó a considerar el coste moral de sus acciones. 

“Puede que por los pasillos de la sede de UBS no corra la sangre”, me dijo una tarde de junio de 2021: “Pero es como si lo hiciera, el relativo bienestar de los suizos se financia con la muerte, el miedo y el hambre. Esto es la cueva de Alí Babá: el refugio del mundo. Eso solo pasa en Suiza”. 

Siempre he tenido la corazonada de que había algo extraño en el lugar donde crecí, la ciudad de Ginebra, aunque su ubicación no cuenta toda la historia. Ginebra alberga la segunda oficina más grande de las Naciones Unidas, la sede de la Organización Mundial de la Salud y cientos de organizaciones internacionales y ONG, que emplean a miles de diplomáticos, cónsules, trabajadores expatriados y sus familias. Hay innumerables empresas multinacionales. Casi la mitad de la población de Ginebra no tiene la nacionalidad suiza. Sin todos estos extranjeros, la ciudad no tendría el peso que tiene. 

Soy, y siempre seré, miembro de este mundo aparte, un lugar definido por una cierta ausencia de raigambre. Fui a colegios internacionales, donde la historia que nos enseñaban tenía poco que ver con las batallas que se habían librado a pocos pasos del patio de recreo. Mis padres trabajaban en la ONU; mi padre como economista en la Conferencia sobre Comercio y Desarrollo, y mi madre, como intérprete de conferencias para el Secretariado. Sus profesiones reforzaron mi sensación de estar un poco en otro lugar. Mis compañeros de clase parecían mudarse cada pocos años, lo que me hacía sentir que yo también me estuviera marchando siempre, sin haberme ido nunca. 

Pero otra razón menos obvia explica mi malestar con Ginebra. Tenía que ver con las reglas: quién las hacía, quién las seguía y los lugares y personas a los que no se aplicaban. Gran parte de la riqueza de Ginebra procede de esa economía espectral de la que es fantasmal anfitriona, envuelta en leyes de seguridad, neutralidad, secretismo y exenciones fiscales. 

El cantón de Ginebra sólo cuenta con medio millón de habitantes, de los que apenas 200.000 viven en la ciudad propiamente dicha, pero más de un tercio del comercio de cereales mundial se produce aquí. Más de la mitad de los sacos de café del mundo pasan “a través” de Suiza, la mayoría de ellos mediante empresas de Ginebra y sus alrededores. El país no tuvo su primer Starbucks hasta 2001; unos meses más tarde, la compañía empezó a comprar su café a través de una filial suiza. 

Ginebra ha sido durante mucho tiempo un centro neurálgico del petróleo, si es que se le puede llamar centro neurálgico a un lugar que nunca ha servido como almacén de barriles. Hasta hace unos años, entre el 50% y el 60% del crudo ruso se comercializaba desde Suiza, principalmente desde Ginebra, según la organización de investigación sin ánimo de lucro Public Eye. Cuando el Parlamento suizo votó a regañadientes unirse al régimen de sanciones de la UE contra Rusia tras la invasión de Ucrania por Vladímir Putin, parte de ese negocio se trasladó a Dubai. 

Suiza no tiene salida al mar. Ello no es óbice para que albergue algunas de las mayores compañías navieras del mundo, que fletan y gestionan buques desde Ginebra mientras ocultan a sus propietarios reales entre capas de secreto empresarial. Esta forma de posicionarse en el mundo es la mayor contribución de Ginebra a la forma en que todos vivimos ahora: en la era de las excepciones, en la que el dónde y el cuándo no importan tanto como el quién, el cuánto y el porqué. Es un mundo en el que la riqueza viaja de forma abstracta como números en una pantalla, operaciones en un terminal. Un mundo en el que las fronteras se trazan no sólo en torno a los lugares, sino también en torno a las personas y las cosas.

Ziegler se percató de ello enseguida y lo sacó a la luz en repetidas ocasiones, arriesgando su sustento (y sin duda su popularidad entre sus compatriotas) una y otra vez.

De las veladas con Sartre a la experiencia en el Congo

Conocí a Ziegler en su casa del pequeño pueblo de Russin, a pocos kilómetros de Ginebra. Me recibió en la puerta, con unos pantalones de chándal grises y una camisa blanca manchada. Me ofreció whisky, más whisky y vino antes de aceptar que me sirviera un vaso de agua mientras esperaba en un sofá amarillo tapizado junto a la puerta de la terraza. Construida sobre un empinado viñedo con vistas al lago, su casa era espaciosa, pero sin pretensiones. Todas las superficies del salón estaban repletas de libros, macetas con flores o fotografías de su familia. “Espero que no le importe que esté descalzo”, dijo. “Hace poco volé por los aires”, añadió señalándose la frente vendada, “y estoy más cómodo así”.

Ziegler comenzó su carrera política como conservador. Fue miembro activo de un grupo estudiantil formado en 1819 para promover la unidad nacional suiza. Se trasladó a Berna para estudiar Derecho, y luego estudió sociología en París, en la Sorbona, a mediados de la década de los 50. Entre clase y clase, entabló amistad con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y en el transcurso de veladas llenas de humo y vino en el piso de la madre de Sartre, la pareja le inició en el marxismo y le animó a hacer un reportaje sobre la guerra de Argelia para la revista que habían fundado, Les Temps Modernes. 

De Beauvoir se encargó de convertir el suizo-alemán-francés de Ziegler en una prosa más pulida y literaria. También le instó a que abandonara su nombre de pila, Hans, y se convirtiera en Jean, que consideraba más digno. Ziegler se hizo llamar Jean cuando se afilió al partido comunista francés, y fue expulsado como Jean por su apoyo a la independencia de Argelia. Sin embargo, prestó apoyo material a las causas que defendía con el nombre de Hans: transportando maletas con dinero en efectivo a través de la frontera franco-suiza para que el Frente de Liberación Nacional las depositara en Ginebra, y “perdiendo” el pasaporte (con el objetivo de prestárselo a un camarada) demasiadas veces como para que pareciera un despiste inocente. 

En 1961, Ziegler respondió a un anuncio del periódico en el que se buscaban francófonos para acompañar a un funcionario británico en una misión en lo que hoy es la República Democrática del Congo. El país acababa de independizarse, pero un golpe de Estado apoyado por Bélgica (que quería conservar las concesiones mineras) y Estados Unidos (que quería aplastar el comunismo) depuso al presidente electo, Patrice Lumumba, e instaló en su lugar a Mobutu Sese Seko. Mobutu era el arquetipo de cleptócrata: un megalómano despiadado, ferozmente anticomunista, empeñado en enriquecerse él y sus compinches mientras el pueblo congoleño sufría. Nacionalizó la industria, pero puso los recursos del país en manos de amigos y familiares, privando a los ciudadanos de a pie de los frutos de la vasta riqueza mineral del país. 

Ziegler se alojaba en un hotel-fortaleza de la actual Kinshasa, protegido por altos muros rodeados de alambre de espino, donde todos los días se reunían niños hambrientos para mendigar las sobras de comida. Un día, vio cómo los guardias del complejo dispersaban violentamente a los niños, que se iban heridos y sangrando. Le rompió el corazón ver cómo los trataban. Cuando me contó el incidente, se le quebró la voz como si hubiera ocurrido ayer mismo. 

Cuando se enteró de que Mobutu había desviado sumas impensables de dinero de su país y las había depositado en bancos suizos, lo político empezó a ser personal, intensamente personal. “Durante mi estancia vi niños en condiciones terribles”, me dijo: “Lo que me motivó fue saber que Mobutu, que vino a Ginebra con ese dinero manchado de sangre que causó tanta muerte en su país, pudo actuar así porque lo permitió la oligarquía suiza”.

Cuando Ziegler se reunió con el Che y sus camaradas en Ginebra, con sus boinas y uniformes verde oliva, ya compartía posturas con ellos. Durante las dos semanas siguientes, se congració con los cubanos, los llevó en coche al Mont Blanc, tradujo el poco español que sabía y se puso a su disposición a cualquier hora del día. Los revolucionarios trajeron la jungla a la ciudad, durmiendo en hamacas en habitaciones compartidas, bebiendo, fumando y discutiendo toda la noche. Ziegler se unió al grupo, y en su última noche se armó de valor para pedirle al Che que se lo llevara a Cuba con él para poder unirse a la revolución. Era una noche clara, y desde su habitación, en la octava planta del Hotel InterContinental, podían ver el lago Lemán, iluminado entonces como ahora con carteles fluorescentes de relojes de lujo.

El Che señaló el lago. “Aquí es donde naciste y aquí vive el cerebro del monstruo”, recuerda Ziegler que le dijo: “Es aquí donde debes librar tu lucha”. Probablemente, no era más que un pretexto para disuadir a un escuálido diletante de dejarse matar. Pero Ziegler se la tomó en serio. Sabía que Suiza albergaba un engranaje sistémico que la hacía especialmente útil para las fuerzas del capitalismo: no como actor principal, sino como facilitador, entre bastidores.

Un país escudero del imperialismo

Algunos años más tarde, Ziegler utilizaría el término “imperialismo secundario” para definir el modus operandi de su país. No se trataba del imperialismo de primer orden francés, británico o, más tarde, estadounidense; imperialismos con presencia militar en el terreno. La de Suiza era un tipo de influencia más discreta: una cábala de empresas multinacionales y financieros que mantenían a los países pobres dependientes de los bienes, las armas y el dinero occidentales (sobre todo estadounidenses). 

Los suizos permitían estas prácticas ofreciendo acceso a una normativa y financiación favorables, así como un entorno empresarial reputado, ordenado y neutral: buenas normas, buenas leyes. Era, en cierto sentido, una variante del negocio mercenario. Los suizos no enviaban tropas al extranjero para luchar en una guerra de conquista ajena, como habían hecho en siglos anteriores. Pero, en opinión de Ziegler, estaban proporcionando una plataforma de lanzamiento de una versión moderna de aquello. “Una vez que vi lo que estaba pasando”, me dijo, “no pude no denunciarlo”.

Su libro Una Suiza por encima de toda sospecha, se publicó en 1976. La tesis de Ziegler, que mantiene hasta hoy, es que el papel de Suiza en el mundo es el de cómplice —una especie de sierva— del capitalismo. “En Suiza, la gestión del dinero tiene un carácter casi sacramental”, escribió Ziegler: “Poseer dinero, aceptarlo, contarlo, atesorarlo, especular y recibir, son todas actividades que, desde la primera afluencia de refugiados protestantes a Ginebra en el siglo XVI, han sido investidas de una majestad casi metafísica”. 

A continuación, Ziegler arremetió contra los bancos suizos y las empresas farmacéuticas, los grupos comerciales y las multinacionales, vinculando a las empresas y a las personas que están detrás de ellas con todo tipo de delitos, desde el tráfico de drogas hasta las violaciones de los derechos humanos en el extranjero. “Es difícil imaginar una actividad humana que no esté financiada por una institución financiera de Ginebra, Zúrich, Basilea o Lugano”, escribió. 

Entre los transgresores figuran los bancos que recibieron maletas de dinero en efectivo de las dictaduras de Portugal y la República Dominicana; las agencias inmobiliarias que ayudaron a los jeques del Golfo y a los coroneles guatemaltecos a comprar apartamentos junto al lago para esconderse; y las filiales de las empresas estadounidenses Dow Chemical y Honeywell, que supervisaron las ventas internacionales de napalm y minas terrestres.  

Las afirmaciones que Ziegler hizo en este libro y en otros posteriores (como Suiza lava más blanco y El oro nazi) le valieron nueve demandas por difamación en cinco jurisdicciones a lo largo de las décadas siguientes (la legislación suiza sobre difamación es más liberal, para los demandantes, que la estadounidense). En total, se le han impuesto indemnizaciones por daños y perjuicios por valor de 6,6 millones de francos suizos (CHF), equivalentes a casi siete millones de euros, sanciones que le han llevado prácticamente a la bancarrota, al menos sobre el papel.

La neutralidad suiza: un activo comercial

Ziegler ha hecho algo más que señalar con el dedo a industrias sin escrúpulos morales. Identifica la famosa neutralidad política de su país como un enorme activo para hacer dinero en sí mismo, una ventaja comercial y diplomática estructural que permite a la élite suiza crear espacios seguros para que prosperen el capital y los capitalistas, sin importar de dónde vengan o en qué crean. A partir de ahí, los suizos mejoran la oferta con concesiones especiales que van más allá de lo que podrían ofrecer sus vecinos europeos. Hoy en día, esas ventajas pueden incluir una deducción fiscal por los costes de investigación y desarrollo en la industria farmacéutica; almacenes especiales sin costes aduaneros donde la gente adinerada puede guardar objetos de gran valor como arte y vino; una tendencia a no responsabilizar a las empresas con sede en Suiza de la contaminación y los abusos laborales en el extranjero; y, por supuesto, las estrictas leyes del país contra la divulgación de información bancaria. 

Muchos países movilizan sus capacidades como Estados-nación reconocidos —la capacidad de hacer la guerra (o no), recaudar impuestos (o no), aprobar leyes (o no) y vigilar sus fronteras (selectivamente)— como medio para ingresar dinero. Pero el argumento de Ziegler siempre ha sido que su país se mueve muy por encima de sus posibilidades, en detrimento de todos. Eso, escribe, lo convierte en “una asociación defensiva, no en un Estado nación en el sentido habitual”. 

El resultado es que, aunque superficialmente opera como una democracia directa, ultrapopulista e impulsada por referendos, el Gobierno suizo está totalmente en manos del capital internacional. También es notablemente ágil. Cuando los votantes decidieron en un referéndum nacional en 2019 revisar el sistema fiscal de su país y eliminar los tipos impositivos preferenciales para las multinacionales, los cantones individuales tomaron cartas en el asunto y recortaron los impuestos a nivel local: en Basilea, los tipos del impuesto de sociedades cayeron del 20% al 13%, mientras que los aumentos de impuestos de Ginebra fueron esencialmente simbólicos, pasando de una base del 11,6% al 13,9%. 

Como le gusta decir a Ziegler: los suizos tienen “vallas” para que la riqueza sea intocable. La palabra que emplea es reveladora. En francés, como en inglés, receleur y fence son palabras de doble sentido que pueden referirse tanto a una barrera física como a un receptor de bienes robados. La valla es a la vez la frontera y el banquero, el foso y el intermediario. 

La valla —no el reloj de cuco, ni la fondue, ni mucho menos el amor fraternal— es la contribución de la nación al mundo en que vivimos. Si sabes dónde mirar, verás pequeñas Suizas dondequiera que vayas.

El verdadero origen del secreto bancario

Una suposición muy extendida sobre los impuestos en Suiza (y en otros paraísos fiscales) es que el país bajó los tipos para atraer a las empresas. A principios del siglo XX, Francia y Alemania empezaron a imponer por primera vez a sus ciudadanos impuestos progresivos sobre la renta y las sucesiones, gravando la riqueza con tipos más altos, mientras que Suiza no lo hizo. La noticia se difundió a través de una deliberada campaña publicitaria dirigida a los ricos: el historiador de la Universidad de Lausana Sébastien Guex escribe que los bancos imprimieron “folletos, circulares, cartas personalizadas y publicidad en los periódicos, y enviaron representantes que se acercaron personalmente a su clientela”. Guex afirma que funcionó. La mitad del producto interior bruto de Suiza llegó a los bancos suizos gracias a estos esfuerzos. 

Suiza adoptó una estrategia de obstrucción activa, ya fuera adoptando políticas federales que impedían las negociaciones con otros gobiernos que pudiesen responsabilizar a los defraudadores fiscales, dejando que los bancos suizos se “autorregularan”, o simplemente negándose a tomar medidas enérgicas contra esta práctica. Los suizos también se beneficiaron de un sistema federal que animaba a los cantones a competir no sólo con entidades extranjeras, sino también entre sí, y a ofrecer a los clientes una gran variedad de opciones. 

En 1934, Suiza adoptó su ahora infame legislación sobre el secreto bancario. Lo más probable es que escuche acerca de sus orígenes —que incluso Ziegler suele repetir— que fue concebida para proteger a los extranjeros de la persecución por sacar dinero de sus países de origen. Algunos judíos alemanes, presintiendo que se avecinaban problemas, lo hicieron, y Alemania había empezado a castigar esa fuga de capitales con la pena de muerte. Pero el historiador Peter Hug descubrió que esta explicación no era más que propaganda revisionista ideada en los años sesenta por Credit Suisse. De hecho, la ley del secreto fue el resultado de un enorme escándalo.  

La policía francesa recibió en 1932 el soplo de una reunión secreta en un apartamento de los Campos Elíseos en la que el director del banco comercial de Basilea daba consejos fiscales, sin duda turbios, a miembros de la alta sociedad francesa. Entre los cerca de 2.000 clientes franceses del banco de Basilea, reacios a pagar impuestos, había obispos, generales, editores de periódicos, una docena de senadores, un ministro, la esposa de un famoso perfumista y el industrial Armand Peugeot. Su riqueza, toda ella sin declarar, ascendía a no menos de una quinta parte del PIB suizo. 

Los banqueros devolvieron cientos de millones de francos a los franceses, conscientes de que tales incidentes harían que los clientes perdieran la confianza y se llevaran sus negocios a otra parte. Menos de dos años después, el Parlamento suizo tipificó como delito federal la revelación del titular de una cuenta numerada, con lo que su naciente industria bancaria quedó oculta durante la mayor parte del siglo siguiente. En virtud de la nueva ley, no era necesario que hubiese una víctima para presentar una denuncia penal; a falta de demandante, los cargos podían ser presentados por el propio Estado. 

En 2014, 47 gobiernos de todo el mundo firmaron un acuerdo que exigía el intercambio automático de información sobre las cuentas de los clientes. Bajo presión internacional, Suiza se sumó finalmente, pero ya había ganado. A lo largo del siglo XX, el país se anticipó y se acomodó a la naturaleza cada vez más deslocalizada de la riqueza transformándose de un no-Estado a una especie de agujero negro a caballo entre la globalización y la regulación. El dinero en efectivo, el oro, los bonos y otros valores que llegaban a Berna o Ginebra disfrutaban de las ventajas de estar en un lugar seguro y, al mismo tiempo, en ningún lugar visible. El hecho de que la evasión fiscal —es decir, presentar deliberadamente declaraciones falsas sobre el patrimonio o los ingresos— se persiga en Suiza como un delito civil, no penal, tampoco les venía mal. Y mientras el malestar se extendía por Europa, los banqueros suizos siempre podían contar con su mayor activo comercial: su neutralidad política. 

Las artimañas de Suiza y su condición de país neutral le permitieron sobrellevar la Segunda Guerra Mundial con relativamente pocos sobresaltos. Pero esa calma tuvo un alto coste moral que Ziegler recuerda de primera mano y al que ha dedicado gran parte de su carrera. Su libro El oro nazi ofrece un retrato condenatorio de la complicidad de la banca suiza con el nazismo.

Romper con el carácter nacional siempre tiene un precio. Ziegler tiene 90 años y sigue pagándolo. En 1990, fue demandado por seis partes diferentes por supuestas declaraciones difamatorias en su libro Suiza lava más blanco, en el que acusaba a los bancos suizos de recibir dinero de traficantes de drogas y otros delincuentes.

Ziegler, que fue miembro del parlamento federal suizo desde 1981 a 1999, acabó perdiendo su inmunidad parlamentaria —que protege a los cargos electos de ciertos tipos de enjuiciamiento— y fue condenado a pagar cientos de miles de francos en multas. Durante años, necesitó guardias de seguridad para proteger su casa. “Las amenazas son muy precisas”, declaró a Los Angeles Times: “Siempre me dicen cosas como: 'Ayer tu hijo estuvo aquí, tú estuviste allí'. Es una especie de desestabilización psicológica”. Su casa está a nombre de su mujer, Erica, una historiadora del arte, para que no se la puedan quitar, y los derechos de autor de sus libros siguen embargados.

El peaje de ir a contracorriente 

En 1998, Ziegler fue llamado a declarar ante el Congreso de Estados Unidos sobre el papel que habían desempeñado los bancos suizos durante la Segunda Guerra Mundial. “Los suizos de a pie sentían una profunda antipatía por los asesinos de masas de Berlín. Odiaban a Adolf Hitler y rechazaban cualquier trato con él y sus compinches”, declaró. “Desgraciadamente, esta hostilidad no era compartida por algunos miembros de la clase dirigente, a saber, los directores del Banco Nacional Suizo, los miembros de los consejos de administración de los bancos comerciales y algunos miembros del Gobierno suizo”, añadió. 

Por sus declaraciones, un grupo de conservadores suizos le acusó de traición criminal, argumentando que sus “mentiras malintencionadas, falsedades, calumnias y exageraciones sin límites” amenazaban la seguridad del Estado. La acusación afirmaba que estaba “provocando o colaborando en actividades contra la seguridad del Estado por parte de organizaciones extranjeras o sus agentes”.

Me sorprendió que, tras toda una vida observando los mecanismos del capitalismo, Ziegler siguiera fascinado por el ingenio, el cinismo y la malevolencia de sus promotores. “El hecho de que este minúsculo país de sólo 42.000 kilómetros cuadrados, de los cuales sólo el 60% es habitable, con una población de menos de 10 millones de habitantes, sea un centro extraterritorial tan poderoso, de que el 27% de las fortunas extraterritoriales del mundo se gestionen en o desde Suiza, es simplemente asombroso”, me dijo. Su indignación moral parecía ir acompañada de asombro. Yo podía entenderlo. 

Le pregunté a Ziegler si su lucha había merecido la pena y si sentía que había hecho mella en el sistema contra el que llevaba tanto tiempo batallando. Al fin y al cabo, el secreto bancario ya no era lo que era; el blanqueo de dinero, aunque ni mucho menos erradicado, ahora es al menos un delito penal; y los bancos suizos están a la defensiva.

La relevancia de este tipo de historias es una prueba de que los activistas de izquierdas como Ziegler han influido en los debates públicos sobre justicia, equidad y desigualdad, y de que la conciencia sobre los paraísos ocultos del planeta es cada vez mayor. Pero aún no está claro qué impacto tendrán estas campañas en la desigualdad real de la riqueza y en las personas más pobres del mundo.

Ziegler cree que su país cumplirá la ley al pie de la letra, pero no su espíritu. 

Este es un extracto editado de The Hidden Globe: How Wealth Hacks the World (El globo oculto: Cómo la riqueza hackea el mundo), de Atossa Araxia Abrahamian.

Traducido por Emma Reverter.

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