La tensión por una posible invasión rusa de Ucrania sigue creciendo con la atención centrada en el Donbás, la región fronteriza del este del país controlada en parte por grupos separatistas prorrusos. Las tropas de Rusia que se habían movilizado para unos ejercicios militares en la vecina Bielorrusia seguirán desplegadas de manera indefinida, según anunció este domingo el ministro de Defensa de Bielorrusia, Víctor Jrenin, que justificó la decisión con “la escalada de la situación” en el Donbás.
Entretanto, las autoridades separatistas empezaron a mostrar imágenes de la evacuación de civiles a Rusia y este domingo declararon la suspensión de todas las actividades públicas, según un comunicado compartido en Telegram, la aplicación de mensajería.
Pero estos días en las calles de Marinka, Kurajovo o Krasnogorivka, en el Oblast de Donetsk al este de Ucrania, se pueden escuchar testimonios de personas que no notan diferencias sustanciales en sus vidas porque están acostumbradas a convivir con la guerra desde hace ocho años. La que ven cada día al abrir las ventanas de sus casas.
Violaciones del alto el fuego
En las últimas horas, el frente se reactivó con la multiplicación de ataques e incidentes. Este sábado, la OSCE denunció más de 1.500 violaciones de alto el fuego registradas el viernes.
En Stanitsa Luganska, el jueves, los lanzamientos de proyectiles sucedieron muy cerca de la frontera, donde los civiles cruzan hacia o desde la autoproclamada República Popular de Lugansk.
Entre los daños investigados por la OSCE están los causados en una guardería. La organización no pudo determinar qué tipo de proyectil fue el que impactó en el edificio. Miembros de la policía no dejaron acceder a los observadores al recinto, aunque sí se observaron un cráter, un agujero en la pared y tres ventanas rotas, según su informe.
Anna, vecina de Stanitsa Luganska de 70 años, llora desconsolada: “No podemos vivir tranquilos, antes vivíamos como hermanos, y ahora se matan unos a otros, mi marido tuvo un derrame cerebral por esta maldita guerra”, dice.
Cruzar para cobrar la pensión
Sigue siendo habitual pasar al lado ucraniano para obtener la pensión, visitar familiares o comprar productos que son más baratos, según afirma un ciudadano que explica que acaba de cruzar, pero que prefiere no dar su nombre. “Tenemos que caminar alrededor de dos kilómetros para cruzar y luego ir a otro pueblo a cobrar nuestra pensión, más varios autobuses, es agotador”, dice.
La pandemia cambió la situación para muchos civiles, que ahora solo cuentan con dos puntos de cruce, en Stanitsa Luganska y Novotroitsk. En 2019, se produjeron 13.991 millones de cruces en estos puntos entre las zonas tomadas por los prorrusos y el territorio que sigue bajo control del Gobierno ucraniano, mientras que en 2021 la cifra fue de 662.000 cruces. El punto fronterizo más transitado en 2021 fue en Stanitsa Luganska, con 625.000 cruces.
En el frente de Marinka, cerca de la ciudad de Donetsk, en los últimos días se notó un incremento de incidentes y los bombardeos desde ambos lados se suceden. El jueves, una mujer fue herida mientras esperaba al autobús en esta localidad.
El peso de la guerra
Ya son ocho años bajo las balas, y eso pesa, según dice Dimitri, un soldado que lleva 13 años en el ejército. Dice que hace dos días decidió colgar las botas militares y marcharse del ejército: “Estoy cansado ya, apenas puedo ver a mi familia, perdí amigos en el frente”, explica.
La invasión rusa es un hecho que no contempla Aleg, un soldado del ejército ucraniano que observa los movimientos del enemigo desde su posición en Marinka. “Yo no creo que Rusia nos vaya atacar, es todo un juego para mostrar poder”, dice.
Este viernes, las dos autoproclamadas repúblicas anunciaron la evacuación hacia Rusia de niños, mujeres y ancianos. El presidente ruso, Vladimir Putin, anunció que su país concederá 10.000 rublos (unos 114 euros al cambio) a cada desplazado que llegue a Rostov, la región rusa al otro lado de la frontera. Mientras tanto, la autoproclamada República de Donetsk aprobó un decreto de movilización general y llama a combatir a todo aquel ciudadano que sea apto para ello.
En Avdiivka, mientras los lanzamientos de artillería interrumpen la tranquilidad, Vladimir, un exminero que trabajaba en Donetsk, recuerda con terror los primeros años de la guerra. En 2015, cayó herido cuando trabajaba en la huerta de su casa. “Escuché un proyectil mientras se acercaba y, por instinto, me tiré al suelo. La metralla me hirió en la pierna y el cuello”, dice. Ahora solo vuelve a casa en verano o a hacer alguna reparación mientras el resto del tiempo está en el centro de la ciudad.
En este pueblo la sociedad parece estar dividida, y muchos no hablan por miedo a represalias. Una mujer, que no quiere publicar su nombre, dice vivir en Donetsk habitualmente y explica que volvió a cuidar a su hijo enfermo: “La vida allí, para la gente común, es muy parecida aquí, nosotros no somos terroristas”. Comenta que llegó a través de Rusia y para volver hará lo mismo, algo que comenta “es ilegal”.
Penuria cerca del frente
A la población del frente le toca esquivar las bombas y lidiar con unas pensiones que arrastran a la población más envejecida a una vida de abandono, tristeza y desesperanza.
Apenas quedan jóvenes por las calles de estas casas cercanas al frente. Uno de los pocos que se encuentran, Maxim, de 18 años, ayuda este sábado a su padre a cortar leña para calentar su casa. Cuando empezó la guerra, apenas tenía 11 años. “Yo no era consciente del todo de lo que estaba pasando, ahora con 18 años ya no me dan miedo los bombardeos, me habitué a esta situación”, dice.
Un poco más al norte del Oblast de Donetsk, Toretsk una ciudad de tradición minera, la población vuelve a sentir el miedo y entre sus vecinos se observan problemas más allá de la guerra. Muchos vecinos trabajaban en la ciudad de Donetsk, en el lado que no está controlado por el Gobierno ucraniano. La división de esta región provocó que muchos perdieran su trabajo y hoy cuesta encontrar un futuro laboral en esta zona. A eso se unió el problema de unas pensiones que no dan para sobrevivir.
En la última casa antes de la línea de contacto vive Nikolai. Entre él y su hijo de 33 años alquilan una única habitación donde cocinan y duermen. La bodega les sirvió de refugio cuando los bombardeos no cesaban. Ahora sufren la falta de recursos.
“Antes me dedicaba a la construcción, ahora estoy jubilado, cobro 2.000 grivnas (unos 62 euros), y ese dinero no da para sobrevivir y no puedo trabajar porque tengo problemas en las piernas”, dice el padre.
Nikolai sale de su casa y camina con su bastón por una calle embarrada hasta una pequeña tienda. Pide varios productos y cuenta el dinero que queda en la cartera. “Deja la botella de aceite”, le sugiere a la tendera.
DH