Ana recuerda desde que tiene memoria cómo cada día su abuela Isabel cortaba una rosa blanca y la colocaba delante de una fotografía expuesta en casa. La de de su abuelo, José Bazán Viruez. Era un ritual inexplicable para ella. “¿Por qué la pones aquí, abuela?”, le preguntaba. Ella contestaba: “Porque no tengo donde ponerla”. Y aunque Ana, entonces niña, insistía –“pero ¿por qué está aquí la flor, abuela?”– la respuesta era siempre la misma. “Porque no tengo donde ponerla y no preguntes más”. Isabel no quería hablar, le daba miedo hacerlo, pero finalmente se encargó de que su nieta supiera que su abuelo no solo murió, sino que fue fusilado el 15 de agosto de 1936.
Colocar junto a la foto de José su flor favorita fue para Isabel la forma de recordar a su marido, concejal de Izquierda Republicana en Ubrique (Cádiz) asesinado por las tropas franquistas al inicio de la Guerra Civil. No fue una excepción. Su caso ilustra lo que vivieron los familiares de las víctimas republicanas fusiladas en la contienda y la dictadura, que no solo se enfrentaron a la pérdida de sus seres queridos, también a la imposibilidad de llevar a cabo un duelo normalizado ante la desaparición de sus cuerpos y la imposibilidad de homenajearlos, al contrario de lo que ocurrió con los vencedores, que una vez acabada la guerra pudieron exhumar sus restos y ser reconocidos.
Frente a ello, fueron comunes los pequeños rituales familiares, las estrategias de duelo clandestinas que mantuvieron su memoria viva. “Eran expresiones cotidianas de resistencia y disenso frente al franquismo oficial”, explica la investigadora estadounidense Francie Cate-Arries, autora de un estudio sobre el tema en el que cuenta la historia de Isabel. En estos casos, asegura la experta, estas prácticas “permitieron activar un duelo subversivo en privado” por parte de la generación que vivió la guerra, pero también “estructurar la posmemoria” de los descendientes.
“Para los familiares, la necesidad de recordar a sus parientes adquirió un significado mucho más dramático dadas las restricciones al duelo impuestas por el franquismo”, explica Paloma Aguilar, experta en memoria histórica y autora del artículo Estrategias de homenaje y recuerdo de las familias de las víctimas de la represión franquista, publicado en la revista Memory Studies. Los republicanos asesinados fueron enterrados en fosas comunes que muchos familiares no sabían dónde estaban y, si lo sospechaban, no podían rescatar sus restos, tal y como sigue ocurriendo a día de hoy con miles de desaparecidos.
Fue, según describe Aguilar en su investigación, un castigo doble: por un lado, “se les impidió el duelo de forma normal”, pero también “se borró de la opinión pública la memoria de los muertos”, como si nunca hubieran existido. El trauma fue también doble. No solo tuvieron que sufrir por la muerte de sus seres queridos, sino que además no pudieron enterrarles dignamente.
La “espera permanente”
“No se pudo llorar a los muertos, eso estaba prohibido”, le comentaba Lucía a la investigadora Cate-Arries, que ha entrevistado a varios descendientes de fusilados en la provincia de Cádiz. Lucía acudió al encuentro con el reloj de bolsillo de su abuelo Alonso, que Fermina, su viuda, había escondido como un preciado tesoro tras su fusilamiento. Le sacaron de casa los falangistas en 1936 cuando buscaban a su hijo Pepe, el padre de Lucía, que había huido al monte. Pepe durmió al lado del reloj de su padre desaparecido durante toda su vida, como “un trágico talismán que colgaba como un crucifijo en la cabecera de la cama”.
El significado de este duelo detenido lo explica el doctor en Antropología Jorge Moreno, miembro del proyecto Mapas de Memoria de la UNED y autor de varios artículos sobre el tema y del libro El duelo revelado. La vida social de las fotografías familiares de las víctimas del franquismo. Moreno parte de la idea de que los rituales funerarios implican “la conversión de alguien que está vivo en alguien que está muerto” siendo esta la manera “en la que el ser humano domestica la muerte, le da un lugar y un nombre”. Esto suele realizarse mediante un entierro o un homenaje, que supone “llevar el cuerpo del mundo de los vivos al mundo de los muertos”.
En el caso de los republicanos había una “imposibilidad de completar este ritual” por la inexistencia de un cuerpo, asegura el experto, lo que sitúa al fallecido “en una espera permanente”. “Esto provoca una desorientación buscada de manera premeditada por el régimen franquista, que quiere alargar el dolor de las familias mediante el terror no solo por el asesinato, sino con la ocultación de los cuerpos”, continúa Moreno, para quien ese “no estar ni en un lugar ni en otro” es lo que intentaron solucionar las familias a través de sus propios rituales, mediante fotografías, prácticas privadas u objetos.
Estos últimos, custodiados durante décadas como tesoros por las familias, protagonizaron en 2020 uno de los proyectos impulsados por Mapas de Memoria, en forma de una exposición llamada Las pequeñas cosas. Entre ellas están las pocas piedras manchadas de sangre que la hermana de Ángel Ruiz, asesinado en mayo de 1940 en Almagro (Ciudad Real), recogió del lugar en el que fue fusilado. Las guardó en un baúl hasta poco antes de morir, cuando se las entregó a Saturnina, la viuda de Ángel. Ella cosió una bolsita para guardarlas y las llevó en su delantal durante toda su vida.
Las piedras recuperadas pasaron después a manos de Vicenta Ruiz, la hija del matrimonio, y ahora a las de Ángela, la nieta, a quien han llegado otros muchos utensilios heredados que guarda en una caja: una petaca, unas cartas o unas tijeras comparten espacio con una vieja foto de Ángel, que ocupa el centro. La fotografía había viajado con Saturnina allí donde se había trasladado ella a lo largo de su vida. Donde ella iba, iba la foto.
La camisa agujereada de Eloísa
Estos “mecanismos de duelo alternativo”, como los bautiza Aguilar, han sido analizados por la experta en su estudio, circunscrito al caso de seis familias de ejecutados en el municipio de Casas de Don Pedro (Badajoz). “No se resignaron al olvido. La memoria de los desaparecidos fue cultivada en privado y, a veces, los sitios de las fosas comunes fueron marcados con cruces u otros signos para evitar que cayeran en el olvido, algo que fue de gran ayuda para localizarlos cuando, 40 años después de la guerra, comenzaron las búsquedas de los restos”, explica la investigadora.
En el artículo, Aguilar cuenta entre otras las historias de Eloísa y Cecilia, dos mujeres del pueblo, ambas de 23 años, asesinadas como venganza porque sus respectivos esposos habían escapado y se habían unido a la guerrilla antifascista. Según los testimonios recabados por la experta, cuando las mataron, las dejaron en una zanja sin nada por encima, ante lo que un pastor se compadeció, les echó tierra encima y llevó la camisa acribillada a balazos de Eloísa a su madre, que vivió hasta los 100 años conservándola. Cuando murió, la enterraron con ella, como había pedido.
Entre las estrategias y rituales identificados, las fotografías expuestas en las casas “ocupan un lugar central”, señala Moreno, que pone el foco en que a falta de cuerpo y tumba, “será a las imágenes a las que prodigarán cuidados, tratamientos e incluso mortajas”. Eran a menudo collages de fotos en los que se insertaban varias de distintos miembros de la familia, como la que encargaron los padres de Cecilia y Dionisio, ambos asesinados. Como explica Moreno, era habitual que las fotografías fueran muy cuidadas y se ajustaran con una técnica para que los muertos aparecieran con la luz más favorable posible, vestidos muy elegantes y con expresiones de seguridad y serenidad.
Un duelo marcado por el género
No es casualidad que la mayoría de las que custodiaron los objetos o se encargaron de encargar, colocar y cuidar las fotografías fueran mujeres. Hay también un “reparto asimétrico” del trabajo de duelo en función del género, detalla Moreno, siendo ellas tradicionalmente protagonistas. La carga solía recaer sobre las hermanas, las madres o las viudas. “Son las mujeres las que cuidan no solo de los vivos, también de los muertos. O dicho de otra forma, el cuidado de la casa se extendía también al cuidado de la casa simbólica”, esgrime el experto.
Otra forma de homenaje póstumo tuvo que ver con poner el nombre de los ejecutados a sus descendientes o nuevos miembros de las familias. Fue el caso de los Casatejada, una familia de Casas de Don Pedro de la que fueron fusilados dos hermanos: Julián, de 19 años, y Alfonso, de 17, cuyos nombres eligieron otros tres hermanos para uno de sus hijos. La hermana de Eloísa también puso a su hija su nombre, mientras que Santiago, el marido viudo de Cecilia, le puso su nombre a la hija que tuvo con Granada, la mujer con la que se casó años más tarde.
Granada y Santiago tuvieron cuatro hijos, pero mantuvieron siempre una relación muy estrecha con la familia de Cecilia, según cuenta Aguilar. Hasta el punto de que Petra, la hija menor, confundía cuando era pequeña a ambas familias y tuvieron que pasar años hasta que descubrió que la mujer que aparecía al lado de su padre en una antigua fotografía no era su madre, Granada, sino Cecilia.
Aguilar defiende que los rituales de duelo clandestino a los que estas familias fueron obligadas por la dictadura no solo se redujeron a desafiar el silencio y recordar a sus seres queridos, sino que también “fomentaron la solidaridad entre familias, permitieron la transmisión intergeneracional de la memoria y las lealtades ideológicas y creó resiliencia familiar”. Algo que, asegura, resultó muy útil para organizar las exhumaciones de los restos de los fusilados que empezaron a producirse, de forma muy precaria, solo una vez llegada la democracia.