En el cementerio de Nurdagi, en la provincia turca de Gaziantep, fronteriza con Siria, pronto no habrá espacio para los muertos. Las tumbas recién cavadas están marcadas con lápidas en blanco. A modo de identificación hay apenas un trozo de tela rasgada de la ropa de las víctimas. Las puntas deshilachadas ondean suavemente con el aire gélido.
En la calle, decenas de cuerpos sin vida yacen apilados en una hilera de camionetas a la espera de ser enterrados. Al menos cinco imanes se apuraron a llegar hasta Nurdagi para oficiar la avalancha incesante de funerales multitudinarios, a veces de hasta diez víctimas a la vez. Las autoridades trajeron ataúdes de pueblos vecinos y de lugares tan lejanos como Estambul para el descanso final del abrumador número de cadáveres que llega a la ciudad.
Cinco días después de los dos potentes terremotos que sacudieron el sur de Turquía, el número de muertos superó los 22.000, convirtiéndose en la peor catástrofe natural sufrida por el país en una generación. Nurdagi y otras ciudades del sur de Turquía y norte de Siria son escenarios de niveles apocalípticos de destrucción.
“Puede que el 40% de la gente que vivía en esta ciudad haya desaparecido”, dice Sadık GüneÅ, imán de Nurdagi. Su casa estaba junto a la mezquita, que se derrumbó. Sin lugar para rezar, en Nurdagi y en el resto del sur de Turquía los funerales multitudinarios se están celebrando al aire libre.
“He perdido la cuenta de los cuerpos que hemos enterrado desde el lunes”, dice GüneÅ. “Hemos ampliado el cementerio y todavía hay cuerpos bajo los escombros. También los enterraremos cuando los recuperemos. Estamos enterrando cuerpos incluso a altas horas de la noche con la ayuda de los ciudadanos que vienen a ayudarnos”.
“Enterré a mis padres con mis propias manos”
Mientras esperan la llegada de fiscales y médicos forenses, los habitantes de algunas ciudades de Turquía apilaron los cadáveres en estadios o estacionamientos para que las familias puedan identificar rápidamente a sus seres queridos antes de expedir el certificado de defunción.
En Kahramanmaras, los trabajadores de emergencias siguen buscando entre los escombros, encontrando en muchas ocasiones solo partes de cuerpos. Una trabajadora de emergencias habla de sus intentos de identificar un brazo amputado mostrándoselo a las familias desconsoladas con la esperanza de que el color del esmalte de uñas ayudara a saber el nombre de la persona fallecida.
“Aquí vivía yo”, dice Sadi Uçar señalando su casa dañada. “Era un piso nuevo, compramos estas dos viviendas hace unas semanas, una para mi familia y mis hijos y otra para mi padre y mi madre. Mi madre y mi padre vivían a dos edificios de distancia y se suponía que esta semana se iban a mudar encima de nosotros. Incluso pusimos las cortinas hace unos días, con mi madre”.
“Tras el terremoto, la casa de mi madre y mi padre se derrumbó”, añade. “Cavé entre los escombros con las manos y saqué a mi madre y a mi padre. Después, tuve que enterrarlos también con mis propias manos”.
En el distrito de Afrin, en el noroeste de Siria, ampliaron la capacidad de un cementerio con fosas comunes improvisadas. En la ciudad de Osmaniye, al sur de Turquía, un cementerio ya no tiene más espacio y en las afueras de Kahramanmaras, cerca del epicentro, un cementerio improvisado recibió tantos cadáveres que tuvieron que usar como lápidas las tablas de madera y los bloques de hormigón recogidos de los escombros.
“Nos han dejado solos”
Jinderes, al noroeste de Siria, es una ciudad repleta de desplazados tras diez años de guerra civil donde las personas que sobrevivieron a bombardeos y ataques con gases químicos tuvieron que volver a correr para salvar sus vidas entre edificios que se derrumbaban.
Cuando se produjo el primer terremoto en las primeras horas del lunes, Abu Majed al-Shaar se despertó sobresaltado con los temblores violentos del suelo, que le hicieron golpearse la cabeza contra la pared. Agarró a todos los niños que pudo encontrar y corrió escaleras abajo hacia la calle. “Hubo gente a la que no pude llegar”, dice. “De nuestro círculo familiar solo hay dos supervivientes, hemos perdido a muchos familiares”.
La huida de Jindires tras el terremoto le trajo el doloroso recuerdo de la evacuación familiar de su pueblo en Ghouta oriental, un barrio periférico de Damasco arrasado por el asedio prolongado y los ataques aéreos del Gobierno sirio. “Me vino a la memoria la destrucción de toda la ciudad, me parecía exactamente la misma situación; y me recordó a mis siete hermanos, muertos por el derrumbe de un edificio tras un ataque aéreo”, dice. “Ahora en Jindires se me volvió a romper el corazón cuando hemos tenido que excavar entre los escombros buscando a mi otro hermano y al resto de familiares”.
Yasser Abu Ammar es miembro de la Defensa Civil Siria, también conocida como los Cascos Blancos, el grupo que lleva años sacando a la gente de entre los escombros de los edificios destruidos por los ataques aéreos. Él llegó a Jindires en las horas que siguieron al primer terremoto y quedó sobrecogido por el nivel de destrucción. Más de cien edificios repletos de familias habían quedado reducidos a escombros. “Me quedé atónito por el horror de aquella escena”, dice. “La destrucción que se apoderó de la ciudad era aterradora”.
Ralentizadas por la falta de maquinaria y de ayuda, sus labores de rescate continuaron durante toda la semana. La provincia de Idlib estuvo en gran medida aislada del mundo exterior hasta que el jueves llegaron seis camiones de Naciones Unidas, un suministro vital de bienes básicos que llegaba días después del terremoto.
En todo el norte de Siria, las personas que ahora viven en tiendas de campaña bajo la nieve empezaron a quemar todo lo que pueden para mantener el calor. Los alimentos y otros productos básicos siguen escaseando.
“El mundo se olvidó de nosotros”, dice Mohammed Abu Hamza. Su huida de Jindires es el segundo desplazamiento que vive tras escapar de Ghouta junto a su familia. “Tenemos suficiente comida para un tiempo”, dice. “Pero para mantenernos calientes, tenemos un poco de leña que quemamos solo durante algunas horas al día para que dure el mayor tiempo posible. De alguna manera nos han dejado solos ante esta situación”.
En algunos lugares todavía siguen encontrando supervivientes. En Hatay sacaron de entre los escombros a un hombre de 30 años más de 100 horas después de los terremotos.
En la carretera que sale de Nurdagi, un grupo de personas se reúnen alrededor de un fuego para encontrar a los últimos supervivientes. “Hace unos momentos acabamos de sacar de los escombros a una niña”, dice Suleyman Åahin, uno de los rescatistas.
Pero los milagros escasean. Muchas familias contaron que en las primeras 24 horas tras los terremotos aún era posible distinguir las débiles voces de sus parientes bajo los escombros. Luego, poco a poco, el silencio se fue apoderando de unos montones de hormigón y ladrillos que antes eran hogares y ahora son tumbas.
Traducción de Francisco de Zárate