Juan Carlos I, rey emérito, regresó brevemente este mediodía en Sanxenxo -en Galicia- a los años 90, cuando todavía era jefe del Estado, el origen de su fortuna era tabú nacional y su agenda diaria consistía en recepciones, aplausos y saludos a cámara. Unas 400 personas —la mitad periodistas, aproximadamente—, curiosos locales y turistas, más el alcalde, los concejales y otros adláteres, esperaron al exmonarca a las puertas del Real Club Náutico, a donde Juan Carlos, agarrado al brazo de un acompañante, con bastón en la otra mano, llegó con la pretensión de participar en una regata. Como en los 90, Juan Carlos apareció, sonrió, estrechó manos, agradeció aplausos y no hizo declaraciones. “Viva el rey, viva el rey, viva el rey”, corearon rítmicamente una docena de los presentes, más o menos.
Como es viernes y laborable, Sanxenxo amaneció tranquilo, y a las 11.00 apenas había gente en la playa de Silgar, el principal arenal urbano. Ya entonces se apostaban ante las vallas que cercaban el acceso al interior del edificio del Náutico un centenar de personas, más los propios socios y trabajadores del club, que esperaban apoyados en las barandillas de los pisos superiores. Abajo, el pueblo, al sol atlántico. Por ejemplo, Fernando Gordillo y señora, jubilados, vecinos de Aranjuez, en su primera visita a la costa pontevedresa. “Es algo que nunca has visto en directo y te llama la atención”, razonaba él. De los delitos económicos y la figura jurídica de la prescripción, Fernando entendía que no le correspondía opinar, aunque “si lo ha hecho, que lo pague”. Pero hoy le resultaba natural querer ver al real visitante. “Y el día que se muera, pues igual”, añadía.
A su lado esperaba María Esperanza, alias ‘Chona’, vecina de temporada, gallega, que pasa en Sanxenxo siete meses al año y confiaba en que el rey disfrutase hoy de “un día felicísimo”. Un poco más apartados, sobre el dique del puerto, observaba la escena en altura otra hilera de ciudadanos. Entre ellos, una pareja de jubilados locales, Gilberto Barbeito y Luis Rey, que charlaban de sus asuntos animadamente. “No vinimos por ninguna cosa en especial; por dar una vuelta”, contaba el primero, veterano de la construcción, 40 años en Zúrich. Luis, ex marino mercante, reconocía que lo de ocultar el patrimonio real “no estuvo bien”, pero que “fue mucho más lo que aportó” el rey. “En aquello del Congreso se portó de maravilla; es que, si no, volvíamos ‘a lo mismo”, recordaba, en referencia al 23-F, cuando un grupo de guardia civiles al mando del teniente coronel Antonio Tejero intento un fallido golpe de estado el 23 de febrero de 1981.
A partir de las 12, el dispositivo de seguridad, que había sido bastante laxo hasta el momento, se estrechó. Los periodistas tuvieron que situarse detrás de la valla para dejar que pasasen los coches. Cuando se bajó el rey, se produjo otro momento de otra época, cuando la periodista de un magazín de la televisión pública gallega gritó al recién llegado que le había traído unos zuecos de madera con su efigie, y que si los quería. Parece ser que sí, comunicaron los escoltas. Otro periodista lanzó al viento si hacía más calor en Sanxenxo o en Abu Dabi. Las otras dos preguntas que se pudieron escuchar, ambas sin respuesta, fueron si pretendía dar explicaciones de su fraude fiscal, como reclama el Gobierno, o si iba a pedir perdón.
No hubo caso. El rey, sujetado por un acompañante y ayudándose también de un bastón, fue recibido por un exultante Telmo Martín, regidor local, que le animó a saludar a sus partidarios más fervorosos. Fue ahí cuando se oyeron los “viva”’, que se repitieron a su salida, una hora después. Solo en ese momento, desde el dique, se oyó una leve crítica, de viva voz: un “sinvergüenza” rápidamente ahogado por el ruido del motor del coche.
El presidente del Club Náutico, compañero de tripulación y anfitrión del rey este fin de semana, resumía hace dos días el sentir de los amigos reales: “No tiene ninguna causa pendiente, por qué no va a poder venir; es bueno para todo el mundo”. Y sobre las potenciales críticas y consideraciones respecto al pudor cívico que el viaje pudiese entrañar, zanjaba: “Los que no estén de acuerdo, ya sabemos sus ideas políticas. Allá ellos”.